SERMÓN TERCERO
*
Sobre esta frase de canto: «Hoy sabréis que viene el Señor».
CAPÍTULO 1
Habitantes el mundo e hijos de los hombres, escuchad. Los que yacéis en el polvo, despertad jubilosos; el médico se acerca a los enfermos; el redentor, a los esclavos; el camino, a los extraviados; la vida, a los muertos. Se aproxima el que arroja todos nuestros pecados al fondo del mar, el que cura toda enfermedad, e que nos lleva en sus mismos hombros para devolvernos nuestra propia y original dignidad. Su poder es enorme, pero su misericordia es todavía más admirable, por que quiso venir a mí, con la eficacia de su remedio.
Hoy sabréis gue viene el Señor. Esta expresión aparece en un lugar y tiempo concretos de la Escritura. Pero nuestra madre la Iglesia la aplica, con mucho acierto, a la vigilia del nacimiento del Señor. La Iglesia cuenta siempre con el dice amen y la inspiración del Esposo, su Dios. El, como un amante, descansa entre sus pechos. Toma posesión y mantiene la morada de su corazón. Pero es ella quien hirió su corazón y hundió el ojo de la contemplación en el abismo de los misterios de Dios. De este modo establecen en sus respectivos corazones una morada perenne. El en ella y ella en El. Y cuando ella cambia o suple alguna palabra en las Escrituras, la nueva composición es mucho más viva que la anterior. Guarda la misma proporción existente entre la figura y la verdad, entre la luz y la sombra, la señora y la esclava.
CAPÍTULO 2
Hoy sabréis que viene el Señor. A mi parecer, con estas palabras se nos recomienda insistentemente fijar nuestra atención en dos días. El primer día es el acontecimiento de la caída del primer hombre, y dura hasta el fin del mundo. Los santos han maldecido muchas veces este día. Amaneció un día espléndido; son los momentos de la creación de Adán. Pero se le expulsó y cayó aherrojado en la angustia de las realidades terrenas, viviendo en el día de las tinieblas, casi privado de la luz de la verdad. Todos nosotros nacemos en este día, si es que merece el apelativo de día y no de noche. Menos mal que nos conservó la luz de la razón, como una chispita, aquella inconmensurable misericordia.
El segundo día será el día de los esplendores sagrados, en la eternidad sin fin. Brillará aquella sosegada mañana con la garantía de la misericordia. Quedará totalmente vencida la noche y disipadas las sombras y las tinieblas. El resplandor de la verdadera luz invadirá todo: lo alto y lo bajo, lo interior y lo exterior. Por eso dice el Santo: Por la mañana déjame oír tu misericordia; y también: Por la mañana nos hemos saciado de tu misericordia.
Pero volvamos a nuestro día, que por su brevedad se compara a una vigilia nocturna; e incluso a la nada y al vacío, según se expresa uno de los intérpretes familiares del Espíritu Santo: Todos nuestros días ya han pasado; y: Mis días se desvanecieron como humo; o: Mis días fueron como una sombra que se alarga. He aquí cómo se expresa el santo patriarca que vio al Señor cara a cara: los días de mi vida son pocos y malos. En este día. Dios da al hombre la razón y la inteligencia; pero es imprescindible que, al salir de este mundo, Dios también lo ilumine con el resplandor de su ciencia, para que no salga totalmente extenuado de este calabozo y sombra de muerte y sea ya incapaz para siempre de disfrutar de la luz.
Por eso, el Hijo único de Dios y Sol de justicia, como inmenso y radiante cirio luminoso, está encendido y ardiendo en la prisión de este mundo, dispuesto a compartir su luz con cuantos quieran acercarse a él y vivir totalmente unidos a él. Nuestros pecados crean la separación entre Dios y nosotros. Pero si los quitamos, nos uniremos, nos encarnaremos y nos fundiremos en la verdadera luz. La luz extinguida se une directamente para encenderse en la luz que arde y brilla; es decir, por las formas visibles conocemos la realidad de lo invisible.
CAPÍTULO 3
Como dice el profeta, encendamos en este enorme y refulgente astro la luz de la ciencia antes de salir de las tinieblas de este mundo, con el fin de que nunca pasemos de estas tinieblas a las otras tinieblas: las tinieblas eternas.
¿En qué consiste esta ciencia? En esto: en estar convencidos que el Señor vendrá, aunque no sepamos el momento concreto. Esto es todo lo que se nos pide. Me dirás: Esto lo saben todos. ¿Quién no va a saber, aunque sólo sea cristiano de nombre, que el Señor vendrá, que vendrá a juzgar a vivos y muertos, y a pagar a cada uno según su conducta? Hermanos esto no lo sabe toda la gente, ni siquiera un gran número. Es de pocos, porque son pocos los que se salvan. ¿ Piensas que los que obran el mal y se alegran en a perversión creen y reflexionan en la venida del Señor? Aunque lo digan, no lo creas. Porque quien dice : «Conozco al Señor», pero no cumple sus mandatos, es un embustero. Según el Apóstol, hacen profesión de conocer a Dios, pero sus acciones lo desmienten, porque la fe sin obras es un cadáver. Nunca se hubiesen enfangado si hubieran conocido o temido la venida del Señor; habrían estado alerta, sin permitir el naufragio de sus conciencias.
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 1
Habitantes el mundo e hijos de los hombres, escuchad. Los que yacéis en el polvo, despertad jubilosos; el médico se acerca a los enfermos; el redentor, a los esclavos; el camino, a los extraviados; la vida, a los muertos. Se aproxima el que arroja todos nuestros pecados al fondo del mar, el que cura toda enfermedad, e que nos lleva en sus mismos hombros para devolvernos nuestra propia y original dignidad. Su poder es enorme, pero su misericordia es todavía más admirable, por que quiso venir a mí, con la eficacia de su remedio.
Hoy sabréis gue viene el Señor. Esta expresión aparece en un lugar y tiempo concretos de la Escritura. Pero nuestra madre la Iglesia la aplica, con mucho acierto, a la vigilia del nacimiento del Señor. La Iglesia cuenta siempre con el dice amen y la inspiración del Esposo, su Dios. El, como un amante, descansa entre sus pechos. Toma posesión y mantiene la morada de su corazón. Pero es ella quien hirió su corazón y hundió el ojo de la contemplación en el abismo de los misterios de Dios. De este modo establecen en sus respectivos corazones una morada perenne. El en ella y ella en El. Y cuando ella cambia o suple alguna palabra en las Escrituras, la nueva composición es mucho más viva que la anterior. Guarda la misma proporción existente entre la figura y la verdad, entre la luz y la sombra, la señora y la esclava.
CAPÍTULO 2
Hoy sabréis que viene el Señor. A mi parecer, con estas palabras se nos recomienda insistentemente fijar nuestra atención en dos días. El primer día es el acontecimiento de la caída del primer hombre, y dura hasta el fin del mundo. Los santos han maldecido muchas veces este día. Amaneció un día espléndido; son los momentos de la creación de Adán. Pero se le expulsó y cayó aherrojado en la angustia de las realidades terrenas, viviendo en el día de las tinieblas, casi privado de la luz de la verdad. Todos nosotros nacemos en este día, si es que merece el apelativo de día y no de noche. Menos mal que nos conservó la luz de la razón, como una chispita, aquella inconmensurable misericordia.
El segundo día será el día de los esplendores sagrados, en la eternidad sin fin. Brillará aquella sosegada mañana con la garantía de la misericordia. Quedará totalmente vencida la noche y disipadas las sombras y las tinieblas. El resplandor de la verdadera luz invadirá todo: lo alto y lo bajo, lo interior y lo exterior. Por eso dice el Santo: Por la mañana déjame oír tu misericordia; y también: Por la mañana nos hemos saciado de tu misericordia.
Pero volvamos a nuestro día, que por su brevedad se compara a una vigilia nocturna; e incluso a la nada y al vacío, según se expresa uno de los intérpretes familiares del Espíritu Santo: Todos nuestros días ya han pasado; y: Mis días se desvanecieron como humo; o: Mis días fueron como una sombra que se alarga. He aquí cómo se expresa el santo patriarca que vio al Señor cara a cara: los días de mi vida son pocos y malos. En este día. Dios da al hombre la razón y la inteligencia; pero es imprescindible que, al salir de este mundo, Dios también lo ilumine con el resplandor de su ciencia, para que no salga totalmente extenuado de este calabozo y sombra de muerte y sea ya incapaz para siempre de disfrutar de la luz.
Por eso, el Hijo único de Dios y Sol de justicia, como inmenso y radiante cirio luminoso, está encendido y ardiendo en la prisión de este mundo, dispuesto a compartir su luz con cuantos quieran acercarse a él y vivir totalmente unidos a él. Nuestros pecados crean la separación entre Dios y nosotros. Pero si los quitamos, nos uniremos, nos encarnaremos y nos fundiremos en la verdadera luz. La luz extinguida se une directamente para encenderse en la luz que arde y brilla; es decir, por las formas visibles conocemos la realidad de lo invisible.
CAPÍTULO 3
Como dice el profeta, encendamos en este enorme y refulgente astro la luz de la ciencia antes de salir de las tinieblas de este mundo, con el fin de que nunca pasemos de estas tinieblas a las otras tinieblas: las tinieblas eternas.
¿En qué consiste esta ciencia? En esto: en estar convencidos que el Señor vendrá, aunque no sepamos el momento concreto. Esto es todo lo que se nos pide. Me dirás: Esto lo saben todos. ¿Quién no va a saber, aunque sólo sea cristiano de nombre, que el Señor vendrá, que vendrá a juzgar a vivos y muertos, y a pagar a cada uno según su conducta? Hermanos esto no lo sabe toda la gente, ni siquiera un gran número. Es de pocos, porque son pocos los que se salvan. ¿ Piensas que los que obran el mal y se alegran en a perversión creen y reflexionan en la venida del Señor? Aunque lo digan, no lo creas. Porque quien dice : «Conozco al Señor», pero no cumple sus mandatos, es un embustero. Según el Apóstol, hacen profesión de conocer a Dios, pero sus acciones lo desmienten, porque la fe sin obras es un cadáver. Nunca se hubiesen enfangado si hubieran conocido o temido la venida del Señor; habrían estado alerta, sin permitir el naufragio de sus conciencias.
CAPÍTULO 4
Esta ciencia actúa en su primer grado provocando la pena o dolor. Transforma la risa en llanto, el canto en lamentos, la alegría en tristeza. Que comience a desagradarte lo que antes tanto te atraía; que aborrezcas tus más queridos caprichos como está escrito: El que aumenta el saber, aumenta el dolor. El indicio de una ciencia auténtica y santa es el dolor que la acompaña.
En un segundo grado, la ciencia actúa como corrección. Desde entonces, ya no permitas que los miembros de tu cuero sean instrumentos del pecado. Reprime la gula, ahoga la lujuria, abate la soberbia y fuerza al cuerpo a servir a la santidad, al igual que antes había servido a la inmoralidad. La pena sin corrección no sirve de nada, como dice el Sabio: Si lo que uno construye lo derriba otro, ¿de qué servirá este trabajo inútil? Quien se purifica del contacto de un cadáver y lo vuelve a tocar, de nada le sirve el baño. Como dice el Salvador, hay que andar recavidos, no sea que ocurra algo peor. Esta situación no se puede mantener durante mucho tiempo; el alma que se ve tan vulnerable debe vigilar y ocuparse de sí misma con enorme precaución.
Por eso en el tercer grado actúa la solicitud, que le impulsa a comportarse diligente con su Dios y examinarse profundamente a sí misma, para ver si hay algo, por insignificante que sea, que agravie a aquella tremenda majestad. Esta ciencia se enciende en el pesar, arde en la corrección, brilla en la solicitud; es una renovación interior y exterior.
CAPÍTULO 5
En un segundo grado, la ciencia actúa como corrección. Desde entonces, ya no permitas que los miembros de tu cuero sean instrumentos del pecado. Reprime la gula, ahoga la lujuria, abate la soberbia y fuerza al cuerpo a servir a la santidad, al igual que antes había servido a la inmoralidad. La pena sin corrección no sirve de nada, como dice el Sabio: Si lo que uno construye lo derriba otro, ¿de qué servirá este trabajo inútil? Quien se purifica del contacto de un cadáver y lo vuelve a tocar, de nada le sirve el baño. Como dice el Salvador, hay que andar recavidos, no sea que ocurra algo peor. Esta situación no se puede mantener durante mucho tiempo; el alma que se ve tan vulnerable debe vigilar y ocuparse de sí misma con enorme precaución.
Por eso en el tercer grado actúa la solicitud, que le impulsa a comportarse diligente con su Dios y examinarse profundamente a sí misma, para ver si hay algo, por insignificante que sea, que agravie a aquella tremenda majestad. Esta ciencia se enciende en el pesar, arde en la corrección, brilla en la solicitud; es una renovación interior y exterior.
CAPÍTULO 5
Aquí comienza ya a liberarse de los infortunios y desgracias y a moderar la intensidad de su temor en la alegría del espíritu. De este modo no se hunde en el piélago de la tristeza ante la enormidad de sus crímenes. Teme al juez, pero espera al Salvador.
El temor y la alegría se apresuran en su corazón y le salen al paso. Muchas veces, el temor aventaja a la alegría; pero, con mayor frecuencia, la alegría excluYe el temor, y se convierte en el secreto de su gozo. Dichosa la conciencia donde se libran de continuo semejantes combates hasta que lo caduco quede anegado en la vida, hasta que se elimine el temor, que siempre es imperfección, e invada la alegría, que es perfección. Su temor no es eterno. Su alegría, en cambio, sí lo será.
Ya arde y resplandece, mas todavía no se siente en su propio hogar. Allí, sin atisbos de temor al acoso de tos vientos, brilla una luz continua. Aquí, no olvide que estamos expuestos a la inclemencia e intente proteger con ambas manos lo que lleva; ni se fíe del tiempo, aunque no se mueva una hoja. De repente y cuando menos se piense, habrá un cambio, y al menor descuido de las manos, la luz se apagará. Si la llama le quema un poco las manos, aguántese. No las retire; en un momento, en un pestañear, se puede extinguir.
Nada habría que temer si estuviésemos en aquel hogar no edificado por hombres, en la morada eterna del cielo, donde no puede penetrar enemigo alguno, ni abandonarnos el amigo. Mas por el momento nos encontramos expuestos a tres vientos contrarios e impetuosos: los bajos instintos, el diablo y el mundo. Los tres maquinan cómo extinguir la conciencia iluminada, lanzando sobre nuestro corazón las rachas de los malos deseos e impulsos ilícitos. Hasta que, envueltos en el desconcierto, nos sintamos incapaces de vislumbrar el origen y la meta. Dos de esos vientos suelen calmarse a veces. Pero el tercero nunca cesa de arreciar. Por ello habrá que proteger el alma con las dos manos, la del cuerpo y la del corazón, no sea que se extinga su llama. Nadie debe rendirse o desanimarse, aunque la violencia de una gran borrasca atormente el corazón y el cuerpo del hombre. Repitamos las palabras del Santo: Mi alma siempre está en mis manos. Elijamos, más bien, arder que ceder. Y como no olvidamos fácilmente lo que tenemos en las manos, así nunca olvidemos el negocio de nuestras almas. Sea ésta la preocupación esencial de nuestros corazones.
CAPÍTULO 6
Así, pues, bien ceñidos y con las lámparas encendidas, vigilemos durante la noche el tropel de nuestros pensamientos y acciones, para que, si el Señor viene al comienzo de la noche, a media noche o de madrugada, nos encuentre dispuestos. El comienzo de la noche indica la rectitud en el obrar. Tu vida debe ser consecuente con la Regla a que te comprometiste. Nunca has de franquear los linderos que establecieron tus padres en todas las prácticas de esta peregrinación y de esta vida, ni desviarte a derecha o a izquierda.
La media noche viene a significar la pureza de intención. Tu ojo sencillo irradie en todo tu cuerpo; es decir, todo lo que hagas, hazlo por Dios. Y que las gracias vuelvan a su fuente y fluyan sin cesar.
La aurora representa el mantenimiento de la unidad. En la vida de comunidad antepón siempre los deseos de los demás a los tuyos propios. Convive con tus hermanos sin quejas y con alegría, soportando a todos y orando por ellos. Así podrá decirse de ti: Este es el que ama a sus hermanos y al pueblo de Israel, e intercede continuamente por el pueblo y por la ciudad santa de Jerusalén. Así, pues, en este día de la llegada del Unigénito se nos infundió la verdadera ciencia; esa ciencia que nos prepara a la venida del Señor, fundamento estable y permanente de toda nuestra conducta.
CAPÍTULO 7
Y mañana contemplaréis su gloria. ¡Oh mañana, oh día! Vivido en los atrios del Señor, vale más que otros mil días. Aquello será el mes y el sábado por excelencia, porque el destello de la luz y el fuego de la caridad hará resplandecer a los moradores de la tierra en aquellas realidades su limes. ¿Quién se lo puede imaginar, y menos aún contar algo de todo eso? Mientras tanto, hermanos, construyamos nuestra fe. Y, si no podemos ver aquellas sublimidades que nos aguardan, al menos contemplemos las maravillas que por nosotros se realizaron en la tierra.
Tres obras, tres composiciones realizó la majestad todopoderosa al asumir nuestra naturaleza; y son tan extraordinariamente únicas, que jamás se hicieron ni podrán hacerse otras semejantes en nuestra historia. Quedaron íntimamente unidos Dios y el hombre, la Madre y la Virgen, la fe y el corazón humano. Admirables composiciones que superan a cualquier milagro. Nos parece inconcebible la aglutinación de elementos tan distintos y dispares.
CAPÍTULO 8
El temor y la alegría se apresuran en su corazón y le salen al paso. Muchas veces, el temor aventaja a la alegría; pero, con mayor frecuencia, la alegría excluYe el temor, y se convierte en el secreto de su gozo. Dichosa la conciencia donde se libran de continuo semejantes combates hasta que lo caduco quede anegado en la vida, hasta que se elimine el temor, que siempre es imperfección, e invada la alegría, que es perfección. Su temor no es eterno. Su alegría, en cambio, sí lo será.
Ya arde y resplandece, mas todavía no se siente en su propio hogar. Allí, sin atisbos de temor al acoso de tos vientos, brilla una luz continua. Aquí, no olvide que estamos expuestos a la inclemencia e intente proteger con ambas manos lo que lleva; ni se fíe del tiempo, aunque no se mueva una hoja. De repente y cuando menos se piense, habrá un cambio, y al menor descuido de las manos, la luz se apagará. Si la llama le quema un poco las manos, aguántese. No las retire; en un momento, en un pestañear, se puede extinguir.
Nada habría que temer si estuviésemos en aquel hogar no edificado por hombres, en la morada eterna del cielo, donde no puede penetrar enemigo alguno, ni abandonarnos el amigo. Mas por el momento nos encontramos expuestos a tres vientos contrarios e impetuosos: los bajos instintos, el diablo y el mundo. Los tres maquinan cómo extinguir la conciencia iluminada, lanzando sobre nuestro corazón las rachas de los malos deseos e impulsos ilícitos. Hasta que, envueltos en el desconcierto, nos sintamos incapaces de vislumbrar el origen y la meta. Dos de esos vientos suelen calmarse a veces. Pero el tercero nunca cesa de arreciar. Por ello habrá que proteger el alma con las dos manos, la del cuerpo y la del corazón, no sea que se extinga su llama. Nadie debe rendirse o desanimarse, aunque la violencia de una gran borrasca atormente el corazón y el cuerpo del hombre. Repitamos las palabras del Santo: Mi alma siempre está en mis manos. Elijamos, más bien, arder que ceder. Y como no olvidamos fácilmente lo que tenemos en las manos, así nunca olvidemos el negocio de nuestras almas. Sea ésta la preocupación esencial de nuestros corazones.
CAPÍTULO 6
Así, pues, bien ceñidos y con las lámparas encendidas, vigilemos durante la noche el tropel de nuestros pensamientos y acciones, para que, si el Señor viene al comienzo de la noche, a media noche o de madrugada, nos encuentre dispuestos. El comienzo de la noche indica la rectitud en el obrar. Tu vida debe ser consecuente con la Regla a que te comprometiste. Nunca has de franquear los linderos que establecieron tus padres en todas las prácticas de esta peregrinación y de esta vida, ni desviarte a derecha o a izquierda.
La media noche viene a significar la pureza de intención. Tu ojo sencillo irradie en todo tu cuerpo; es decir, todo lo que hagas, hazlo por Dios. Y que las gracias vuelvan a su fuente y fluyan sin cesar.
La aurora representa el mantenimiento de la unidad. En la vida de comunidad antepón siempre los deseos de los demás a los tuyos propios. Convive con tus hermanos sin quejas y con alegría, soportando a todos y orando por ellos. Así podrá decirse de ti: Este es el que ama a sus hermanos y al pueblo de Israel, e intercede continuamente por el pueblo y por la ciudad santa de Jerusalén. Así, pues, en este día de la llegada del Unigénito se nos infundió la verdadera ciencia; esa ciencia que nos prepara a la venida del Señor, fundamento estable y permanente de toda nuestra conducta.
CAPÍTULO 7
Y mañana contemplaréis su gloria. ¡Oh mañana, oh día! Vivido en los atrios del Señor, vale más que otros mil días. Aquello será el mes y el sábado por excelencia, porque el destello de la luz y el fuego de la caridad hará resplandecer a los moradores de la tierra en aquellas realidades su limes. ¿Quién se lo puede imaginar, y menos aún contar algo de todo eso? Mientras tanto, hermanos, construyamos nuestra fe. Y, si no podemos ver aquellas sublimidades que nos aguardan, al menos contemplemos las maravillas que por nosotros se realizaron en la tierra.
Tres obras, tres composiciones realizó la majestad todopoderosa al asumir nuestra naturaleza; y son tan extraordinariamente únicas, que jamás se hicieron ni podrán hacerse otras semejantes en nuestra historia. Quedaron íntimamente unidos Dios y el hombre, la Madre y la Virgen, la fe y el corazón humano. Admirables composiciones que superan a cualquier milagro. Nos parece inconcebible la aglutinación de elementos tan distintos y dispares.
CAPÍTULO 8
Contempla ahora la creación, el orden y la disposición de las cosas. Fíjate cuánto poder supone la creación; qué sabiduría hay en el orden; cuánta bondad en la composición. Contempla el poder que ha creado tantas y tan grandes criaturas, la sabiduría de un orden meticuloso; la bondad, que no descuida ni lo grande ni lo pequeño merced a esa caridad amable y sobrecogedora. Dios aglutinó la fuerza vital a este barro terreno; y en virtud de ella, en los árboles rebosa la lozanía de sus hojas, la belleza de sus flores, el sabor y medicina de sus frutos. Pero no se contentó con esto: infundió sensibilidad a nuestro barro para que los animales tengan y gocen de cinco sentidos. Quiso ennoblecer tanto nuestro barro, que le infundió una energía racional. Me refiero a los hombres, que viven y sienten, y sobre todo, disciernen entre lo ventajoso y lo inconveniente, entre lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso.
Quiso también sublimar nuestra porción más débil con una gloria rebosante. Por eso se redujo la majestad, y lo mejor de ella, la misma divinidad, se aglutinó a nuestro barro. Y así quedaron unidos, en una sola persona, Dios y el barro, la majestad y la debilidad, lo más vil y lo más sublime. Nada hay tan sublime como Dios y nada tan despreciable como el barro. Y a pesar de todo, Dios descendió al barro con tal bondad y el barro subió hasta Dios con tal nobleza, que la obra de Dios en el barro brilla como obra del mismo barro. Y cuanto el barro soporta, parece soportarlo el mismo Dios en él. Misterio inefable e incomprensible.
Fíjate que en ese Dios uno se da la Trinidad en las personas y la unidad en la sustancia. Así ocurre aquí: en esta única composición hay trinidad en las sustancias y unidad en la persona. Y como allí las personas no rompen la unidad ni empobrecen la Trinidad, aquí tampoco la persona encubre a las sustancias, ni las sustancias eliminan la unidad de la persona. Aquella sublime Trinidad nos hizo ver esta trinidad, hazaña maravillosa, única entre todas y sobre todas sus obras. La Palabra, el alma y la carne confluyeron en una persona. Y esta tríada unitaria o unidad trinitaria está constituida en la unidad de la persona, no en la ambigüedad de la sustancia.
He aquí la primera y más excelente composición. Ocupa el primer rango entre las tres mencionadas. Hombre, cae en la cuenta que eres barro y no te ensoberbezcas. Y que estás unido a Dios; no seas ingrato.
CAPÍTULO 9
La segunda composición se refiere a la virginidad y a la maternidad, caso único y admirable. Jamás se ha oído que una virgen concibiese y que siendo madre permaneciese virgen. Nunca, según el orden natural, se puede pensar en la virginidad de la fecundidad, ni en la fecundidad de la virginidad. Unicamente aquí la virginidad y la fecundidad se encuentran. Ahí se hizo lo que hasta entonces no se había hecho, ni se hará ya nunca, porque no existe nada precedente ni algo subsiguiente que se asemeje.
La tercera composición concierne a la fe y al corazón humano, si bien inferior a las dos anteriores, no es quizá menos intensa que ellas. Es admirable cómo el corazón humano adapta su fe a estas dos realidades; creyendo que Dios fuese hombre y que la Virgen diera a luz. Como el hierro y una vajilla de arcilla no pueden juntarse, tampoco estas dos cosas pueden mezclarse sin el aglutinante del Espíritu de Dios. ¿Cómo creer que aquel Dios es el mismo que reposa en el pesebre, que llora en la cuna, que sufre de necesidades como cualquier otro niño, que es azotado, escupido, crucificado, colocado en el sepulcro, aprisionado entre dos piedras, y que además es excelso e inmenso?
¿Será virgen la mujer que da de mamar al niño, que tiene constantemente un marido al lado, en la mesa, en la alcoba; que la lleva a Egipto y la trae, y que ambos solos emprenden un viaje can largo y tan íntimo? ¿Cómo podrá convencerse de esto la humanidad y toda la creación? Y. sin embargo, tan fácil y prodigiosamente se convenció, que es precisamente esa multitud de creyentes quien me lo hace a mí fácil de creer. Muchachos y doncellas, viejos y niños, prefirieron morir mil veces antes que apartarse por un instante de esta fe.
CAPÍTULO 10
Esta es una excelente composición, pero la segunda es mucho mejor, y la tercera insuperable. El oído percibió la primera, no el ojo; porque se proclamó y se dio fe en el mundo a ese gran sacramento de misericordia; mas ningún ojo vio, fuera de ti, la manera como te uniste al cuerpo humano en las estrechas entrañas de la virgen.
Quiso también sublimar nuestra porción más débil con una gloria rebosante. Por eso se redujo la majestad, y lo mejor de ella, la misma divinidad, se aglutinó a nuestro barro. Y así quedaron unidos, en una sola persona, Dios y el barro, la majestad y la debilidad, lo más vil y lo más sublime. Nada hay tan sublime como Dios y nada tan despreciable como el barro. Y a pesar de todo, Dios descendió al barro con tal bondad y el barro subió hasta Dios con tal nobleza, que la obra de Dios en el barro brilla como obra del mismo barro. Y cuanto el barro soporta, parece soportarlo el mismo Dios en él. Misterio inefable e incomprensible.
Fíjate que en ese Dios uno se da la Trinidad en las personas y la unidad en la sustancia. Así ocurre aquí: en esta única composición hay trinidad en las sustancias y unidad en la persona. Y como allí las personas no rompen la unidad ni empobrecen la Trinidad, aquí tampoco la persona encubre a las sustancias, ni las sustancias eliminan la unidad de la persona. Aquella sublime Trinidad nos hizo ver esta trinidad, hazaña maravillosa, única entre todas y sobre todas sus obras. La Palabra, el alma y la carne confluyeron en una persona. Y esta tríada unitaria o unidad trinitaria está constituida en la unidad de la persona, no en la ambigüedad de la sustancia.
He aquí la primera y más excelente composición. Ocupa el primer rango entre las tres mencionadas. Hombre, cae en la cuenta que eres barro y no te ensoberbezcas. Y que estás unido a Dios; no seas ingrato.
CAPÍTULO 9
La segunda composición se refiere a la virginidad y a la maternidad, caso único y admirable. Jamás se ha oído que una virgen concibiese y que siendo madre permaneciese virgen. Nunca, según el orden natural, se puede pensar en la virginidad de la fecundidad, ni en la fecundidad de la virginidad. Unicamente aquí la virginidad y la fecundidad se encuentran. Ahí se hizo lo que hasta entonces no se había hecho, ni se hará ya nunca, porque no existe nada precedente ni algo subsiguiente que se asemeje.
La tercera composición concierne a la fe y al corazón humano, si bien inferior a las dos anteriores, no es quizá menos intensa que ellas. Es admirable cómo el corazón humano adapta su fe a estas dos realidades; creyendo que Dios fuese hombre y que la Virgen diera a luz. Como el hierro y una vajilla de arcilla no pueden juntarse, tampoco estas dos cosas pueden mezclarse sin el aglutinante del Espíritu de Dios. ¿Cómo creer que aquel Dios es el mismo que reposa en el pesebre, que llora en la cuna, que sufre de necesidades como cualquier otro niño, que es azotado, escupido, crucificado, colocado en el sepulcro, aprisionado entre dos piedras, y que además es excelso e inmenso?
¿Será virgen la mujer que da de mamar al niño, que tiene constantemente un marido al lado, en la mesa, en la alcoba; que la lleva a Egipto y la trae, y que ambos solos emprenden un viaje can largo y tan íntimo? ¿Cómo podrá convencerse de esto la humanidad y toda la creación? Y. sin embargo, tan fácil y prodigiosamente se convenció, que es precisamente esa multitud de creyentes quien me lo hace a mí fácil de creer. Muchachos y doncellas, viejos y niños, prefirieron morir mil veces antes que apartarse por un instante de esta fe.
CAPÍTULO 10
Esta es una excelente composición, pero la segunda es mucho mejor, y la tercera insuperable. El oído percibió la primera, no el ojo; porque se proclamó y se dio fe en el mundo a ese gran sacramento de misericordia; mas ningún ojo vio, fuera de ti, la manera como te uniste al cuerpo humano en las estrechas entrañas de la virgen.
El ojo percibió la segunda composición, porque aquella Reina extraordinaria se sintió a sí misma fecundada y virgen, y conservaba el recuerdo de todo esto, meditándolo en su interior. Lo supo también José, testigo y celador de tan sublime virginidad.
La tercera composición tocó al corazón del hombre cuando creemos lo realizado, dando más fe a los oráculos que a los ojos, y mantenemos ardorosamente las palabras y las obras sin atisbo de duda. Fíjate en la primera composición lo que Dios te dio. En la segunda, por quién te lo dio. Y en la tercera, para qué te lo dio. Te dio a Cristo por María para tu curación. La primera composición es una medicina; con lo divino y lo humano se elaboró una especie de cataplasma para curar todas tus debilidades. Estos dos elementos se han triturado y mezclado en el seno de la Virgen, como en un almirez. El Espíritu Santo es la mano que los mezcló delicadamente. Pero como no eras digno de que se te confiase esta composición, se la entregó a María, para que recibas de ella todo lo que tienes. Ella, por ser virgen, mereció ser escuchada atentamente en favor tuyo y de toda la humanidad.
Si únicamente fuese madre, tendría que salvarse a sí misma mediante la procreación. Y si sólo fuese virgen, se beneficiaría únicamente a sí misma. Pero el fruto bendito de sus entrañas no sería rescate para el mundo. Así, pues, en la primera composición estriba nuestro remedio; en la segunda, nuestra ayuda, porque Dios no quiso que tuviéramos nada sin que pasara por manos de María. Y en a tercera radica el mérito, porque, cuando creemos sin titubeos en todo esto, ya merecemos. En la fe está la curación, porque el que cree se salvará.
La tercera composición tocó al corazón del hombre cuando creemos lo realizado, dando más fe a los oráculos que a los ojos, y mantenemos ardorosamente las palabras y las obras sin atisbo de duda. Fíjate en la primera composición lo que Dios te dio. En la segunda, por quién te lo dio. Y en la tercera, para qué te lo dio. Te dio a Cristo por María para tu curación. La primera composición es una medicina; con lo divino y lo humano se elaboró una especie de cataplasma para curar todas tus debilidades. Estos dos elementos se han triturado y mezclado en el seno de la Virgen, como en un almirez. El Espíritu Santo es la mano que los mezcló delicadamente. Pero como no eras digno de que se te confiase esta composición, se la entregó a María, para que recibas de ella todo lo que tienes. Ella, por ser virgen, mereció ser escuchada atentamente en favor tuyo y de toda la humanidad.
Si únicamente fuese madre, tendría que salvarse a sí misma mediante la procreación. Y si sólo fuese virgen, se beneficiaría únicamente a sí misma. Pero el fruto bendito de sus entrañas no sería rescate para el mundo. Así, pues, en la primera composición estriba nuestro remedio; en la segunda, nuestra ayuda, porque Dios no quiso que tuviéramos nada sin que pasara por manos de María. Y en a tercera radica el mérito, porque, cuando creemos sin titubeos en todo esto, ya merecemos. En la fe está la curación, porque el que cree se salvará.