Queridos hermanos:
En este Domingo VII del Tiempo Ordinario, tanto en la primera lectura como el Evangelio, el Señor nos llama a la Santidad.
La santidad es la vocación más sublime que hemos recibido todos los creyentes en Cristo. La primera vocación es a la vida, porque no hemos sido nosotros, sino el Señor, el que nos ha llamado a la existencia.
En este vida que hemos recibido del Señor, nos invita a la santidad, y más que invitarnos es un imperativo. Nuestra vida no tiene sentido sino buscamos la santidad todos los días. Es verdad que el Señor conoce nuestra fragilidad y por eso nos asiste con su Gracia. Sin Él, nada podemos hacer.
No podemos odiar a nuestro prójimo porque ha sido también creado como nosotros, a imagen y semejanza de Dios. Y amarlo es tener la capacidad de hacerle ver cuando está en pecado, eso es verdadero amor, verdadera caridad. Cuando guardamos silencio, nos hacemos responsables del pecado de nuestro hermano.
El domingo pasado, el Señor nos decía en su Palabra, que no vino a abolir la ley y los profetas, sino a darles verdadero cumplimiento. Seguimos hoy con el Sermón de la Montaña y vemos como el Señor Jesús, es más exigente de lo que nosotros creemos. Si en el Antiguo Testamento se tenían que cumplir los Mandamientos, en el Nuevo, el Señor es mucho más radical.
Antes existía la ley del talión que servía para regular con justicia la venganza. Se hacia al otro lo mismo que él había hecho. En Jesús es el amor lo que debe primar.
No es fácil ser cristiano cuando el Señor nos pide colocar la otra mejilla. No podemos responder con violencia a un mundo violento, de lo contrario no existiría ninguna diferencia entre nosotros y el mundo.
¿Con esto el Señor nos está pidiendo que seamos masoquistas? Creo que no. No podemos olvidar que en el proceso de la Pasión, uno de los guardias le da una bofetada y Jesús le dice: «Si he hablado mal, di lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18,23). Y también ante tantas injusticias y ante tanto pecado, estamos llamados a no callarnos porque de lo contrario tendremos que dar cuenta a Dios.
El pueblo de Israel consideraba y todavía creo que hoy, que el prójimo es el que pertenece al propio grupo, el que comparte la misma fe. El Señor Jesús va más allá y nos enseña que nuestro prójimo es todo ser humano aunque no piense como nosotros. Por eso la parábola del Buen Samaritano.
Tenemos que amar a todos pero sin olvidar que Dios ocupa el primer lugar en nuestra vida y que por eso no podemos confundir el amor al prójimo con la permisividad en una vida de pecado. A los que no lo han conocido aún y que están en las tinieblas del error, los debemos evangelizar aunque nos digan que no.
Lo más triste en nuestro tiempo es que los enemigos de Dios y nuestros están en medio de nosotros; bueno al menos en apariencia. «Y eso que hubo intrusos: falsos hermanos que se infiltraron solapadamente para espiar…» (Gal 2,4). Por ser fieles a la sana doctrina somos perseguidos por nuestros mismos hermanos que nos llaman fariseos y fundamentalistas.
Tenemos que obedecer al Señor y orar por ellos. Creo que es una de las formas de vivir la santidad en lo concreto de la vida.
Feliz semana
Padre Elías