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SEMPER IDEM

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Written by Rafael Ordóñez

Queridos hermanos: hace unos días publicamos un artículo que generó muchos correos a nuestra web. Especialmente nos detuvimos en varios de ellos que nos solicitaban toda la información posible sobre la Santa Misa Tridentina que se viene celebrando en muchas parroquas tras el Motu Proprio Summorum Pontificum de Benedicto XVI.  Nos pedían más información sobre esta Misa excelsa y preguntaban si alguien podría explicar en profundidad su sentido y las diversas rúbricas litúrgicas. Inmediatamente vino a mi mente nuestro querido colaborador Rafael Ordóñez, un amante de dicha Misa, y conocedor en profundidad de este tema y le pedí nos ayudara a explicar a nuestros lectores interesados en acudir a las parroquias en las que se celebra, con la finalidad de poder eayudarles a participar con mayor fruto de este inmenso regalo. Hoy me manda el artículo que seguidamente comparto. Un hermoso testimonio que seguramente ayudará a quienes empiezan a adentrarse en la Misa Tridentina.

No es casual que, aunque este artículo se lo pedí a Rafael hace ya varios días, nos llegue en estos momentos de duras críticas recayendo sobre la figura de Benedicto, quien con tan buen tino puso este tesoro de gracias para la Iglesia nuevamente al alcance de miles de fieles. Desde aquí queremos agradecerle a nuestro estimado Benedicto su gran amor por la Iglesia y su beneplácito a que esta celebración sea extensible a tantas almas que sacarán, sin lugar a dudas, un gran fruto de esta forma de celebrar la misa.

Montse Sanmartí

 

SEMPPER IDEM

Escribir una artículo sobre la Misa Tradicional se puede hacer de dos maneras: Componer un escrito lleno de erudición con el ánimo de dar a conocer este tesoro tanto tiempo escondido o se puede enfocar desde una perspectiva muy personal. O lo que es lo mismo, hablar de mi experiencia, de mis descubrimientos, de aquello de lo que la Misa Tradicional ha supuesto en mi vida. Me inclino por esta opción por aquello de que imagino que le será más atractiva al lector. Yo conocí la Misa Tradicional en mi adolescencia y juventud. La acolité cientos de veces y con doce o trece años me la sabía de memoria. Incluso formaba parte de mis personales juegos casi infantiles el “decir misa”. Lo hacía en soledad sin espectadores. Y me encantaba. En aquellos días no entendía ni medio bien todo aquello. Sencillamente me gustaba imitar a los sacerdotes a los que ayudaba en el altar. Sentía una indefinida atracción por sus movimientos, por sus vestiduras, por la unción que tenían desde que salían de la sacristía, por el misterio que me suponía verlos inclinados rezando el Confiteor, vueltos a inclinar una y otra vez durante el Canon, hacer las innumerables genuflexiones que conlleva esta Misa, las infinitas bendiciones de tres o cinco cruces, según el momento. Y el silencio. Ya en mi adolescente cabeza el silencio era un detonante de todo. El sacerdote de frente al sagrario, en íntimo contacto con la divinidad, era algo sobrecogedor porque en presencia de la divinidad solo se puede estar en silencio o en voz inaudible.

Todos estos recuerdos me vinieron de golpe cuando pude retomar la Santa Misa Tradicional con el Motu Proprio del Santo Padre Benedicto XVI. Y casi no puedo decir nada nuevo con respecto a mis días adolescentes porque, gracias a Dios, todo es igual, siempre igual, semper idem. Sí tengo que decir que mi reencuentro con esta Forma del Rito Romano viene después de una muy larga travesía del desierto en mi vida espiritual. Es como si hubiese salido de la Tierra coincidiendo con el apagón de esta Santa Misa y cuando vuelvo a aterrizar me encuentro que ya no la veo, había desaparecido. Acepto lo que me encuentro pero aprecio que la Misa en vigor me parece a veces una cosa en Madrid o Barcelona y otra en Munich o Milán. Y frunzo el ceño, callo y sigo. Pero pocos años después de aterrizar aparece Summorum Pontificum. Me convoca alguien y ahí empiezan diez años dedicados en alma y cuerpo a esta Santa Misa tan perfecta que es indefinible. Esta Misa es gregoriana y leonina y tridentina. Es un edificio perfecto al que papas como San Gregorio Magno, San León Magno,  San Pío V y otros han ido sumando piezas consiguiendo finalizar una estructura perfecta. No falta nada. No sobra nada. Refiero un detalle entre mil. En el canon se citan casi veinte santos y mártires de la Iglesia. Pues bien, cada uno de ellos está allí con un porqué, incluso el orden en el que están citados no es aleatorio sino intencionado. Y así todo. El resultado es una roca, una fortaleza inexpugnable, algo que no se puede tocar, que está muy lejos del gusto circunstancial del sacerdote de turno.

Esta Santa Misa sobrecoge desde su inicio. El sacerdote y los acólitos permanecen un buen rato rezando a los pies del presbiterio. Nadie se reconoce digno de subir las escaleras que llevan al santuario. Y una y otra vez confiesan su indignidad, su iniquidad de pecadores y piden a Dios que les permita acercarse al altar. El Confiteor del sacerdote es en una posición física de profunda inclinación. El Confiteor de los acólitos es  con la cabeza a un palmo del suelo. El Introito, cuyas primeras palabras dan nombre a la Misa del día, está tomado de los salmos, así como buena parte de las oraciones al pie del altar. Vuelve el sacerdote a declararse indigno de lo que va a celebrar. Va a ser instrumento del acontecimiento más grande que tiene lugar en el universo cada día, cada hora. Va a tener lugar el memorial de la Pasión, Muerte y Resurrección del Hijo de Dios y Dios mismo. Vamos a estar nada más y nada menos que en el Gólgota. El Cielo se va a  abrir sobre la Tierra.

                                                                                        

Por si hasta este momento no habíamos pedido suficiente clemencia y piedad por nuestros pecados y por nuestra indignidad llegan los Kyries. En las  Misas cantadas duran varios minutos. Cantan el cantor y cantan los fieles. La plegaria estremece las columnas de la iglesia y nuestros corazones. El Gloria se canta o no. Hacerlo todo en latín significa hacerlo con una precisión gramatical exacta, no hay lugar a variaciones, a hacerlo de una u otra forma. Y significa hacerlo como lo ha hecho la Iglesia durante cientos y cientos de años. Pasa igual con el Credo. Se recita el credo Niceno que es teológicamente insuperable y es el compendio exacto de nuestra fe, palabra por palabra. Antiguamente ante una persona agonizante los presentes rezaban una y otra vez este credo en vez del moribundo que ya no podía. Era confesar con precisión la fe de la Iglesia antes de ir al encuentro del Creador.

Se suceden después las oraciones del Ofertorio. El sacerdote levanta el pan y lo primero que dice es “recibe, oh Padre Santo Omnipotente, esta inmaculada hostia que yo, indigno siervo tuyo…”. Vuelta a sentirse indigno de estar donde está. Toda la misa es una declaración de indignidad por parte del celebrante, y con él del pueblo, y una consecuente petición de clemencia. Viene después el Canon. Aquí ya toda palabra, todo juicio, sobra. Aquí ya no hay sacerdote ni fieles. Aquí no hay más que Cristo. Él es el Sumo Sacerdote. Él es la única Víctima. Él habla y se ofrece al Padre, por la voz del sacerdote, en unas oraciones que palabra tras palabra, cuidadosamente cimentadas a través de los siglos, han compuesto un todo inigualable, siempre el mismo, semper idem. Y, ¡oh misterio!, el pueblo que permanece aparentemente en silencio, siguiendo en los misales las inigualables plegarias, está muy vivo, muy presente. Dice San Gregorio Magno que “es necesario que en la realización del Sacrifico nos inmolemos también nosotros a Dios por la contrición de nuestro corazón; porque cuando celebramos los misterios de la Pasión del Señor, debemos imitar lo que hacemos. Jesucristo no es verdaderamente hostia para nosotros ante su Padre sino cuando, partícipes de sus disposiciones, nos hacemos hostias también”. Hay tratados en los que está estudiado y explicado, palabra por palabra, el origen y causa de cada expresión, de cada gesto. Todo tiene un sentido, todo forma parte de una construcción milenaria. Estamos en el Gólgota el mediodía del Viernes Santo. Y el único ruido es el de los sayones romanos y el de los sumos sacerdotes que blasfeman. La Iglesia permanece en silencio al pie de la Cruz. Las Santísima Virgen, San Juan y las santas mujeres allí presentes callan, lloran pero en silencio. No hay lugar a más. Dios Hijo está entregando Su Espíritu a Dios Padre y ante ese hecho el mundo enmudece. La Iglesia permanece callada, estupefacta, de rodillas. No hay otra forma de estar allí. Así es el canon de la Santa Misa Tradicional. Una persona me escribe recientemente después de una Misa: “Estoy descubriendo el Misterio. Yo no he leído nada. Me he dejado llevar. Me he visto todo el tiempo en el Gólgota y he estado viendo a Cristo agonizar y en medio de un silencio ensordecedor”. Yo, después de años asistiendo a esta Santa Misa, no lo podía haber descrito mejor por su impactante sencillez. Guardo su testimonio porque si alguien me pide alguna vez que le describa en dos o tres palabras esta Santa Misa le transcribiré este texto corto en sus palabras y enorme en su certidumbre.

 Lanzo ahora una mirada menos mística, más a ras de suelo quizás, sobre esta joya escondida tantos años que hoy descubren los jóvenes con su asistencia mayoritaria y redescubrimos los más mayores con nuestro renacido entusiasmo. Cuando estamos viendo todos los días cómo se retoman costumbres perdidas, bailes, canciones, gastronomía, fiestas rurales, edificios abandonados,…..y todo ello entre el beneplácito general, los fieles católicos debemos preservar, cuidar, mantener, dar brillo y lustro a esta gema inigualable que nos transmitieron nuestros mayores. Ya lo dijo el Papa Benedicto XVI: ”Lo que fue bueno para nuestros padres también lo es para nosotros.”. Lo que santificó a San Francisco de Asís, a san Bernardo, a san Ignacio de Loyola, a Santa Teresa de Jesús, a Santo Domingo de Guzmán, a San Juan de la Cruz, a Santa Teresa de Lisieux, a San Pío de Pietrelcina, a San Rafael Arnáiz y a un ejército innumerable de santos de la Iglesia Católica, también nos santifica a nosotros. Yo afirmo que los católicos tenemos la sagrada obligación de mantener viva esta piedra preciosa, esta construcción monumental, esta liturgia eterna que nos abre, nos levanta levemente esa cortina, ese velo por el que nos asomamos  a contemplar un rayo, un fogonazo, de la mismísima divinidad.

Por todo ello no me resisto a terminar con un párrafo del celebérrimo “documento Agatha Christie”. Este escrito, que quedó con el nombre de su primera firmante, iba suscrito por alrededor de cien renombrados intelectuales europeos que eran músicos, escritores, distintos premios Nobel, científicos, actores,….y fue dirigido a la Santa Sede en vísperas de que la Santa Misa Tridentina  iniciase su particular travesía guadianesca en la segunda mitad del pasado siglo. Todos los firmantes estaban horrorizados por la desaparición de un rito que consideraban perfecto y sobre el que se había construido la Historia de Occidente. O lo que es lo mismo, un “edificio” Patrimonio de la Humanidad. Dice así: El rito en cuestión, en su magnífico texto latino, ha inspirado una pléyade de logros artísticos invalorables, no sólo obras místicas sino la de poetas, filósofos, músicos, arquitectos, pintores y escultores de todos los países y épocas. De este modo pues, el Rito pertenece a la cultura universal, tanto como a los hombres de Iglesia y a los cristianos formales. En la civilización materialista y tecnocrática de hoy con su creciente amenaza para la mente y el espíritu en su expresión creativa original -la palabra- parece especialmente inhumano privar al hombre de formas verbales que han alcanzado su más excelsa manifestación”. 

Vemos, pues, que la Misa de siempre, la Misa eterna, deslumbra a todo aquel que no ha perdido un ápice de sensibilidad. Ellos también la sienten como propia. Los no creyentes piensan en la ceremonia que, por ejemplo, inspiró las misas de Bach, de Beethoven o de Mozart e intuyen que detrás de estas creaciones  tan sublimes, casi inhumanas en su perfección y belleza, hay algo más que la pura inspiración humana. Yo mismo pensaba así cuando atravesaba el desierto y oía estas incomparables creaciones del genio humano. No pueden ser sólo obra humana, son demasiados perfectas y la perfección no es humana, me decía a mí mismo frecuentemente, y acabé viendo el dedo de Dios, ¡claro que sí!

Para los creyentes es obvio que una obra divina es siempre perfecta. En la Misa Eterna el sentimiento de lo sublime, la sensación de tocar lo inalcanzable y la percepción de la presencia divina son tan evidentes que con ella se calma nuestra sed de absoluto, nuestro indeclinable sentido de la trascendencia y nuestra necesidad de sagrado silencio, sin el cual no hay oración y por tanto escucha de Dios. El núcleo primario de la Misa es el Canon y en él la Consagración. Y esta es de evidente institución divina. Sobre ese núcleo, sobre ese pilar inalterable y eterno se ha levantado un edificio que con el decurso de los siglos se ha hecho perfecto, santo e inmutable. Gloria a Dios porque nos hace dignos de servirlo en Su presencia, reproduciendo incruentamente la mañana del Gólgota de una manera, con un rito y una forma, que hoy por hoy se nos antoja imposible de mejorar. La Misa que viene de la Sagrada Tradición, la Misa que se celebra siempre igual, semper idem, nos transmite esa sensación de seguridad, de tranquilidad, de construcción indestructible, de tener algo a lo que asirnos en todo momento, de que por muchos que sean los embates del viento, los aguaceros y las tormentas de cualquier tiempo y lugar la vamos a tener ahí como la casa que se construyó sobre roca y no sobre arena.

¡Amén, Amén!

¡Laudetur Iesus Christus!

Rafael Ordóñez.

 

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Rafael Ordóñez

Médico ginecólogo católico. Casado desde hace 37 años. Columnista de Huelva Información desde 1997. Durante ocho años lo fue en La Opinión de Málaga.

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