En el principio fue el Silencio. Muchos nos hemos preguntado ¿qué había antes del famoso big-bang? Y evidente es la respuesta: todo era silencio. Dios es esencialmente silencio. Y es en ese silencio en el que Él se muestra. De esto hay miles de escenas y ejemplos en las Sagradas Escrituras y en las vidas de los santos. Y en nuestro propio devenir. Las veces que Dios habla en el Antiguo Testamento lo hace casi siempre en el monte, lejos de la cotidianeidad; o sea en el silencio. El mismo Jesucristo, conocedor del silencio como medio indispensable para hablar con el Padre, siempre se aleja a la hora de hablar con Él, siempre escoge el silencio de la noche o de las primeras horas del día, cuando aún es de noche, para buscar un lugar apartado y encontrarse con el Padre.
Cuando nos enseña la oración ejemplar, en la que nos dice cómo orar, aconseja que entremos en nuestra habitación y cerremos la puerta. Dice que nos aislemos, que busquemos el silencio para esta y para todas las oraciones. Cuando decide enseñarles a los elegidos Pedro, Santiago y Juan Su divinidad se los lleva a la cima de un monte. Los que han estado en el Tabor saben la gran distancia que hay desde su base a su cima si la haces andando. Ya arriba, cuando estás delante de todas las impresionantes vistas que desde allí se divisan, hay un hecho que destaca y es que el oído se impone a la vista y el silencio te golpea las sienes más allá de lo que estás viendo.
Los momentos de silencio en el Evangelio son infinitos y no cabrían en este ni en diez artículos más. Pero hay algunos que me impactan más que otros. ¿Cuál fue el contexto de la Anunciación? Es fácil descartar que la Santísima Virgen estuviera en aquel momento acompañada o que anduviera en una reunión con familiares o vecinos, o que estuviera en el mercado. No hay duda de que estaba en su casa de Nazaret, en un momento de oración, de recogimiento, de silencio. Con ruido exterior e interior no hay manera de escuchar a Dios ni a ningún mensajero celestial. Dice el admirado San Rafael Arnáiz, siguiendo a su maestro Juan de Yepes, que cuando sacas de ti todo lo que llevas dentro, lo que queda es Dios. Es tan evidente todo esto que siempre que tenemos ratos de soledad absoluta y de ausencia de ruido externo, la presencia de Dios la encontramos, la sentimos, más cerca.
He querido que la primera parte de este artículo haya sido larga porque el núcleo de estas líneas así lo requieren. Hablo del silencio en la liturgia y destacadamente del silencio en la Santa Misa. Dicen muchos de los jóvenes que se acercan a la Santa Misa Tradicional que quedan impactado por la sacralidad del rito. En los diez años que llevo organizando esta forma del rito romano han sido innumerables los testimonios. Cuando les preguntas a estos jóvenes en qué aprecian esa impactante sacralidad de la Santa Misa Gregoriana, prácticamente todos coinciden: en el silencio. Un silencio que aumenta la tensión y la atención espiritual. El sacerdote orando en secreto en diálogo íntimo con la Sacratísima Trinidad obliga al asistente a estar pendiente de los textos en el misal y de los movimientos del celebrante para unirse a ese diálogo con la Divina Majestad. Y la cumbre llega en el Canon. Ahí el sacerdote llega a la cumbre, a la cima de la montaña que ha ido escalando desde que dijo al pie del altar “Introibo ad altare Dei”. Allí se consuma el encuentro y en esos momentos el silencio es supremo, inefable. Lo que está ocurriendo allí no tiene explicación humana y ante lo que no se puede describir sólo queda el estupor, el silencio.
El debate sobre las dos formas del rito, la Misa Tradicional y la Misa Novus Ordo, me ha parecido siempre innecesario y estéril. Somos adultos y cada cual debe saber lo que prefiere. Y el que albergue alguna duda que pregunte. Pero me será permitido decir que lo que me produce más incomodidad en el Novus Ordo es la falta de silencio, una ausencia que yo describiría como absoluta. Desde que el sacerdote dice “en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” hasta que se retira hacía la sacristía apenas hay un solo momento de silencio. A lo largo y ancho de la celebración siempre hay alguien en el presbiterio rezando, leyendo, orando o cantando. Para colmo es frecuente que durante la comunión y la acción de gracias haya música, cantos mil o moniciones varias. Algunos se quedan en oración después de la Misa tratando de buscar desesperadamente el silencio ansiado y no encontrado y allí aparece el sacristán apagando las luces. Ni que decir de las infinitas tertulias que se organizan en el interior del templo que hace que los que buscan un rato de imprescindible silencio acaben por rendirse y marchar a casa. Asunto este del silencio absolutamente vital que debe ser cuidado y atendido con absoluta prioridad. O hay silencio o no hay Dios, sería la frase final lapidaria. Todos entienden que o hay silencio o Dios no se hace presente, no se siente. Dejo para el cierre una escena de todos conocida, la de Elías en el monte Horeb, siempre el monte, y atento a la presencia de Dios. ¡Qué bien se describe en 1 Re 19,9.11-13 cómo sentir la presencia de Dios! Dios no estaba, ni está, en el fuego ni en el huracán, estaba en la brisa, en el silencio. Bendito silencio. Querido silencio. Imprescindible silencio.
Rafael Ordóñez
Doy las gracias a este laico, por este articulo tan magnifico donde nos recuerda LO ESENCIAL DEL RESPETO AL SILENCIO. No entiendo cómo hemos podido llegar a la situación actual donde hay tanto miedo y alergia al silencio en nuestra Santa Iglesia, ¡¡cuando resulta que es el mejor aliado!!
Pienso que toda la reconstrucción de la Iglesia demolida empezaria por recuperar el respeto al silencio, su consideracion como es debido: sagrado silencio, indispensable silencio si quieres encontrarte con Dios y descansar en Su regazo.
Si en un hospital donde se curan los cuerpos se exige silencio, MUCHO MAS se ha de exigir alla donde se han de curar las almas, y han de descansar las mentes y espiritus de los ajetreos, ruidos y constante estres del mundo. Pero ciertamente, no es asi. No puedes entrar en un templo y disfrutar del silencio. Si hay personas, hay ruido. Muchas veces se espera al inicio de la misa como quien espera a una sesion de cine, a un partido de futbol o a una corrida de toros. Se habla, se charla a viva voz, cualquier cosa menos orar o al menos respetar el silencio. A este punto hemos llegado. Y cuando da comienzo la misa, lo que dice el articulista, es asi, UN NO PARAR, UN SIN DESCANSO, UN ATURDIMIENTO CONSTANTE DE PALABRAS QUE NO PERMITEN O NO FACILITAN EN NADA el recogimiento interior y el encuentro silencioso con el Divino Huesped del alma. Es una misa, la actual, que parecieran platillos que aturden de tanta falta de silencio como genera…
En una ocasion pude observar en una misa como el pobre sacerdote, durante las oraciones en voz alta, inacabadas y constantes, llegaba a un punto en que no le alcanzaba el aire, le faltaba fuelle, ¡casi se ahoga! (si se me permite una ligera exageracion).
Urge, urge del todo que el enfermo pueda disfrutar del silencio, encontrar alivio y descanso en el reparador silencio. Urge facilitar el encuentro con el Dios vivo que se manifiesta y nos habla en el silencio. Dios quiere que le escuchemos, pero parece que lo que se fomenta es todo lo contrario, el ruido que lo impide.