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CARTA ABIERTA A LOS SACERDOTES DEL MUNDO

(Se autoriza expresamente y se solicita la copia y difusión de este texto y de la carta, respetando la integridad del texto).

DE JESUCRISTO PARA TODOS LOS SACERDOTES DEL MUNDO

Dios sigue derramando su gracia sobre cada alma para darse a conocer a ellas, sacarlas de las tinieblas y trasladarlas a su reino de Vida y de Luz. Hace poco más de un año fue el turno de Carmencita. Esta mujer de mediana edad, que se había apartado de Dios en su adolescencia y ya no había formado parte de su vida o pensamientos, de repente fue alcanzada y sorprendida por la luz de Dios. Fue una revolución en su vida, lo que también le trajo no pocos inconvenientes entre sus más allegados, e incluso donde no esperaba encontrar problemas. Rápidamente, el Señor fue guiándola e instruyéndola. Y uno de los aspectos sobre los que el Señor le mostró su voluntad fue sobre el trato de la Eucaristía y el modo de recibirla.

Por mandato de Cristo, contra su propia voluntad, viéndose inútil e incapaz de hacer algo así, se atrevió a escribir una «Carta abierta a los sacerdotes del mundo». La iniciativa no fue suya. Estando ella en oración, con dolor por su experiencia al comulgar en la mano y sin pensar en nada más, el Señor le dio una luz y sintió que le pedía decirles a los sacerdotes sencillamente que no quiere que se dé la Comunión en la mano. Sobrepasada por la idea y por el encargo, y no sabiendo cómo hacerlo, en un sueño le vino la idea de escribir una carta. Carmencita reconoce que en esa carta hay más de ella que de Él, pero estamos convencidos de que los lectores podrán percibir lo mucho que hay de Cristo en el escrito. Como su director espiritual, simplemente testifico la honestidad de su intención y el valor de esta carta, que es la obediencia a Dios, y el valor del propio testimonio: habla de lo que ha aprendido de Él.

Es el testimonio de una recién convertida, que tras décadas alejada de la fe y de los sacramentos, «vuelve a casa» enamorada de Cristo, pero se encuentra una casa revuelta, y el Dueño de la casa le pide a ella que diga lo que muchos no quieren oír, lo que los que se creen dueños sin serlo necesitan escuchar, de boca de una «recién llegada», un instrumento escogido, como tantos otros a lo largo del mundo, para hacerse escuchar el Dueño, porque le gusta hacer las cosas así: usar los instrumentos más impensados. Pero para nosotros, un instrumento muy válido, porque tiene la frescura, la inocencia, lo genuino de una obra de Dios evidente e incontrovertible: no habla más que de lo que el mismo Señor le ha enseñado en su reciente conversión.

Hace justo un año Carmencita envió esta carta a todos los Obispados de España y a la mayoría de los de Argentina y México. En este aniversario creemos que esta carta sigue siendo actual y oportuna, y quisiéramos, de acuerdo a la voluntad del Señor, que llegase a «los sacerdotes del mundo». A continuación la carta, cuya lectura recomendamos se haga en oración, escuchando la voz del Dueño.

El director espiritual de Carmencita.

 

 

España, 17 de diciembre de 2020

CARTA ABIERTA A LOS SACERDOTES DEL MUNDO


Queridos sacerdotes,

Yo soy tan sólo un alma pecadora que ha vuelto a la casa del Padre, con mucha vergüenza y arrepentimiento y, al mismo tiempo, una gran alegría. Mi vida ha sido una sucesión de años en los que, habiendo vivido completamente de espaldas a Dios, pensaba que me había ganado el cielo. Tales eran mi orgullo y mi ignorancia. Pero Dios, que nunca se da por vencido con nosotros, ha seguido a mi lado pinchando hasta hacer sangre en mi endurecido corazón.

La primera vez que volví a misa después de mucho tiempo fue el 12 de octubre de este año. La experiencia fue muy triste y decepcionante. A la entrada, en la iglesia un hombre me ofreció gel hidroalcohólico (que no agua bendita) que yo de inmediato rechacé. Mi reacción fue tal, que el pobre se quedó inmóvil y ni siquiera encontró una palabra con la que replicarme.

Me senté en un banco al final de la iglesia, con unos sobrecitos de papel pegados en él, para limitar la ubicación de los fieles. ¡Qué pena más grande sentí!

No recuerdo ni las lecturas ni el evangelio. Pero sí recuerdo el salmo:

«El SEÑOR es mi luz y mi salvación; ¿a quién temeré? El SEÑOR es la
fortaleza de mi vida; ¿de quién tendré temor?» (Salmo 27, 1)

Y allí estaba un hombre, con sus manos cubiertas con gel y su rostro tapado con una mascarilla(1), leyendo que al lado de Dios no hay temor posible. ¡Qué ironía!

Pero la mayor tristeza se produjo durante la comunión. Yo no podía acercarme, a pesar de que fervientemente lo deseaba, porque mi alma estaba cubierta de pecados y no era merecedora de aquel regalo. Pero el resto de fieles, sí. Y aquellos, se acercaron con sus mascarillas en la boca, con su mano de gel extendida para recibir a Jesús y, una vez recibido, se alejaban con el Hijo de Dios en sus manos, que  introducían en sus bocas a mitad de camino hacia su banco. ¡Qué desolación produjo esa imagen en mi alma! ¡Qué dolor más grande sentí, sin saber bien porqué! Cuando me hube confesado acudí rápidamente a la Eucaristía, y como el sediento que hace días que no bebe, así recibí a Cristo en mi cuerpo y en mi alma. Sin embargo, apesar de dar gracias a Dios por el regalo del Cuerpo de su Hijo, no podía dejar de sentirme culpable, como si hubiera cometido un gravísimo pecado y comencé a pedir perdón a Dios por haberle recibido en mis manos. No puedo explicar el porqué, ya que la  comunión en la mano comenzó en España hace muchos años y no era algo nuevo para mí. Sin embargo, algo muy profundo me gritaba desde dentro que eso estaba mal y yo lloraba y le suplicaba a Dios que me perdonara si en algo le había ofendido. En dos ocasiones más comulgué en la mano, y en dos ocasiones más sentí una punzada; y la alegría de recibir a Cristo se tornó amargura. Así comencé a preguntarle a Dios si le parecía mal que comulgase en la mano. Pregunta estúpida, porque Él ya me había respondido. He aquí el motivo de estas letras para ustedes, los queridos escogidos por nuestra Madre la Virgen María, para tocar el Sagrado Cuerpo de su Hijo. Ustedes, cuyas manos fueron consagradas a Dios, ustedes que fueron ungidos con la gracia divina de tocar lo sagrado ¿por qué niegan la comunión en la boca? ¿Y por qué se han eliminado los reclinatorios en los altares para recibir a Jesucristo como merece, con total y absoluta humildad y devoción?


Manoseamos a lo más Sagrado, al Eterno, al Hijo de Dios, como si se tratara de un alimento cualquiera. Queridos sacerdotes del mundo, ¿acaso han olvidado ustedes que lo que sujetan entre los dedos es el mismo Dios? ¿Han olvidado ustedes que ante Dios solo cabe la humildad de sentirnos insignificantes ante su Inmensidad?
Recibir el cuerpo de Jesucristo de pie es, en sí mismo, una descortesía. ¿Acaso cuando somos invitados a comer a casa de un amigo, lo hacemos de pie? ¿O nos  sentamos a su mesa, dejando la presidencia de la mesa al anfitrión? Estamos entrando en la casa de Dios queriendo ser más importantes que quien nos invita a su Casa. Y ¿qué decir de tocar con nuestras manos impías lo Divino, lo Sagrado, lo Perfecto? ¿Cómo podemos tocar lo Perfecto con nuestra imperfección? Algunos dirán rápidamente que es necesario hacerlo así para evitar los contagios de la enfermedad. ¿De verdad se creen ese cuento? Jesucristo vino a este mundo y comenzó a curar enfermos y a echar malos espíritus. ¿Creen en serio ustedes, soldados de Cristo, que el Señor tiene enfermedad alguna en su cuerpo? ¿Acaso han olvidado ustedes que Jesucristo es la Salvación y que elimina la enfermedad? La enfermedad la cura la fe.

Al bajar del monte, le siguió una gran muchedumbre, y acercándosele un leproso, se postró ante Él, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Él, extendiendo la mano le tocó y dijo: Quiero, sé limpio. Y al instante quedó limpio de su lepra.

San Mateo 8, 13

Entonces una mujer que padecía flujo de sangre hacía doce años se le acercó por detrás y le tocó la orla del vestido, diciendo para sí misma: Con solo que toque su vestido seré sana. Jesús se volvió y, viéndola, dijo: Hija, ten confianza; tu fe te ha sanado. Y quedó sana la mujer desde aquel momento.

San Mateo 9, 2022

¿De verdad han olvidado que Jesucristo, en su sacrificio diario en cada altar, reproduciendo su Pasión y regalándonos su Cuerpo y su Sangre, iba a proporcionarnos algo que no fuera la Salvación y la Vida eterna? ¿Creen que nuestras manos son más limpias y merecedoras de tocar a Cristo que las suyas, que han sido bendecidas por el mismo Dios? ¿No ven que sus manos impolutas son las únicas merecedoras de tocar a Cristo y de entregarlo directamente a nuestras almas? Solo ustedes, queridos sacerdotes, han sido elegidos con tal bendición. Tampoco son dignos aquellos fieles que suben al altar y cogen un cáliz con las Sagradas formas y las toquetean. No hay prisa, la misa no es una competición por ver quien la acaba antes. Y si los fieles no somos capaces de dedicarle a nuestro Señor dos minutos de nuestras vidas, esperando en fila con absoluta veneración, entonces tal vez no seamos merecedores de recibir a nuestro Salvador.

Piensen en ello, queridos sacerdotes, porque me he comprometido con Jesucristo a hacerles llegar este mensaje. A remover sus almas a través de mis palabras torpes y puede que, hasta mal escogidas, para que agraden ustedes a Dios y nos enseñen a agradarlo.

No nos lleven a la perdición padres, ustedes son nuestros pastores, nuestras guías. Abran de nuevo los ojos y los oídos a la Palabra de Dios, a las enseñanzas de Jesucristo, a sus advertencias. El diablo es muy astuto, siempre presto a confundir. Por eso Dios nos dejó su legado por escrito, para poder acudir a Él y no perder el Camino, no perder la Luz y así mantenernos en la Vida.

Yo rezo por ustedes, rezo para que, no tardando mucho, pueda arrodillarme frente al Cuerpo de Cristo y recibir su preciado regalo de sus manos consagradas.

No olviden que Dios mismo nos regaló el libre albedrío, la voluntad propia para elegir correctamente o equivocarnos. ¿Acaso no están ustedes negándonos este regalo precioso de Dios, obligándonos a recibir a Cristo de un modo en que muchos rechazamos?


[92.] Aunque todo fiel tiene siempre derecho a elegir si desea recibir la sagrada Comunión en la boca, si el que va a comulgar quiere recibir en la mano el Sacramento, en los lugares donde la Conferencia de Obispos lo haya permitido, con la confirmación de la Sede Apostólica, se le debe administrar la sagrada hostia. Sin embargo, póngase especial cuidado en que el comulgante consuma inmediatamente la hostia, delante del ministro, y ninguno se aleje teniendo en la mano las especies eucarísticas. Si existe peligro de profanación, no se distribuya a los fieles la Comunión en la mano.

(Instrucción REDEMPTIONIS SACRAMENTUM, CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS)

Yo me siento tan pequeña ante Dios, que ¿cómo podría volver al altar y no arrodillarme para recibir el hermoso regalo de la Eucaristía? ¿Cómo volver a tocar con mis manos el Cuerpo de Cristo, sintiendo en mi alma el inmenso dolor que Cristo siente cada vez que lo profanamos? Si no cejan ustedes en su obrar, muchos nos veremos privados del hermoso regalo de la comunión sacramental y nos veremos obligados a realizar una comunión espiritual de por vida. ¡No nos abandonen, padres!

¡No nos dejen al margen, porque Dios no abandona nunca!

Jesucristo le regaló una hermosa oración a Isabel Kindelmann, que me permito
enviarles:

Que nuestros pies vayan juntos,
Que nuestras manos recojan unidas,(*)

Que nuestros corazones latan al unísono,

Que nuestro interior sienta lo mismo,

Que el pensamiento de nuestras mentes sea uno,

Que nuestros oídos escuchen juntos el silencio,

Que nuestras miradas se compenetren profundamente
fundiéndose la una en la otra,

Y que nuestros labios supliquen juntos al Eterno Padre,

para alcanzar la misericordia.

Nuestro Padre Jesucristo (Del libro La llama de amor del
Inmaculado Corazón de María. Diario espiritual. Isabel
Kindelmann)

(*) las almas


Vayamos pues al compás de Jesucristo, no perdamos su Palabra y busquemos
agradarle en todo cuanto hacemos.

Sírvanse hacerle llegar esta carta a cuantos sacerdotes conozcan, a los cardenales y obispos, a quienes imponen las reglas en sus parroquias, y recen por ellos. Porque Jesucristo está sufriendo grandemente y lo único que parará su sufrimiento es que escuchemos Su voz en el silencio que comparte con cada una de nuestras almas.

Que Dios los bendiga y acompañe.

Amén

Carmencita

(1) La mascarilla es lo que en otros países se llama barbijo o tapabocas.

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Como Vara de Almendro

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