Comenzada la década del ´70 del siglo pasado, dos activistas de la izquierda italiana, Elio Petri y Hugo Pirro, le dieron vida a una película entonces muy comentada, cuyo título contenía un trágico sarcasmo: La classe operaia va in Paradiso; esto es, “La clase obrera va al paraíso”.
El motivo de la metáfora lo da su protagonista central, Ludovico Massa, quien cuando entra en estado de demencia tras un sinfín de peripecias, imagina que hay un muro por derribar, y que tras él se encuentra el anhelado edén del proletariado, la merecida tierra feliz de los que han sido alienados aquende la terrible pared, por el trabajo esclavista del capitalismo. Mitad grotesco, mitad dramático –como el mejor cine italiano- el abajamiento sociológico (más específicamente, clasista) de los enunciados teológicos del cristianismo, quedaba en evidencia. Parodia de la salvación genuina, la concebida por el marxismo tiene su propio vergel adámico, reservada monopólicamente para los trabajadores.
Medio siglo después, de la mano de un escritor asociado al Modernismo: Joseph Malegüe, en su novela Pierres noires. Les classes moyennes du Salut, Jorge Mario Bergoglio acaba de proponer “la clase media de la santidad”. Lo hizo en su reciente Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate (n.7), labrando un nuevo paso en este reduccionismo sociologizante de la vida salvífica, un nuevo hito en la caricaturización de la teología sometida a la sociología. Con lo que se comprueba una vez más el aserto de Gómez Dávila:“la herejía que amenaza a la Iglesia en nuestro tiempo es el terrenismo”.
Adjudicarle la santidad a un segmento social, o proponer como paradigma de santidad a determinado estamento social, conduce fatalmente a varios errores. Enunciemos dos.
El primero es el clasismo. Creer que sólo “el pueblo” es toda la sociedad, sosteniendo en paralelo que ese “pueblo” mentado es únicamente el sector más numeroso, mayoritario y golpeado por los avatares políticos. Por lo tanto, el bien común no será el de la nación entera o el del cuerpo comunitario en su conjunto, sino el de una categoría predeterminada ideológicamente.
El abate Sieyes identificaba a la nación con el tercer estado; Marx con el proletariado; la llamada Teología del Pueblo, en la que abreva Bergoglio, con las periferias; pero en todos los casos el siniestro criterio resulta el mismo: es la conciencia de clase la principal protagonista de la historia. De clase víctima y sufriente, en pugna maniquea con el resto del cuerpo social. La Revolución explica la Revelación; la Sociología la Teología, las Postrimerías sobrenaturales Infierno y Gloria están condicionadas al clasismo intrahistórico.
Bergoglio propone casi de un modo crudo, y en explícito parafraseo de autores como Proudhon o Engels, la socialización de los medios de producción de “santos”, el colectivismo de la gracia santificante. Nadie se salva solo (n.6). Fuera de un pueblo no hay salvación. La santificación es un camino comunitario (n. 141). Eremitas, contemplativos,monjes de clausura y orantes silentes, están en problemas si no se adaptan al servicio social, algo que ya les fue dicho en la Constitución Apostólica Vultum Dei Quaerere, del 2016.
Por el contrario, corren con ventaja “los hombres de la puerta de al lado” (n.6), los integrantes del “público municipal y espeso”, que mentara Darío; los integrantes del qualunquismo ideado por el comunista Guglielmo Giannini, “la media aritmética” tomada como paradigma social por el funesto Durkheim. Si al fin de cuentas, según parece, Dios no quiso otra cosa que “entrar en una dinámica popular” (n.6); rechazando el concepto elitista de “unos pocos para unos pocos” (n. 89). Así que nada de puertas estrechas (Ls. 13,22-30), ni de “pocos elegidos” (Mt. 22,14), ni de pusilla grex (Ls. 12,32) ¡Santidad para todos y todas, ya!, que el Señor “se hizo periferia”(n.135) . Y contingente y flojo como es, “Él depende de nosotros para amar al mundo”(n. Se deduce que el segundo error al que aludíamos antes, junto con el del clasismo, es la desnaturalización de la santidad. Lo que es aún más grave, si cabe; y posiblemente una de las manifestaciones heretizantes más dolorosas de este extraño pontificado. Pero no es una novedad sino un error remozado. Hace años, en efecto, que venimos protestando la imposición de una equívoca espiritualidad entretejida de abdicaciones, de contemporizaciones y de compromisos seculares, que no sólo rechaza la incompatibilidad entre la perfección cristiana y el amor al mundo, sino que propone precisamente un modelo de santidad asociado a la vida ordinaria, común y corriente, sin los sobresaltos extraordinarios de los santos auténticos, sin el heroísmo ni el sacrificio ni las renuncias que nos relatan las nobles hagiografías, y con los defectos y ocupaciones habituales de cualquiera. Para alcanzar tal estado bastaría convertirse en un módico ciudadano más, que pasa inadvertido en el trajín de sus ocupaciones laborales.
En la versión neoconservadora de este modo de ser santo, el prototipo es el pequeño burgués, el profesional actualizado que se vale de su oficio para el proselitismo cristiano, y al cual se le ha dicho que su celda es la calle. Su modo de vida no tendrá nada de singular. Transcurrirá sin contrastes exteriores, sin sacudidas, indistinguiéndose del resto de los mortales, cuidándose únicamente de no creer que el templo es el lugar por antonomasia del creyente, o que es válida la contemplación pura, inactiva, sin el vértigo del trabajo. Así se hallará textualmente prescripto en los textos fundacionales y tulelares del Opusdeísmo.
En la versión bergogliana el prototipo se aplebeya un poco. Ya no es el profesional exitoso, el ejecutivo próspero y el funcionario maleable a cualquier gestión demoliberal, pluralista y moderna. Ahora es “la señora que va al mercado” y no chusmea con su par durante las compras (n.16); el vecino de la puerta contigua que “no trata de desalentarse cuando contempla modelos de santidad que le parecen inalcanzables” (n. 11). Elige uno a su medida y todos contentos. Y si quiere ser mártir –clérigo o laico, bautizado o infiel- le bastará con participar en alguna de las tantas opciones subversivas que ofrece desde hace décadas la guerra revolucionaria del marxismo. Basten los nombres terroríficos de Angelleli o Romero. 108).
Tampoco se crea que es tan fácil, vamos. Si alguien de la clase media de la santidad entrara en contacto amistoso con algún católico enamorado del ocio contemplativo, de la plegaria inútil, de la belleza litúrgica, de la recta e imperecedera doctrina, o preocupado por la claridad y la seguridad dogmática, o “inquebrantablemente fiel a cierto estilo católico” (n.49), estaría traicionando su conciencia de clase santificadora; y en definitiva, convirtiéndose en un colaboracionista del antipueblo de la salvación. Para ellos sí, pelagianos y gnósticos, se vuelven a abrir las puertas del infierno, con la anuencia del beato Scalfari. A los oligarcas y elitistas la condenación, a los compañeros la salvación. Es lamentable, pero debemos decir que quien no haya estado en la Plaza de Mayo hacia 1973, no podrá inteligir la clave de bóveda de este adefésico y desconcertante magisterio que hoy llega de Roma.
Abaratada la santidad, abajada hasta el nivel de una casta o de estratificación colectiva; sociologizado y desacralizado el martirio, elevado a los altares personajes ante quienes antaño se nos hubiera pedido rehuir considerándolos malas compañías, el misterio de la gracia se banaliza, la salvación se vuelve trivial, y al cielo ya no se lo arrebata por asalto: se llega por las anchas avenidas de las masas rugientes, como a un estadio de fútbol.
“El santo es el héroe delante de la gloria del cielo”, decía Anzoátegui; y “el heroísmo del héroe consiste en llamar a la puerta de Dios para ofrecerse a la muerte”. Se nos conceda la gracia de resistir santa y heroicamente tanto agravio a la Verdad, tanta conculcación del Bien, tanta traición a la Hermosura. Se lo pedimos a María Santísima, debeladora de todas las herejías. A Ella, una vez más, con insistencia firme, las lauretanas letanías, y este envío al final:
Desconsuelo de ausencia, tu manto en la bandera,
de varones ecuestres, acaudillando proezas,
congoja de mitrados con tres cantos del gallo,
aflicción de liturgos desterrando bellezas.
Señora de esta tierra que erigiera en tu nombre
una proa española y un galopar de potros,
escúchanos la súplica, el rezo esperanzado:
¡Ora pro nobis; Madre, Ruega a Dios por nosotros!
Antonio Caponnetto
Ha sido una agradable sorpresa encontrar este analisis del Sr. Caponnetto. Agradezco profundamente a todos ustedes, los que hacen este blog, por ayudarnos a caminar en la verdad. Me imagino a veces, que somos como un grupo de excursion que camina en la oscuridad y personas como ustedes llevan las lamparitas que van alumbrandono por donde ir. Sigo rezando diariamente por el don del discernimiento y por la conversion del Sr. Bergoglio. Gracias Montse, Gracias a todos!!!
Querida Alejandra: mensajes como el suyo son los que nos animan a seguir en esta árdua tarea de no dejar pasar todo y tratar de ser esos farolitos, que como bien dice usted, tratan de ser una luz, aunque sea pequeña, en tamaña oscuridad. Pero cuando la oscuridad es tan grande, cualquier pequeña luz es una gran luz. Por eso, todos, todos los católicos estamos llamados a ser luz y a «ponerla en lo alto de la casa» para que nadie tropiece.
¡Gracias, querida amiga! Ore por nosotros. Queda incluída en nuestras oraciones.
Dios la bendiga siempre.