Hace tiempo que quería escribir un artículo que hablara sobre este tema e iluminarlo, ya que, comprendiendo e interiorizando qué es el pecado y la muerte, podremos ver la realidad tal como es y no tal como nos la quieren hacer creer, con criterio propio, bajo el amparo de la Sagradas Escrituras, los Santos Patriarcas de la Iglesia y el catecismo de la Iglesia Católica.
¿Qué es la conciencia?
De todas las definiciones que he leído, la que más se acomoda a este artículo es la que se recoge en la Editorial Rialp, volumen 1, “Ciencias del Espíritu y Lenguas”, de la Enciclopedia Nueva ACTA 2000, que dice:
“Desde el punto de vista psicológico. La conciencia es el conocimiento íntimo que el sujeto tiene de sí mismo y de sus actos”.
Es el juicio que forma el sujeto acerca de la moralidad de sus actos y esto supone un ejercicio de inteligencia, que tiene como modelo de cooperación la ley. Este juicio es la regla próxima e inmediata (subjetiva) de nuestras acciones, porque ninguna norma objetiva (ley) puede ser regla de acción, si no es a través de la aplicación que el sujeto hace de ella para actuar. Tal aplicación, para ser norma, debe anteceder y acompañar al acto. No solo seguirlo.
El CVII precisa: “En lo más profundo de su conciencia, el hombre descubre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente” (GS 16).
La conciencia es la regla, máxima, interna y práctica de moralidad, pudiéndose decir que se obra bien o mal, según se obre en conformidad o no con los dictados de la propia conciencia. Por eso dice San Pablo en su Carta a los Romanos (Rm 14, 23): “Todo lo que se hace contra el dictamen de la propia conciencia es pecado.”
El que actúa contra su conciencia no obra de buena fe.
Aquí entra el libre albedrío: Dios nos da la libertad de elegir entre el bien y el mal, sabiendo que estaremos constantemente a prueba a causa de toda clase de tentaciones, que van a atacar nuestra conciencia para deformar nuestra realidad y nuestra conciencia. Cuando eres niño y robas cualquier cosa uno se siente mal unos días; tu conciencia está intranquila porque has hecho algo malo… pero si continuas robando, la conciencia cambia, viendo que es algo normal, natural y que no es malo: ahí estás cambiado tu lista de valores, empezando a nadar en el pecado sin darte cuenta y, de hecho, no le prestas importancia a si lo que haces está bien o mal.
A otra altura pero siguiendo el mismo patrón están los asesinatos, e incluso en la guerra, en la que es lícito matar al enemigo (por ley se puede matar). Una persona cuando mata al primero sí le entra remordimiento pero cuando mata al segundo él mismo se crea una defensa en la conciencia, llamada desnaturalización, que consiste en creer que no son hombres los que mata, sino animales. Esto ocurre con los extremistas Islámicos, que se creen que somos pecadores e infieles y creen que tienen que matarnos, convenciéndose a sí mismos de que somos como gallinas. Viven en el pecado pero sin darse cuenta qué es pecado. El hombre se adapta a vivir con el pecado y cree que lo que hace está bien.
A veces ocurre que metidos en esa piscina de pecados, tenemos una experiencia que nos hace ver que esa piscina en la que nadamos está llena de pecados mortales y si no cambiamos o salimos de la piscina moriremos en pecado e iremos al infierno. Estas son experiencia que nos regala Dios porque quiere nuestra salvación. Podemos poner como ejemplos a muchos santos, como San Francisco de Asís, San Agustín de Hipona, San Dimas, San Mateo, Santa Pelagia, Santa María de Egipto…
A esto se le llama conversión y el Señor nos llama diariamente a ella, porque todos somos pecadores.
¿Podemos sacar algo bueno de las tentaciones y de los pecados?
Aunque parezca raro, sí se puede sacar cosas buenas, como la superación de uno mismo, el autocontrol, la dependencia de Dios, tener a Cristo presente en cada aliento que damos durante el día y la noche, a ser más fuertes contra el pecado, etc.
Ilustraré esto con una breve parábola: hubo una vez una luciérnaga que vio la Luna y se enamoró de ella, mientras todas las demás volaban alrededor de las farolas encendidas por la noche, ella se fijaba en la Luna y emprendía el vuelo todas las noches hacia la Luna. El primer día recorrió 1 kilómetro y, como amanecía, volvió a su casa; el segundo día voló 1,5 kilómetros y al amanecer volvió a su casa. Así pasaron muchas semanas y la luciérnaga se volvía más fuerte pero nunca llegaba. Un día llegó a donde ninguna luciérnaga llegó nunca, ella sólo veía que la Luna era cada vez más grande y era la más fuerte de las luciérnagas. Murió sin llegar a la Luna pero fue la más longeva y fuerte de todas las luciérnagas.
Así tenemos que ser nosotros contra el pecado, superarnos y mirar al cielo como meta, y cada vez rechazar el pecado más y más, por muy grande que sean las tentaciones. Es verdad que muchas veces es muy difícil, pero tenemos sacerdotes, grupos de fe, la Biblia, la Iglesia a nuestra disposición para superar toda clase de tentaciones. Y el ayuno, el rosario, la comunión, la confesión, la adoración al Santísimo. Todo esto son ayudas eficaces para acercarnos más a Cristo.
La manifestación de la conciencia
La conciencia se manifiesta antes y después de un acto.
La conciencia antecedente: enseña lo que hay que hacer u omitir, animando lo bueno o previniendo las malas acciones. Es guía, son las normas subjetivas de la bondad o de la maldad de la acción.
Véase:
Rm 13, 5
1 Cor. 8, 10
1 Cor. 10, 25
1 Pe. 2, 19
La conciencia consiguiente: es el juez, aprueba lo bien hecho y lo mal hecho lo desaprueba. Produce una inquietud y desasosiego en el alma cuando la conducta es inmoral.
Sb. 17,11
Rm. 2, 15
1Tm.19
Heb. 10, 22
1 Pe 3, 16
Conciencia y sentido de pecado
La formación de la conciencia tiene mucho que ver con el sentido del pecado, decía JPII: “Este sentido tiene su raíz en la conciencia moral y es como un termómetro. Está unido al sentido de Dios, ya que deriva de la relación consciente que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y Padre. Por consiguiente, así como no se puede eliminar completamente el sentido de Dios ni apagar la conciencia, tampoco se borra jamás completamente el sentido de pecado” (RP, 18). El oscurecimiento del sentido del pecado es un signo de la deformación de la conciencia. A su eclipse sigue inevitablemente la pérdida del sentido de pecado.
La primera dificultad que encuentra tanto la teología como la praxis catequística en su reflexión sobre el pecado es la de hacerlo realmente inteligible a los hombres y lograr que llegue a captar su sentido. Entre los cristianos se percibe un profundo malestar ante el concepto de pecado. Hablar de él les parece a algunos una provocación. Y, sin embargo, el mal no puede ignorarse y las diferentes ideologías hablan de algo que está emparentado con lo que llamamos pecado. La psicología elaboran conceptos para explicarlo: inadaptación, regresión, inmadurez; la cultura moderna habla del mal que sufre el hombre y del mal que hace. Pero la teología pastoral, la catequesis, sabe que su mensaje no es escuchado. Parecer ser que el hombre moderno, sensible al mal, no lo es tanto al problema del pecado. Sin embargo, el pecado es una realidad central en la Sagrada Escritura y en la tradición eclesial. Reviste una capital importancia en la historia de la salvación: “Cristo murió por nuestros pecados” (1 Cor. 15, 3). Por ello ocupa un papel relevante en la reflexión teológica y ha de ocuparlo en la catequesis. Redescubrir su significado constituye actualmente una tarea importante en la iglesia.
Durante estos años se ha reflexionado mucho sobre el pecado y se ha evolucionado bastante: antes el pecado era más bien de una concepción más bien jurídica, cosificada e individualista; hoy se tiende a una concepción más relacional y comunitaria. JPII se ha referido al misterio del pecado (RP, 13 – 18), resaltando su dimensión humana y religiosa, personal, comunitaria y social, y augurando que florezca de nuevo un sentido saludable del pecado: “Ayudará a ello una buena catequesis, iluminada por la teología bíblica de la alianza; una escucha atenta y una acogida fiel al magisterio de la iglesia, que no cesa de iluminar las conciencias, y una praxis cada vez más cuidada de sacramento de la penitencia” (RP, 18).
La conciencia de la muerte
Tener conciencia de la muerte no es más que saber que tarde o temprano moriremos y atravesaremos las puertas de la muerte al zaguán del juicio particular de Dios, para ir con Él al cielo, al infierno o al purgatorio. El mirará lo que hemos hecho por los demás (el amor al prójimo), contemplará el amor que le tenemos a Él y examinará nuestra conversión frente a las tentaciones que Él nos ha puesto en el camino para crecer en su Amor.
Cada uno tiene una visión particular de la muerte: para unos es el final; otros, durante su vida, evitan hablar de ella por el miedo a morir o por no saber enfrentarse a sí mismos; para otros la muerte es un paso, una etapa más de la vida, incluso como dice San Francisco de Asís una hermana, que nos hace, como decía Santa Teresita del Niño Jesús, nacer a la VIDA (No muero, nazco a la Vida). Y suspiraba Santa Teresa de Jesús en su Villancico más famoso:
“Vivo sin vivir en mí
Y tan alta vida espero
Que muero porque no muero”
Ya se encargó nuestro Señor Jesucristo de vencer a la Muerte en la cruz. La Cruz, que en tiempos de los romanos significaba la muerte, Jesús la convirtió en signo de Vida, redimiendo todos los pecados del mundo desde Adán.
Tener en mente siempre la conciencia de la muerte conlleva un ejercicio muy fuerte de humildad hacia nosotros, hacia los demás y con Dios. Tener presente la muerte nos lleva a la humildad de saber que no somos nada, que somos polvo y que dependemos totalmente de Dios, ya que por mucho que queramos ser más que Dios, tener más riquezas que nadie, ser mejor que lo demás, crecer a costa de pisar a los demás, etc. llegará un día en que la hermana muerte nos llamará y nuestro ángel de la guarda nos llevará ante la presencia de Dios y ahí no valdrá bajar la cabeza y arrepentirse porque el Señor te dirá todas la veces que te ha llamado y que tú no has querido estar con Él. Acordémonos de las parábolas de Jesús, cuando llamó a los invitados al banquete y nadie se presentó, o la parábola de Lázaro y el rico Epulón (Lc. 16. 19-31). O, si no, acordaos de las obras maestra del tenebrista Juan de Valdés Leal, “In Ictu Oculi” (En el parpadeo de un ojo) y “Finis Gloriae Mundi” (Fin de la Gloria Mundana), expuesta en la Iglesia de la Caridad de la ciudad de Sevilla en España.
El Señor nos recuerda que la vanidad no sirve para nada, solo para condenarte.
¿Pero cómo podría educar mi conciencia para tener una conciencia recta?
La conciencia puede y debe ser educada y, si se forma adecuadamente, pueden ser más rectos los juicios que realice en tema moral. Esta formación es lenta y progresiva. Formar la conciencia es adquirir el conjunto de criterios que permiten el ejercicio de la libertad moral conforme a la fe y aplicarla con prudencia a las circunstancias personales. Es hacer un estudio profundo de esas normas y hacer un buen uso habitual de la libertad, eligiendo los medios humanos y sobrenaturales correctos, para servir con rectitud a los demás y agradar afectivamente a dios.
Los medios para educar la conciencia son:
- El estado amoroso de la verdad y la ley, considerada no como carga sino como camino trazado ante nosotros para que alcancemos el fin.
- EL hábito de reflexionar antes de obrar, que corresponde en su mayor parte a la virtud cardinal de la prudencia, que reside también en el entendimiento.
- El ejercicio de las virtudes que dan un conocimiento experimental mucho más eficaz aún que el teórico sobre los principios morales.
- La petición y el uso de las gracias sobrenaturales, que iluminan la inteligencia y fortalecen la voluntad para obrar el bien y abstenerse del mal, tales como la vida de oración y la recepción de los sacramentos.
“Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanta mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad… Cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien, la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado” (GS 16)
Conclusión
La conciencia de pecado y de la muerte pueden ir bien de la mano para ayudarnos a no pecar y a prepararnos para nacer a la Vida, a no ser mundanos y a evitar la vanidad. Gracias a ella, podremos ser conscientes de la piscina de pecados en la que nadamos y salir de ella con la gracia de Dios, para convertirla en agua viva.
Todos los santos han tenido esa conciencia y todos han tenido en común el amor a Dios, el amor al prójimo, la humildad, la Eucaristía y los Sacramentos.
Dedico este artículo a la memoria de mi tía Juani, que tres meses antes de morir sabía que se presentaría a Dios y en un gesto de humildad absoluta puso su dolor y agonía al pie de la cruz como propiciación de los pecados del mundo; ella decía que creía en un Dios de vivos y no de muertos. Tia Juani, disfruta de la Luz eterna y, como tú decías, que se acabe pronto este adviento y llegue pronto la Parusía. Amén. D.E.P.
Pedro Bosman
Puede que la tia Juani, tuviera las ideas claras y pudo discernir lo que está bien y lo que está mal. Pero ahora con Bergoglio en la cúspide de la Iglesia, vomitando herejías constantemente y los ciegos espirituales aplaudiendo y alabando al USURPADOR, muy pocos tienen las ideas claras. Muy pocos saben discernir el bien del mal, la inmensa mayoría se encuentra en la falsa obediencia. Y a menos que Dios le ponga remedio con el gran aviso, todos ellos serán arrastrados por el falso evangelio del anticristo al infierno eterno.
Hechos 5,29: HAY QUE OBEDECER A DIOS ANTES QUE A LOS HOMBRES.
Esta frase significa que si la autoridad eclesiástica o civil ordenen contra la ley divina, NO HAY QUE OBEDECER.
En la homilía que he escuchado hoy, he observado que el sacerdote NO llega hasta el final del recorrido, se queda a mitad de camino, es decir predica la CONFUSIÓN. Dice el sacerdote que todo el que cree en Dios se salva. Y se queda ahí. Pero en las Sagradas Escrituras nos dice que los demonios también creen y tiemblan, porque están condenados.
Entonces en ¿que consiste creer en Dios, si los demonios creen en Él y están condenados?
La respuesta es bien simple: EN OBEDECER A DIOS, en cumplir sus Mandamientos.
¿Cuantos consagrados dicen esto en sus homilías?
Non Nobis.
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