Cuando pensé escribir este artículo, enseguida se me ocurrió acudir a fuentes doctas, que haberlas las hay, para apoyarme. Pero cuando me siento delante del teclado lo hago decidido a redactar unas líneas espontáneas, muy personales. Encontrar referencias de autoridad es muy fácil. Ahí está internet. Todo viene porque constato que hace ya demasiado tiempo que, en conversaciones y escritos, son muchos los católicos bienintencionados que igualan en valor dos sistemas sociales y económicos tan alejados como son el comunismo y el liberalismo. El error lleva ya navegando décadas.
Y, a mi entender, es debido a la enésima maniobra propagandística de la izquierda huérfana y náufraga europea que se resiste a fenecer y hábilmente, como siempre, manipula el lenguaje y por tanto los conceptos y las ideas. Ya nadie, en su sano juicio, se atreve a defender los postulados comunistas. Millones de asesinados y de vidas arruinadas no dan para sacar mucho pecho. Pero en ese hundimiento histórico han querido arrastrar al contrario, al enemigo, al vecino odiado. Parece como un postrer intento de llevárselo consigo al mismo infierno. Nosotros somos enemigos de la humanidad pero el liberalismo también, dicen. Dentro de la Iglesia la consigna sobre la presunta igualdad maléfica de los dos sistemas ha sido voceada, coreada y difundida por las infinitas terminales que el marxismo tuvo y tiene en su interior. Los que hemos vivido estos últimos cincuenta años en plena conciencia y madurez sabemos de lo que hablamos. No nos lo han contado. Lo hemos visto y oído. Agazapados tras multitud de cargos diocesanos, las huestes que un día veneraron al marxismo no dan el brazo a torcer, se niegan a dar sus vidas por inválidas y tratan de dejar la tierra quemada tras de sí. Nosotros no nos salvamos, pero el liberalismo tampoco, gritan.
Es curioso el éxito del término neoliberalismo. ¿Por qué no utilizan simplemente el de liberalismo? Imagino que por varias razones. Una de ellas es puramente semántica. Neoliberalismo se parece mucho a neocolonialismo, término este también de gran éxito, alcanzado, como siempre, por el sencillo método de repetir algo millones de veces. Y porque liberalismo, liberal, tiene pocas connotaciones peyorativas. Y es que también ellos saben que la riqueza creada en el mundo en el último siglo se debe al predominio de la libertad de empresa unida a la libertad personal. A estas alturas de mi vida no quiero tener ninguna etiqueta salvo la de cristiano católico. Pero me sublevo ante una nueva victoria propagandística de la izquierda creadora de ruinas sin fin. Victoria que, como siempre, se debe a la inanidad y cobardía de los opuestos. Esa derecha o ese centro social y religioso que ha abandonado, vergonzosamente, por demasiados años, la batalla cultural, el debate de las ideas, la confrontación ideológica. Y en ello sigue, aunque afortunadamente cada vez menos. Todos los ámbitos culturales fueron abandonados, cedidos, rendidos sin una sola batalla. Una claudicación que nos ha traído el triunfo pleno del marxismo cultural, del que la Iglesia no es ajena. Hoy vivimos y respiramos en marxismo gracias a la tenacidad envidiable de la izquierda y gracias, también, a la rendición anticipada y sin condiciones de los de la acera de enfrente. El resultado es que gente de Iglesia, en principio bienintencionada y benemérita, ha asumido sin toser las soflamas marxistas como los más natural. Sin dudarlo, como se bebe un vaso de agua.
Y ya es hora, nunca es tarde, de posicionarnos con claridad, frente alta y mirada fija. Ya basta de cuentos. El liberalismo no es un sistema perfecto, ni muchísimo menos. Como toda acción humana puede llevar a extremos repudiables. Pero creer en la libertad individual, de todos uno a uno, persona a persona, es un valor infinitamente superior que creer en la colectivización por decreto y en la adoración del Estado como suprema instancia de todas las vidas. La libertad de empresa, de comercio, la libre iniciativa, han sido los motores indiscutibles que han llevado a la humanidad a un salto de bienestar monumental, impensable, en solo un siglo. La situación material del mundo hoy está a años luz de lo que era hace un siglo. La miseria, el hambre, las desigualdades se han ido reduciendo incansablemente, años tras año, y se siguen acortando. Hay miles de gráficos, centenares de cifras incontestables que lo atestiguan. Aquí no hay lugar a la discusión. Que siguen habiendo situaciones humanas intolerables, sin duda. Que debe de haber una intervención estatal para corregir los posibles abusos y despropósitos, naturalmente que sí. Este artículo no tiene la intención de sacar el botafumeiro por un sistema que yerra, nada pues de barra libre. Pero de ahí a igualar una estructura ruinosa y criminal y de abolición de todo derecho individual, que solo ha traído desolación y desesperación allí donde se ha instalado, con un sistema que ha lanzado a la humanidad hacia un salto de bienestar y libertad nunca antes soñado va un abismo. Un abismo de injusticia y de error. Iguales, no, ni de lejos.
Rafael Ordóñez