El cardenal Sarah afronta en las páginas de este maravilloso libro, la necesidad del silencio interior para escuchar la música de Dios, para que brote y se desarrolle la oración confiada con Él. Hemos extraído algunos de sus pasajes para disfrute de nuestros estimados lectores.
“El ruido cansa y tenemos la sensación que el silencio se ha vuelto un oasis inalcanzable. ¿Cuántos se ven obligados a trabajar entre un fárrago de cosas que les angustia y los deshumaniza? Las ciudades se han convertido en infierno ruidoso en los que ni siquiera a la noche se le ahorran las agresiones sonoras.
Sin ruido, el hombre posmoderno cae en una inquietud sorda y lacerante. Está acostumbrado a un ruido de fondo constante que le aturde y proporciona consuelo.
Sin ruido, el hombre está destemplado, febril, perdido. El ruido, como una droga de la que se hubiera hecho dependiente, le da seguridad. Con su apariencia festiva, es un torbellino que impide mirarse a la cara. La agitación se convierte en un tranquilizante, un sedante, una bomba de morfina, una forma de sueño, de onirismo inconsistente. Ese ruido, sin embargo, es una medicina peligrosa e ilusoria, una mentira diabólica que impide al hombre enfrentarse a su vacío interior. El despertar solo puede ser brutal… La humanidad tiene que adoptar algunas medidas de resistencia”.
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“Creo que somos víctimas de la superficialidad, del egoísmo y del espíritu mundano difundido por la sociedad mediática. Nos perdemos en luchas de influencia, en conflictos personales, en un activismo narcisista y vano. Henchidos de orgullo y pretensión, somos prisioneros de la voluntad de poder. La única realidad que merece nuestra atención es Dios. Y Dios es silencioso. Espera nuestro silencio para revelarse.
Recuperar el sentido del silencio es, por lo tanto, una prioridad, una necesidad, una urgencia.
El silencio es más importante que cualquier otra obra humana porque es expresión de Dios. La verdadera revolución viene del silencio, nos conduce hacia Dios y hacia los otros para ponernos humildemente a su servicio”.
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“Dios es silencio y este silencio divino habita el hombre. Viviendo con este Dios silencioso, y en Él, también nosotros nos volvemos silenciosos. Nada nos hará descubrir mejor a Dios que este silencio grabado en el corazón de nuestro ser.
No temo afirmar que ser hijos de Dios es ser hijos del silencio.
La conquista del silencio es un combate y una ascesis. Sí, se necesita valor para librarse de todo lo que grava sobre nuestra vida, una vida que nada ama tanto como las apariencias, lo fácil, la superficialidad de las cosas. Transportado hacia fuera por su necesidad de contarlo todo, es inevitable que el charlatán esté lejos de Dios, porque es incapaz de cualquier actividad espiritual profunda. Por el contrario, el hombre silencioso es un hombre libre. Las cadenas del mundo no tienen influencia sobre él.
Ninguna dictadura puede nada contra el hombre silencioso. A un hombre no se le puede robar su silencio».
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«El silencio nos enseña una gran regla de vida espiritual: la familiaridad no favorece la intimidad. Al contrario, la justa distancia es una condición de la comunión. Es mediante la adoración como la humanidad camina hacia el amor. El silencio sagrado abre al silencio místico, lleno de amorosa intimidad. Bajo el yugo de la razón secular nos hemos olvidado de que lo sagrado y el culto son las únicas puertas de entrada a la vida espiritual. No dudo, por lo tanto, en afirmar que el silencio sagrado es una ley fundamental de toda celebración litúrgica».
«Los Padres conciliares deseaban manifestar lo que era una verdadera participación litúrgica: la entrada en el misterio divino. Con el pretexto de hacer más fácil el acceso a Dios, algunos han querido que todo en la liturgia sea inmediatamente inteligible, racional, horizontal y humano. Pero al actuar así corremos el riesgo de reducir el misterio sagrado a buenos sentimientos. Con el pretexto de la pedagogía, algunos sacerdotes se permiten comentarios sosos y planos. Estos pastores, ¿temen que el silencio ante el Señor confunda a los fieles? ¿Creen que el Espíritu Santo es incapaz de abrir los corazones a los Misterios divinos derramando la luz de la gracia espiritual?
San Juan Pablo II nos advierte: el hombre participa de la divina presencia «sobre todo cuando se deja educar a un silencio de adoración, porque en el ápice del conocimiento y de la experiencia de Dios está su trascendencia absoluta».
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«A veces las celebraciones son ruidosas y agotadoras. La liturgia está enferma. El síntoma más evidente de esta enfermedad es la omnipresencia del micrófono. ¡Se ha convertido en algo tan indispensable que nos preguntamos cómo se podía celebrar antes de su invención!
El ruido exterior, y nuestro propio ruido interior, hace que seamos ajenos a nosotros mismos. En el ruido el hombre no puede hacer otra cosa que decaer en la banalidad: somos superficiales en lo que decimos, pronunciamos discursos vacíos, hablamos sin parar… hasta que encontramos algo que decir, una especie de «batiburrillo» irresponsable hecho de chistes y de palabras mortales. Somos superficiales también en lo que hacemos: vivimos en una banalidad, supuestamente lógica y moral, en la que no encontramos nada de anormal.
A menudo salimos de nuestras liturgias ruidosas y superficiales sin haber encontrado a Dios y la paz interior que Él nos quiere ofrecer».
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«El silencio plantea el problema de la esencia de la liturgia. Ahora bien, ésta es mística. Mientras sigamos acercándonos a la liturgia con un corazón ruidoso, será superficial y humana. El silencio litúrgico es una disposición radical y esencial; es una conversión del corazón. Ahora bien, convertirse, etimológicamente, es volverse, volverse hacia Dios. No hay silencio verdadero en la liturgia si no nos volvemos, de todo corazón, hacia el Señor. Es necesaria nuestra conversión, volvernos hacia el Señor, para mirarle, contemplar su rostro y caer a sus pies para adorarlo. Tenemos un ejemplo: María Magdalena pudo reconocer a Jesús la mañana de Pascua porque ella se volvió hacia Él: «Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». «Haec cum dixisset, conversa est retrorsum et videt Jesus stantem [Dicho esto, se vuelve y ve a Jesús, de pie]» (Jn 20, 13-14).
¿Cómo entrar en esta disposición interior sino volviéndonos físicamente, todos juntos, sacerdote y fieles, hacia el Señor que viene, hacia el Oriente simbolizado por el ábside presidido por la Cruz?»
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«La orientación exterior nos lleva a la orientación interior, por aquélla simbolizada. En los tiempos apostólicos los cristianos ya conocían esta manera de rezar. La cuestión no es celebrar de espaldas o de cara al pueblo, sino hacia el Oriente, ad Dominum, hacia el Señor.
Esta manera favorece el silencio. De hecho, el celebrante está menos tentado de monopolizar la palabra. De cara al Señor está menos tentado de ser un profesor que imparte una lección durante la Misa, reduciendo el altar a una tribuna en la que el eje ya no sería la cruz, ¡sino el micrófono! El sacerdote debe recordar que él no es más que un instrumento en las manos de Cristo, que debe callar para dejar espacio a la Palabra, que nuestras palabras humanas son irrisorias ante el único Verbo eterno.
Estoy convencido de que los sacerdotes no emplean el mismo tono de voz cuando celebran hacia el Oriente».
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“¿Cómo ha vivido usted su excepcional estancia en la Gran Cartuja?
Doy gracias a Dios por haberme concedido esta gracia excepcional. No puedo dejar de expresar la gratitud de mi corazón y mi inmenso agradecimiento a don Dysmas de Lassus por su calurosa acogida. Me gustaría también pedir perdón por todas las molestias que mi estancia haya podido causar.
La Gran Cartuja es la casa de Dios. Ella nos eleva hacia Dios y nos deposita ante Él. Todo nos es ofrecido para encontrar a Dios: la belleza de la naturaleza, la austeridad del lugar, el silencio, la soledad y la liturgia. Aunque estoy acostumbrado a rezar por la noche, el oficio nocturno de la Gran Cartuja me ha impresionado profundamente: la oscuridad era pura, el silencio estaba habitado por una Presencia, la de Dios. La noche nos escondía todo, nos aislaba los unos de los otros, pero también unía nuestras voces y nuestra alabanza, orientaba nuestros corazones, nuestras miradas y nuestro pensamiento para que no miráramos más que a Dios. La noche es materna, deliciosa y purificadora. La oscuridad es como una fuente de la que surgimos lavados, pacificados y más íntimamente unidos a Cristo y a los otros. Pasar una buena parte de la noche rezando regenera, nos hace renacer. Aquí, Dios se convierte en nuestra Vida, nuestra Fortaleza, nuestra Felicidad, nuestro Todo. Siento una gran admiración por San Bruno que, como Elías, guió muchas almas a esta Montaña de Dios para escuchar y ver «la voz de un suave silencio» y para dejarse interpelar por esta voz que nos dice: «¿Qué haces aquí, Elías?» (1R 19, 11-13)”.
Cardenal Sarah. La fuerza del silencio. Contra la dictadura del ruido.(fragmentos)