Hermanos en la fe,
feliz día de la Ascensión de Jesús a los Cielos, solemnidad de la Iglesia.
Querría hacer unas breves reflexiones sobre este dogma, recogido en el Credo de los apóstoles (el credo corto, el más antiguo). Se trata de la Ascensión de Cristo al Cielo en cuerpo y alma. Un dogma que nos asombra, una vez más, por lo que muestra de exceso de Amor de Dios hacia los hombres.
Cristo, después de su Resurrección, se apareció varias veces a sus apóstoles y a otras muchas personas, con su cuerpo resucitado y glorioso. Ese cuerpo tenía características bien conocidas por la teología, que se explican en los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles:
– 1. Impasibilidad: es decir, la propiedad de no poder sufrir, ni padecer enfermedad o muerte. Definiéndola con mayor precisión, es «la imposibilidad de sufrir y morir».
– 2. Sutilidad, sutileza o penetrabilidad: es la propiedad por la cual el cuerpo adquiere una facultad semejante a la de los espíritus en cuanto puede penetrar los cuerpos sólidos sin lesionarse ni lesionar, es decir, poder atravesar otros cuerpos y materia.
– 3. Agilidad: es la capacidad del cuerpo para obedecer al espíritu en todos sus movimientos con suma facilidad y rapidez, pudiendo, por ejemplo, trasladarse a la distancia deseada en forma instantánea.
– 4. Claridad: es el estar libre de todo lo inicuo y rebosar exterior e interiormente hermosura y esplendor.
Así serán los cuerpos de los hombres que resuciten en la Parusía del Señor, porque Cristo es, en todo, modelo y primicia para los hombres. Porque por donde pasó la Cabeza que es Cristo ha de pasar su Cuerpo, que es la Iglesia:
“Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual. Pues si hay un cuerpo natural, hay también un cuerpo espiritual” (1 Cor. 15, 42-44).
La segunda persona de la Santísima Trinidad, el Hijo, siendo espíritu divino, bajó del Cielo y se encarnó de María la Virgen, recibiendo un cuerpo y naturaleza humanos, naturaleza que se unía de manera perfecta a la
naturaleza divina, formando una única persona divina. Perfecto Dios, perfecto Hombre.
Dios Padre le preparó un cuerpo a su Hijo para que pudiera sufrir en sus carnes una dolorosísima Pasión, para que pudiera pagar con sus heridas y su sufrimiento la deuda acumulada desde Adán: “Por eso, al entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo” (Hebreos 10, 5).
Al morir, la deuda queda cancelada y, tras su resurrección, Dios-Hijo sube de nuevo al Cielo, ya sin la carga del pecado, pero llevando algo consigo maravilloso: la naturaleza humana, su cuerpo y alma humanos. Porque también la carne está llamada a ser glorificada y habitar en el Cielo, como tantas veces nos recuerda San Ireneo.
Cristo bien podría haber “usado” temporalmente el cuerpo que le dieron Dios y su Madre María Santísima para sufrir la Pasión, abandonándolo en el sepulcro y subiendo al Cielo tal y como vino, con su espíritu divino. Pero no es ésa la lógica del Amor. Puesto que el Hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, con altísima dignidad, Cristo se lleva consigo lo que tanto ama, este cuerpo nuestro frágil y hecho de barro, glorificado por la Resurrección.
No quiso dejar atrás las llagas y heridas de su Pasión, que son también las nuestras, las que nos causa el pecado, el mundo y la concupiscencia. Y lo hizo así para recordarle al Padre su Amor infinito hacia los hombres. El Hombre, por así decirlo, entra en el Cielo, unido a la naturaleza divina de Cristo. En la idea de bajar desde el Cielo y subir portando consigo la naturaleza humana hay una preciosa idea de rescate del Hombre. Podríamos decir, parafraseando las bellísimas palabras del Padre al hijo pródigo: “Porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y lo hemos encontrado”.
“¡Ecce Homo!», dice Pilato: he ahí al Hombre, llagado y herido de muerte por el pecado, resumido todo él en Cristo, torturado hasta la muerte. Pero no podía acabar ahí, porque ese Hombre machacado por el pecado es luego sanado en la Resurrección y asciende también al Cielo, precioso, perfecto y bello, unido a Cristo.
En resumidas cuentas, podemos decir que Cristo asciende al Cielo en cuerpo y alma, fundamentalmente, por tres razones:
– Primero, para tomar posesión del Reino: Dios Padre le pone por encima de todo nombre, de toda potestad y trono o dominación.
– Segundo: porque sólo desde el Cielo, en unión con su Padre, pudo enviar su Espíritu Santo a los apóstoles y discípulos, y comenzar la labor de evangelización de todo el orbe.
– Tercero, para ser intercesor y mediador entre Dios y los hombres. Porque para Dios Padre son irresistibles las peticiones de su Hijo cuando le muestra las heridas, agujeros y llagas de su Pasión, ya que le recuerdan el Amor que siente por nosotros.
“El castigo de nuestra paz cayó sobre él, y por sus llagas fuimos nosotros curados” (Is. 53, 5).
Fijémonos que Cristo asciende al Cielo a los 40 días, número no casual, que recuerda a los 40 años que Israel vagó por el desierto hasta entrar en la Tierra prometida.
Y es que la ascensión de Cristo es el modelo de lo que será el hombre resucitado, cuando nuestro cuerpo, ya glorioso, se una a nuestra alma en el Cielo. La Ascensión y la carne gloriosa de Cristo nos recuerdan el feliz destino de aquellos bienaventurados que, tras su muerte, sean hallados justos y dignos de salvarse.
Cristo sube solo, por su propio poder (asciende), mientras que María Santísima, pocos años más tarde, le sigue al Cielo, pero ascendida por medio de los ángeles (asunción), ya que Ella es creatura. En esto vemos también cómo María Santísima sigue siempre a su Hijo en todo, también en llevarse su cuerpo al Cielo. Porque sólo hay dos personas en el Cielo con cuerpo: Jesús y María. Dios restituye en ellos la imagen de Adán y Eva, caídos tras el pecado original. Jesús y María son los nuevos Adán y Eva, recreados para salvar al mundo del pecado original y de la muerte.
Cuando Cristo asciende, una nube oculta la vista del Señor a los apóstoles. No es que desaparezca, sino que es un “hasta luego”, un ocultarse a la vista, en algo parecido a como queda su presencia real y sustancial en la hostia consagrada, velada por los accidentes del pan.
Antes de subir, Cristo les dice a los apóstoles que sean sus testigos en el mundo. Ese encargo sólo será posible cuando el Padre cumpla su promesa de enviarles el Paráclito, que procede del Padre y del Hijo, diez días más tarde, en Pentecostés.
Y, finalmente, otra idea: tal y como subió al Cielo Cristo así bajará en su Parusía, dicen los dos ángeles a los apóstoles, al final de los últimos tiempos. Bajará entre nubes, en gloria y majestad, al son de trompetas, como ascendió. Y no falta mucho. Y los mismos pocos que le despidieron serán los pocos que le reciban. ¿Acaso habrá fe sobre la Tierra cuando venga el Hijo del Hombre? (Lc. 18, 8). Sí, en el resto fiel que le espera, los que no hayan apostatado, consagrados al Inmaculado Corazón de María.
Hermanos, espero que estas breves líneas os hayan ayudado a comprender la profundidad maravillosa de este dogma de la Iglesia.
Maravillosa y clara explicación. Muy acertada para entender , de una manera tan sencilla, la Ascensión de nuestro Señor. Gracias. Eternamente agradecida.