Cuenta el beato Alano de la Roche como Santo Domingo predicaba en los territorios de Albigesi, donde se libraron duras batallas contra los herejes albigenses. Santo Domingo instaba a los soldados bretones al rezo del Santo Rosario, para que encomendaran a la Madre de Dios todos sus peligros y trabajos.
Entre los soldados que escuchaban las prédicas del Santo español, había un soldado bretón que, más que rezar el Rosario con sus compañeros, gustaba portar la Corona, más como amuleto que como objeto de devoción, a fin de evitar cualquier mal en las batallas. Este soldado era un hombre de malas costumbres y poco aficionado a las cosas de Dios. No obstante este hecho, gracias a llevar siempre con él el Rosario, había salido ileso en muchas batallas.
Una vez penetró en un bosque donde se encontró con un grupo de ladrones que de repente lo asaltaron, y él, para defenderse, inmediatamente sacó la espada a la que había atado su Corona del Rosario. Nada más desenvainar la espada, preparándose para contraatacar a aquellos bandoleros, estos huyeron despavoridos y no intentaron el asalto de ninguna manera.
El soldado estaba muy asombrado de que hubieran escapado y al colocar su espada en la vaina, volvió su mirada a la Corona del Rosario que estaba ligada a ella, la desató y la anudó reverentemente en su brazo. A medida que el soldado continuaba su travesía por el bosque, los ladrones, que se habían escondido, salieron a la luz y trataron nuevamente de atacarlo. Pero él sacó su espada de nuevo e hirió a muchos de ellos, prácticamente a todos. Uno de estos ladrones que había quedado muy maltrecho, para poder sanar sus heridas, se encaminó hacia la misma ciudad a donde se dirigía ese soldado, y al encontrarlo le dijo con gran reverencia: «Disculpadme si digo grandes cosas sobre vos; ¿No sois por ventura a quien agredimos hoy y nos lastimasteis tanto? La primera vez que nos pusisteis en fuga, vimos vuestra espada en llamas y completamente asombrados, no tuvimos el valor de quedarnos ni de acercarnos; y así, impresionados por este extraordinario esplendor, huimos gritando de pavor. Y cuando de nuevo os hemos atacado, vimos que teníais en vuestro brazo un escudo sobre el cual se representaba el Crucifijo, la Santísima Virgen y muchos santos; por ese escudo que teníais no podíamos atacaros. Es el mismo escudo que portáis en el brazo ahora.»
El soldado estaba maravillado de aquellas cosas que había escuchado, pero no acababa de creer en las palabras del malhechor que le había atacado en el bosque. Por este motivo se puso en oración para saber si aquello era cierto. Sucedió que tuvo la visión de su brazo y el escudo que brillaba en él, justo donde había anudado su Rosario, tal y como había mencionado el bandido. Así pudo comprender cómo logró vencer sin luchar a aquellos hombres que le atacaron en el bosque, y todo gracias al arma del Santo Rosario.
En otra ocasión, mientras nuestro soldado estaba en una taberna, fue asaltado por una treintena de herejes armados, quienes, aparentemente, querían matarlo. Él, confiando nuevamente en María Santísima, puso su Rosario alrededor de su cuello y se acercó a ellos resueltamente, confiando en la Santísima Virgen María. Y cuando se acercó a ellos huyeron aterrorizados y muchos se quemaron. El soldado no salía de su asombro, y se preguntaba por qué no habían siquiera intentado luchar contra él, sin haber resultado golpeados y escapando con tanto pavor.
Mientras se hacía estas preguntas, tres de aquellos ladrones, los más robustos, vinieron a caer a sus pies con gran reverencia y pidieron al soldado que orase por ellos. Al mostrar su extrañeza el soldado, los hombres le hablaron del siguiente modo: «Te vimos revestido con una armadura en llamas y a Cristo con las Santas Llagas protegiéndote. De las heridas salían unos rayos que nos aterrorizaban. También vimos a la Santísima Virgen que nos puso en fuga y nos intimidó con una terrible cuerda. Por eso no nos atrevimos a resistir y ya no teníamos fuerzas. También vimos ángeles cuidándote. En este momento queremos convertirnos a la fe».
Una tercera vez, el soldado fue puesto al frente de un combate y nombrado capitán de casi mil combatientes. En cada una de las espadas de sus inferiores mandó poner un Rosario, así como en todas las banderas, poniendo toda su esperanza en la Virgen Santísima. El combate empezó con superioridad por parte de los enemigos herejes, quienes eran veinte mil. Pero cuando se recrudeció la batalla, aquellos veinte mil hombres fueron dispersados por el bando de los portadores del Rosario. Al verse perdidos, el capitán de los herejes se acercó a pedir clemencia y dijo a nuestro soldado: «Te vimos revestido con una armadura en llamas y al lado derecho a la Virgen María con una espada en llamas. También estaba Jesucristo con sus llagas abiertas de las cuales salían rayos ardientes que nos atravesaron. Junto a Ellos estaba una multitud de hombres con espadas ardientes que nos asustaron terriblemente». Por todo ello huyeron y cayeron por el suelo, totalmente asolados. Aquel día, el comandante de la tropa de herejes se convirtió a la fe.
Después esta victoria clamorosa, Santo Domingo invitó al soldado a la conversión, pidiéndole que se confesara después de ver las muchas maravillas que le habían sucedido, pero este dijo con un semblante triste que aún no había disfrutado de las cosas del mundo y que todavía tenía tiempo para arrepentirse, que quería luchar primero, y luego convertirse. Insistió Santo Domingo para que al menos se confesara a lo cual acabó accediento. Tan pronto como empezó la confesión, sus oídos escuchaban una voz que le sugirió todas las cosas que en el pasado había hecho mal y le recordaba todos sus pecados. Asombrado por este hecho, el hoombre se volvió a mirar quién estaba hablándole, pero no vio a nadie. Siguió confesando y explicó a Santo Domingo lo que le estaba pasando. Mientras, el santo oraba para saber por qué el penitente estaba escuchando lo que debía decir en confesión, y vio que era la Santísima Virgen María quien sugería los pecados que el soldado debía confesar. Terminada su acusación, Santo Domingo pidió a la Virgen que le indicara qué penitencia debía mandar al hombre y Ella le sugirió le impusiera una bien fuerte: Durante un año llevó el cilicio de hierro en sus caderas, a pesar de usar su armadura.
Con el tiempo, este hombre que al principio no llevaba una vida recta, gracias a la devoción del Rosario y a Santo Domingo, se convirtió en un fraile de la Orden de Predicadores y siguió inseparablemente al santo hasta la muerte, a diferencia de otros que lo abandonaron. Y cuando Santo Domingo le preguntó si él también quería irse, él respondió que quería seguirlo allá a donde fuera. Con el tiempo se convirtió también en un hombre de gran santidad de vida.
Montse Sanmartí.
De los escritos del Beato Alano de la Roche.