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¿Podemos perdonarnos a nosotros mismos?

Written by vinoyaceite

Hoy se habla mucho de atenuantes y misericordia, con perspectivas novedosas, muchas veces lejanas a la enseñanza del Magisterio, al punto de que se ha vuelto un tema muy conflictivo. El objetivo de esta reflexión no pretende legitimar de ninguna manera posturas relativistas, por el contrario, se busca que asumamos nuestra responsabilidad de vivir como seres libres hechos a imagen y semejanza divina, capaces de Dios, capaces de bien. Para eso es importante que el veneno del autoengaño laxista y el de la rigidez condenatoria sean desactivados con una reflexión serena y beata que nos libere de estas deformaciones contra culturales. Por exceso o por defecto, ninguna sirve al Bien. La verdad nos hace libres y somos servidores de la verdad, ya desde el origen esa fue la tarea adámica, ponerle nombre a las cosas.

Podría ser una obviedad, pero, en términos cristianos, ¿es válido perdonarse a sí mismo? Muchos expertos aseguran que es el paso más difícil en el proceso de perdón, tal vez porque el ofensor y la víctima es uno mismo. El mal no está afuera. El culpable no está afuera. El mal nació del propio corazón. No hay escondite en la conciencia para el culpable. El culpable, el juez, el verdugo y la víctima son uno solo.

Dice la Escritura, «contra Tí solo pequé» (Sal 50,6). El pecado ciertamente es una ofensa a Dios. Sin embargo, mucha gente dice que a Dios no le podemos ofender, que nos ofendemos a nosotros mismos. El catecismo es muy claro en este punto cuando dice en el 1440. «El pecado es ante todo, ofensa a Dios, ruptura de comunión con Él. Al mismo tiempo, atenta contra la comunión con la Iglesia. Por eso la conversión implica a la vez el perdón de Dios y la reconciliación de la Iglesia, que es lo que expresa y realiza la liturgia en el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación».

El testimonio de los santos es que su amor tan íntimo y delicado teme ofender al Esposo. Al punto que un pecado de una persona cercana aunque objetivamente en sí mismo sea pequeño, por la intimidad y confianza hiere más. La misma Sagrada Escritura lo hace ver en los profetas cuando Dios habla como un esposo ofendido por una esposa adúltera. La idolatría es una traición al amor del único que te da todos tus bienes y te cuida como a un hijo, que te recogió cuando gemías en tu sangre. Así pues todo pecado, aunque sea personal y te dañe a ti mismo, tiene una dimensión relacional.

En esta línea, cabe preguntarse si me puedo perdonar a mí mismo o debo ser perdonado por otro. Ciertamente debemos ser perdonados por Dios, el único capaz de perdonar -en su sentido profundo- los pecados, pero puedo perdonar a otro en el nombre de Dios, e incluso puedo y debo perdonarme en el nombre de Dios, ya que sí hemos obtenido Su perdón en la confesión sacramental, debemos confiar y ser capaces de recibir ese perdón. Sin el perdón divino, no parece muy realista auto exonerarse. De ahí el tormento que sienten tantas personas en terapias que tratan diferentes técnicas de sobrellevar sus vidas a pesar de su pasado. La mayoría de las veces estas personas, más que terapia, lo que requieren es el consuelo del perdón divino, el abrazo del Padre y la gracia de poderse levantar regeneradas por un amor que se nos ofreció gratuito por adelantado, pero que solo lo podemos cobrar de rodillas.

Analizando el porqué de esta dificultad surgen varias consideraciones de cara a mí mismo, de cara a los demás y de cara a Dios.

1. Una situación muy común, es que hay pecados que consideramos más vergonzosos que otros. Por ejemplo, lo sexual nos avergüenza más que la soberbia o la ira. La envidia es más odiosa que la pereza. La ira es más humillante que la codicia. Tal vez porque nuestra mentalidad burguesa y de apariencias evita bochornos, pero no pecados. Si pecamos de una manera «refinada» y sutil, casi se vuelve virtud. Lo que es de «mal gusto» es dar la «mala nota». Ser aparatosos. En el fondo, la dificultad para perdonarnos no es resultado de una conciencia moral delicada, sino vanidosa y selectiva.

2. Otra posibilidad que puede hacer muy difícil perdonarnos, desafortunadamente muy frecuente, es que muchas veces crecemos en ambientes de juicios muy duros, hostiles. No tenemos dato de ser perdonados y restaurados. Entre los jóvenes esto es mortal verdaderamente, porque el pecado les pone en una situación de muerte social, de exilio y excomunión de sus pares, peor aún si es por parte de sus padres. Muchas veces les lleva al suicidio, porque el «pecado» es imperdonable, irreparable, imposible de restaurar porque queda grabado por siempre en redes sociales públicas. Curiosamente esos ambientes juzgones se rasgan las vestiduras por una falta, pero son tremendamente indulgentes con su «superioridad moral» farisaica; son las antiguas piedras a la adúltera. Sabemos que esa mujer se levantó perdonada por Cristo, pero no sabemos si su esposo fue tan comprensivo, o si la gente se relacionaría con ella como una pecadora más igual a ellos y le permitieron reintegrarse socialmente en esa comunidad.

3. De cara a Dios la mayor dificultad de sabernos perdonados es cuando no hay una acción objetiva en la que se dice: «me acuso de…» Y el sacerdote: » Yo por la autoridad de Cristo y de la Iglesia te absuelvo…». Las personas que «llevan una relación con Dios directamente y no necesitan de la Iglesia», están atrapadas en la subjetividad de la duda. Cuando son pecadillos pueden «librarla», aunque seguramente tienen una conciencia muy relajada para jerarquizarlos, pero cuando son pecados gordos y aparatosos, nunca tienen certeza de estar perdonados con ese método de «justificación». Lo pueden hablar en todos los bares, con todos los desconocidos, pero la conciencia les reclama y esclaviza la culpa. Tal vez escoja hacer peores cosas como auto castigo o como forma de obstinarse y justificarse en el error. Comenzará a deformar la idea de Dios para poder «vivir en paz». Baste mencionar como ejemplo que hay 40.000 denominaciones cristianas reconocidas, que hacen su ajuste teológico para evitar la humildad de reconocer sus desobediencias.

Para podernos perdonar a nosotros en el nombre de Dios, debemos ser capaces de reconocer el verdadero rostro de Dios en Cristo. Sólo una visión real y humilde ante la Revelación plena dada por Él nos puede poner delante de Sus ministros y Sus enseñanzas. Sólo me puedo perdonar porque me sé amada hasta el extremo por Aquel, que me dice: Yo tampoco te condeno, vete y no peques más. Si no le confieso a Él como Salvador, si no reconozco su enseñanza y me comprometo a seguirla, si no me dejo guiar por quiénes tienen el poder de atar y desatar las deudas, mi deseo de perdonarme a mí misma, no puede ser más que una tregua provisional y la guerra civil retomará su fuerza implotadora en poco tiempo. Por el contrario, reconocer el perdón de Dios para mí, es la mejor forma de amarme a mí misma y ser humilde y benévola. Él sabe el barro del que hemos sido formados.

Cuando hemos mordido la mano de quien nos daba de comer, cuando somos capaces de llamar al bien, mal y al mal, bien. Cuando somos capaces de ensañarnos con el inocente justamente porque lo es, con el vulnerable porque tenemos poderosa ventaja, con aquel que dependía de nosotros y traicionamos su confianza o que nos creemos mejores que los demás y los humillamos con nuestra forma de «arreglar las cosas», y pasado el tiempo nos hemos ido encerrando en una caverna oscura de la que ya no sabemos salir, la luz nos hace daño y nos resistimos a dejarnos iluminar y calentar. Arremetemos contra todo el que se acerque, y si por accidente logramos ver nuestro rostro deformado en el que no quedan más trazos de quienes fuimos o debimos haber sido, la amargura nos lleva a ese lugar encerrado, de soledad y tristeza donde sólo nos queda ser devorados por esa bestia cruel, que ha logrado seducirnos con engaños en su trampa y ahora aislados nos puede devorar lentamente.

En esas condiciones, sólo una gracia extraordinaria, tal vez arrancada del Cielo por un alma orante y sacrificada nos puede sacar de ese lugar de falsa seguridad y arrogante beneplácito. La persona ya obstinada y endurecida ha perdido los resortes naturales, ordinarios, sofocando la voz de su conciencia, endureciendo el corazón respecto del dolor de los pecados, huyendo de la verdad e incluso sintiendo repulsión hacia el bien y cualquiera que lo represente. Algo le dice que es tanto lo que ha trastornado, que es mejor no mirar para atrás y fingir una gran determinación y seguridad para «avanzar» sin mirar atrás. Son ciegos y sordos, entregados a sus obstinados corazones. Sin embargo, Jesús se entregó por nosotros cuando aún éramos pecadores (Rm 5,8), por eso no debemos rendirnos con nadie mientras es el tiempo de la Misericordia.

Pía

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