No nos debemos quedar en denunciar los errores y las gangrenas que atacan al Cuerpo de Cristo, que lo hacen desangrarse y perder la vida a borbotones. Junto con la denuncia de la enfermedad, que es necesaria, hay que proponer el remedio también. Y el remedio lo tenemos en la Cruz: Cristo, nuestro Salvador, se nos ofrece como Pan vivo bajado del Cielo, para comunicarnos la Vida que necesitamos. Está presente en cada santa Misa ofreciéndose por la salvación del mundo. Como san Pedro deberíamos decir: ¿Adónde iremos, Señor, qué más buscaremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna, sólo Tú eres nuestra vida.
Porque, ¿acaso hay otra fuente mejor a la que debamos acudir? Cuando hacemos eso -y lo hacemos- merecemos la reprensión de Dios a través del profeta: «mi pueblo ha trocado su Gloria por el Inútil. Pasmaos, cielos, de ello, erizaos y cobrad gran espanto -oráculo de Yahveh-. Doble mal ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen» (Jr 2,11-13). La centralidad de Cristo, nuestro Señor y Salvador, supone necesariamente la centralidad de la Eucaristía en nuestra vida, de aquellos que decimos que Jesucristo es nuestro Señor (¿de verdad?) y nuestro Salvador (¿le dejamos?).
Enseñaba Juan Pablo II: «La Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado» (Ecclesia de Eucharistia, 12). Y también: «La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia» (EdE, 1). Luego, comencemos por poner otra vez a la Eucaristía «en la fuente y cima» (Lumen Gentium, 22) de la vida de la Iglesia. Desandemos los caminos ‘sinodales’ que nos separan de Cristo (cf. Lc 2,44-46) y vayamos a beber de las fuentes de nuestra salvación, fuentes límpidas y vivificadoras que pueden sanar nuestra enfermedad y saciar nuestra sed.
Así que, desde aquí, delineamos algunas orientaciones que quizá están en la cabeza de algunos señores Obispos pero que hasta ahora la mayoría no se atreven a aplicar. Ánimo. Se puede y se debe hacer. No es tan difícil. Se están haciendo otras cosas impensables, ¿por qué no va a ser posible hacer lo correcto? Se puede hacer,… si se quiere.
Estamos tratando con el último de los sacramentos de la iniciación cristiana, precisamente porque es la cima de la vida de la Iglesia. Hace unas décadas se cambió el orden secular en la administración de los sacramentos, que era Bautismo – Confirmación – Eucaristía. El resultado está a la vista. Más de la mitad de los niños que han hecho la primera comunión ya no se confirman. Por lo mismo, «para que no se escapen», en muchas diócesis se les da continuidad en la catequesis tras la primera comunión, hacia la Confirmación: están haciendo la primera comunión con unos 9 años y se confirman con unos 11 años. Para eso, volvamos al modelo original: mantengamos esos años de catequesis continua, pero administrando primero la Confirmación y al final la Eucaristía (como ya se ha vuelto a hacer en algunas diócesis). Así nos lo dice el mismo Catecismo actual: «La Sagrada Eucaristía culmina la iniciación cristiana. Los que han sido elevados a la dignidad del sacerdocio real por el Bautismo y configurados más profundamente con Cristo por la Confirmación, participan por medio de la Eucaristía con toda la comunidad en el sacrificio mismo del Señor» (CCE, 1322).
Pero hacer esto significa revisar profundamente también la catequesis que se está dando como preparación para la Eucaristía (y para la Confirmación). Los niños y adolescentes, o adultos en su caso, no son tontos. No se les debe tratar como incapaces de acercarse a los misterios de la fe y de dar una respuesta de adhesión a la verdad -con ayuda de la gracia- y de conversión que permita que el Espíritu Santo vaya iluminando y transformando su vida. El anuncio de Cristo, de su obra redentora, y de los novísimos (muerte, juicio, gloria, condenación), debe ser explícito, para permitir que la fe pueda dar fruto en las vidas de quienes ayudamos a que conozcan al Señor y tengan una relación personal y viva con Él. Por tanto, la catequesis no debe ser considerada como una actividad extra-escolar semejante a las de ocio y tiempo libre, de «dinámicas» y juegos, en que se «pasa el tiempo» hasta el sacramento. Cada encuentro debe ser aprovechado como una oportunidad preciosa de dar a conocer al Señor y las verdades que conducirán a esos niños por el camino de la salvación. Si para ello no hay materiales confiables, con suficiente profundidad doctrinal, habría que echar mano de catecismos de hace bastantes décadas.
Igualmente, significa evangelizar a los padres, puesto que si no hay fe en la familia, será difícil que esos niños perseveren, sobre todo porque reciben un mensaje contradictorio en su casa: la fe no es importante, no pasa nada por no vivir los mandamientos de Dios y de la santa Madre Iglesia. Luego, como ya se hace en algunos lugares, es necesario incluir a los padres en la catequesis. Esto se puede hacer de muchas formas: encuentros de evangelización, retiros, formación continua compartida para hacerles partícipes de la formación que reciben sus hijos y que puedan compartir esos contenidos en casa, etc. Lógicamente, aquellos padres que ya tienen un grupo de formación cristiana podrían estar invitados nada más a este proceso, pero aquellos que están alejados tendrían que involucrarse necesariamente, por lo menos participando de algún retiro donde sean intensamente evangelizados, dando pie a que puedan integrarse en un grupo de formación posteriormente, si quieren que sus hijos reciban este servicio de catequesis.
Pero claro, para empezar, habría que analizar qué catequesis se da y qué catequistas tenemos. Lo primero, entonces, debe ser evangelizar a los catequistas y candidatos a ser nuevos catequistas, que pasen ellos mismos por un proceso de evangelización y formación vigoroso en el Espíritu. A partir de ese proceso, podrá discernirse quién es apto para «dar» catequesis de la iniciación cristiana, y quién no es apto porque lo que quiere dar es otra cosa, y aunque haya dado catequesis 30 años, habrá que decirle que descanse, para, por lo menos, que no haga más daño. No pasa nada si hay que formar grupos de catequesis numerosos porque haya pocos catequistas aptos. Lo que debe prevalecer es que la formación que se dé sea sana. Si se necesitan ayudantes para que los niños no se distraigan, entonces llamemos a éstos lo que son, «ayudantes», pero no catequistas.
Junto con todo ello, se hace necesario promover la adoración eucarística en todos los templos, y fortalecer y promover más capillas de adoración perpetua. Si la Eucaristía es el «centro y cumbre de la vida de la Iglesia» (Ecclesia de Eucharistia, 31), y si del Cenáculo eucarístico y de Pentecostés nace la Iglesia (cf. EdE, 5), hay que darle el lugar que le corresponde, el central y el superior. Practicar y extender la adoración al Señor en la Sagrada Eucaristía es una misión prioritaria, por tanto. Así, podremos al menos no estorbar para que la vida que fluye de Cristo toque y transforme muchas vidas, y éstas sean renovadas por el amor de Dios; podremos extender la necesidad de realizar reparación por los pecados del mundo y expiación por los pecados propios, eclesiales, nacionales y del mundo. Y podremos ser adoradores en espíritu y verdad, como es el deseo de Dios Padre (cf. Jn 4,23-24).
Juan Pablo II dijo con vehemencia: «La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración» (Dominicae Cenae, 3). Y también: «¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento?» (EdE, 25).
Y lógicamente, hay que volver a presentar la necesidad del sacramento de la Penitencia, tan unido al sacramento de la Eucaristía y preparación necesaria para poder comulgar en tantos casos. Dice el Catecismo: «El que quiere recibir a Cristo en la Comunión eucarística debe hallarse en estado de gracia. Si uno tiene conciencia de haber pecado mortalmente no debe acercarse a la Eucaristía sin haber recibido previamente la absolución en el sacramento de la Penitencia» (CCE 1415). Pero en la práctica es un sacramento olvidado en muchos lugares, especialmente muchos pueblos, donde los sacerdotes celebran de pueblo en pueblo cada hora o cada 45 minutos, sin espacio para nada, mucho menos para confesar a quien lo necesita. Los sacerdotes deben estar en el confesionario horas y predicar en las homilías sobre la necesidad de la Confesión.
Y evidentemente, se hace necesario poner reclinatorios y comulgatorios. Y colocar la bandeja debajo de la barbilla para comulgar. Y por supuesto, prohibir la comunión en la mano. Cualquier Obispo puede prohibir la comunión en la mano en su Diócesis, es más, debe hacerlo. La mayoría de las personas que comulgan en la mano no reparan en si se pierden partículas o no, pero además muchos ya han perdido la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Para corregir estos sacrilegios no hace falta «educar para comulgar correctamente en la mano», sino educar para comulgar correctamente. No hay que poner más parches a los malos remiendos, hay que hacer un traje en condiciones de una vez, y hay que obedecer al Señor, no robarle su Iglesia para hacer lo que a cada uno le da la gana. Y sabemos que Cristo quiere que sus sacerdotes le entreguen a los fieles en la boca, así nos lo dice el Concilio de Trento y la Tradición apostólica (Sesión XIII., Cap.VIII), y así nos lo dicen infinidad de revelaciones privadas. A los fieles les dice: «Abre la boca, que te la llene» (Sal 81,10), y «al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es SEÑOR para gloria de Dios Padre» (Flp 2,10-11).
Por cierto, no estaría de más que dejen de esconder los sagrarios en capillas laterales, y vuelvan a colocar el santo Tabernáculo en el centro, y unido al altar del sacrificio y al Crucifijo. El templo está para el culto a Dios, no es una sala de reuniones. Si Dios estorba, a lo mejor es que estamos profanando su templo. No es una exageración: hay templos donde se han ofrecido comidas, bailes, obras de teatro, e incluso se han convertido en vacunódromos de sustancias experimentales elaboradas con el fruto del crimen abominable del aborto, sacrificio agradable a Satanás. Hoy en muchos templos el Sagrario está oculto, no se sabe si está el Señor o no, el altar es una mesa cualquiera que induce a pensar en un banquete pero de ningún modo en un sacrificio, y el crucifijo ha desaparecido (sustituido por «resurrefijos» u otros inventos) o no está a la vista del sacerdote y del pueblo, como es normativo para la celebración de la santa Misa.
Y claro, como no podía ser de otro modo, todo esto afecta al sacerdocio. Se hace necesario ser más exigentes en el discernimiento vocacional. No tenemos pocos sacerdotes, tenemos los que tenemos. Y tendremos los que Dios mande si hacemos las cosas como Él quiere. Pero tenemos demasiados sacerdotes que llegaron al sacerdocio sin ser primero discípulos de Cristo ni tener fe católica. ¿Cómo pueden ser pastores así? Ha habido, claramente, un laxismo temerario en muchos seminarios y Obispos a la hora de admitir a las órdenes sagradas a candidatos que se veía venir que iban a crear problemas. En algunos casos, incluso se hizo la vida imposible o se expulsó a candidatos que sí amaban al Señor y muy posiblemente eran llamados al sacerdocio. El mundo al revés, o más propiamente, la Iglesia al revés. Pero se puede revertir la situación,… si se quiere. Para revertir la situación, los Obispos también tienen que vigilar que la formación filosófica y teológica sea sana y no se difundan errores y herejías en los centros teológicos, como sigue sucediendo. El derecho canónico les exige a los señores Obispos que vigilen especialmente esto y no autoricen la docencia a quien no enseña doctrina católica (cf. CIC #253, 812, 804-806).
Pero la realidad actual es que muchos sacerdotes son herejes, incluso celebran inválidamente al no hacer lo que hace la Iglesia ni tener intención de celebrar el Santo Sacrificio, algo de lo que hacen gala en sus ‘predicaciones’ y comentarios de taberna. Y por otro lado, la edad media de los sacerdotes es muy elevada, quedando pocos sacerdotes para atender tantas parroquias y pueblos, aparte de capellanías. Esto ha llevado a que los sacerdotes rurales en algunas zonas hagan rutas los sábados por la tarde y domingos por 5, 6 y a veces más pueblos, celebrando Misas a la carrera cada 45 minutos o cada hora en lugares que a veces están a poco más de un tiro de piedra uno de otro.
Ante esta situación, lo que corresponde no es «rellenar huecos» como sea, sino velar por el bien del pueblo de Dios, no permitiendo que malos pastores sigan maltratando a los fieles. Una forma de comenzar esta renovación sería celebrar un Congreso Eucarístico diocesano sólido, con formación (el conocimiento es pilar de todo, porque hay que comenzar por cimentar en la verdad todo lo que se edifique) sobre la santa Misa y las condiciones para su validez, la transubstanciación y la presencia real de Cristo, el modo digno de comulgar y las condiciones para hacerlo y fruto de hacerlo con las debidas disposiciones, etc. Esta formación ayudaría a verificar qué sacerdotes no comparten la doctrina católica sobre la Eucaristía, para poder corregirlos, y si no se dejan corregir, tomar medidas disciplinares e incluso prohibir que celebren los sacramentos y proceder a su jubilación (con la edad media que tienen, no sería tan complicado). En medio de ese proceso, más de uno, antes de que «le pille el toro» buscaría trasladarse a otra diócesis, seguramente. Esto ha pasado, pero a la inversa: hay diócesis donde han hecho la vida imposible a los buenos sacerdotes, hasta el punto de que los pocos sacerdotes verdaderamente católicos que quedaban tuvieron que buscar otra diócesis.
Bien, ya tenemos una diócesis con menos sacerdotes todavía. Pero con adoración, buena catequesis, y seminario propio (digan lo que digan otros acerca de que hay que cerrar los seminarios pequeños y también los demasiado grandes). Que cada Obispo haga lo que debe hacer a este respecto: ejemplos hay, esto es lo que le corresponde al Obispo (y lo que debe hacer un Obispo con fe). Pero ahora que nos hemos quedado con menos sacerdotes «operativos», ¿cómo atendemos tantas parroquias como sigue habiendo?
Algunas diócesis ya están en el proceso de unir parroquias: comenzaron por la zona rural y han seguido uniendo parroquias próximas en las zonas urbanas e incluso suprimiendo algunas parroquias. Además, se ha promovido el diaconado permanente y la celebración de la Palabra por parte de diáconos, religiosas o laicos en lugares donde no llegan los sacerdotes a celebrar la Misa. Este proceso ha llegado a confundir a los fieles que ya no distinguen a veces entre la celebración de la Palabra y la Misa, a olvidar todavía más la Confesión, y a hacer que la Eucaristía sea cada vez menos importante y esté menos en el centro de la vida de muchos fieles. Un Obispo holandés, el Cardenal Willem Eijk, dándose cuenta de todo ello, ha decretado suprimir las celebraciones de la Palabra y «obligar» a los fieles a desplazarse buscando la Eucaristía y la Confesión. Alguien con fe y que ama al Señor, ciertamente tendrá sed para buscarlo, y entenderá estas medidas.
Creo que se puede hacer lo siguiente: que los sacerdotes se centren en confesar y celebrar dignamente la santa Misa, también los domingos, que es cuando más fieles acuden a los sacramentos; y eso requiere tiempo y no ir a la carrera, aunque se esté en la zona rural. Los lugares donde no pueda haber santa Misa, donde a veces hay muy pocos fieles, pueden ser atendidos de dos formas: por un lado, se puede preparar a fieles y religiosas, además de diáconos, para que guíen celebraciones de la Palabra que aviven la fe de los fieles; pero sin comunión (a no ser que quien presida la celebración sea un diácono): que además de avivar la fe, les motiven a buscar la Santa Misa (y la Confesión).
Pero, sobre todo, lo que hay que hacer es organizar autobuses en esos pueblos pequeños para que lleven a los fieles a donde están los sacerdotes con tiempo para recibirlos, escucharlos en confesión y celebrar dignamente la santa Misa. En las ciudades hay menos problema, porque los fieles tienen todavía muchas parroquias para escoger y medios suficientes para poder desplazarse.
Los sacerdotes sí que deben desplazarse, pero sobre todo a los hogares de los fieles, para confesar y llevar la comunión a los enfermos o impedidos, y esto se puede hacer durante la semana. Y también los sacerdotes deben llamar a la puerta de los hogares para evangelizar a los que no están bautizados o están alejados del Señor, junto con equipos de laicos evangelizadores preparados para este ministerio.
Claro que, en la atención pastoral que se hará necesaria, si se hace esta evangelización en serio, van a aparecer casos delicados, de personas que están sufriendo por heridas profundas, que requieren ser acompañadas en un proceso de sanación interior, a la vez que son evangelizadas. En muchos casos, necesitarán también perdonar a quienes les han herido, para poder abrirse al perdón de Dios y a la vida nueva que el Espíritu Santo quiere derramar en ellos. En muchos casos también necesitarán oración de liberación o exorcismos para ser libres de las influencias, obsesiones, opresiones e infestaciones demoniacas que abundan cada vez más por tanto pecado y puertas de tantas clases que se les abren a los demonios.
Y fruto de esta evangelización han de surgir necesariamente grupos de oración y formación cristiana, como ayuda para el crecimiento espiritual de los fieles, y de preparación para el servicio en el Reino. Estos fieles necesitarán ser atendidos por directores espirituales formados y experimentados, pero también seglares capacitados espiritualmente para actuar como acompañantes espirituales. Y los Obispos deberían procurar que los sacerdotes y esos seglares sean preparados para esta misión pastoral.
Todo ello y más significa colocar a la Eucaristía en el centro y culmen de la vida de la Iglesia. Y esto supondría la mejor forma de hacer crecer al Cuerpo de Cristo y de defenderlo de los ataques que sufre actualmente, y de los que pueden llegar de aquí a poco, tal como se están sucediendo los acontecimientos. ¿Acaso tantos ataques a la Eucaristía no han servido para debilitar al pueblo cristiano, que está espiritualmente escuálido por famélico? Pero si esta situación no se remedia, podrán surtir efectos nuevos ataques a la Eucaristía. Es necesario prepararse para este combate. ¿Qué ocurriría si desde Roma se pretendiese cambiar la Forma en la consagración? Sabemos que un cambio en las palabras esenciales de la consagración conllevaría convertir en nulas todas las no-Misas así celebradas y borrar literalmente la presencia sacramental de Cristo, lo que llevaría a tener ovejas no sólo famélicas, sino a merced todavía más de los lobos. Todo esto se puede impedir,… si se quiere.
Es más, hay que comenzar ya a sentar las bases para que cuando lleguen los ataques más fuertes, los sacerdotes y el pueblo fiel resistan, firmes en el Señor.
Señores Obispos, ¿se atreven a decirle al Señor de verdad lo que decía Juan Pablo II siguiendo a Tomás de Aquino? «Buen Pastor, Pan verdadero, oh Jesús, ¡piedad de nosotros!: nútrenos y defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos. Tú que todo lo sabes y puedes, que nos alimentas en la tierra, conduce a tus hermanos a la mesa del cielo a la alegría de tus santos» (Ecclesia de Eucharistia, 62).
No se me oculta la resistencia interna que podrán encontrar, y los manejos exteriores de otros Obispos, con apoyo en Roma, para ir contra ustedes. Pero todo se puede con el poder de Dios, con la verdad por delante, con transparencia y aplicación del derecho canónico. Lo que no cabe es claudicar. Al contrario: actuando en fidelidad al Señor, si son perseguidos, las obras de las tinieblas quedarán denunciadas (cf. Ef 5,12-14). Que los ataques los encuentren preparados, porque sepan identificar a los enemigos.
La pregunta que dirijo a los señores Obispos es: ¿Quieren impedir estos males? ¿Quieren colocar a la Eucaristía en el centro y culmen de la vida de la Iglesia? ¿O ustedes también se venden por unas monedas y el Señor también les tiene que decir como a uno de los Doce aquella noche de la institución de la Eucaristía: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto» (Jn 13,27)?
P.D.: Algo así estaba haciendo Mons. Rogelio Livieres (con un encargo específico de Benedicto XVI)… hasta que Bergoglio se lo cargó. Pero, ¿y si hubiese 50 Rogelios Livieres? ¿Quiénes están dispuestos a retomar su legado y ocupar su lugar?
Completísimo plan de acción el propuesto. Si para que el pan usado en los bocadillos hay que realizar bien todo el proceso, desde el campo hasta el hipermercado, pasando por los obradores y distribuidores , de manera que no falte tan básico alimento ni llegue mohoso o duro al consumidor ¿no habría que hacer lo propio con el pan de vida?
Adicionalmente habrá que enseñar a tomar digna y adecuadamente este alimento celestial, al igual que se hace con los niños, los cuales no deben merendar con las manos sucias, hablar con la boca llena, tomarse la merienda en un momento ni lugar inadecuado (durante una clase, ni dejar el bocadillo sobre el cuaderno de actividades escolares…)
En definitiva, que los obispados pongan de verdad en marcha un plan de acción…antes de que nos dejen sin merienda a todos o nos ofrezcan un pan carente de alimento o adulterado.
«Lo que vas a hacer, hazlo pronto». Judas traicionó a Jesucristo y fue llevado a la muerte. Bergoglio traicionará a la Iglesia con la abolición de la Eucaristía.
Daniel 9,27: a la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la ofrenda.
Daniel 12,11: Desde que sea abolido el sacrificio perpetuo cuenta 1290 dias, dichoso quien aguante 1335 dias.
Daniel nos está indicando que la Parusía se encuentra en uno de esos 45 dias que añade.
Non Nobis.