“Penthos” o aflicción espiritual: se podría traducir como «luto». El término define, de hecho y en modo particular aquel dolor que acompaña el luto por alguien. En la vida cristiana se designa con esta palabra el estado de llanto por el pecado, para todo aquel que es consciente de la gravedad de este. La aflicción espiritual es presentada por las Escrituras como la actitud que debe acompañar la conversión (Gálatas 2:12) y es a menudo vista como aquella aflicción llamada por el Señor “bienaventurado” (Mt 5:4). Es llamada también “haropós” que significa «obradora de alegría” porque el que permanezca en esta «tristeza según Dios» (2 Co 7:10), vive siempre más en la plenitud de la gratitud y en un amor lleno de asombro por Aquel que lo ha salvado y continuamente lo salva.
Penthos es un termino fundamental en la espiritualidad de los primeros cristianos porque como esperaban la pronta venida del Señor, esto les predisponía a la “fuga mundi” tan necesaria para vivir la verdadera espiritualidad cristiana.
El cristiano debe vivir con los pies en el suelo pero la mente en Dios, en el mundo pero sin ser del mundo en el que somos extranjeros hasta la segunda venida del Señor o Parusía para fundar su Reino. Penthos es la actitud ante Dios que se adquiere más fácilmente cuando se vive el aspecto esjatológico (en cierto modo, siempre estamos en el fin de los tiempos) de la historia, que nos recuerda que todo pasa, que esta no es nuestra morada definitiva pero lo que siempre queda es lo eterno, que es nuestro estado definitivo. Este desapego de los planes de este mundo nos predispone a reconocer la nada que somos y que todo es un absoluto Don de Dios en el que vivimos y existimos.
La conciencia de las propias faltas, de las propias miserias, crea un estado interior llamado Penthos, es decir, un recogimiento del alma hecho de ternura y de dolor. Sin embargo, el término Penthos describe un estado más global. Además de hacer referencia a la primera etapa de la vida espiritual, la de la purificación, habla de algo que va a permanecer para siempre en el corazón del cristiano: la conciencia de su propia nada y de la nada del mundo, la conciencia del sufrimiento de Dios por nosotros, de nuestro sufrimiento por Él, por haber herido su Amor inmensamente tierno. Decía Pedro Damasceno:
“El hombre que se postra ante Dios de todo corazón buscando que únicamente se haga la voluntad de Dios, empieza a ver que sus propias faltas son numerosas como las arenas del mar. Tal es el origen de la iluminación del alma, y tal es el signo de que empieza a sanarse. A partir de entonces, simplemente, el alma se siente quebrantada y el corazón humillado y uno mismo se considera el último de todos”.
Las grandes ciudades de hoy son nuestros grandes desiertos por donde tenemos que caminar.
Señor, yo quiero ser el último.
PENTHOS