«Es la tragedia más grande después de la segunda guerra mundial»: el papa Francisco definió de este modo hace pocos días el fenómeno de las migraciones, el cual está muy presente en su corazón y sobre el cual interviene sin cesar.
El recibimiento es su dogma, aunque en proporción a las «capacidades» de cada país de «integrar» a los recién llegados. Y «no muros sino puentes» es la consigna que repite con frecuencia, como advertencia a la Iglesia y a los Estados.
¿Pero cuánto vale esta imagen, también sugestiva? El monje Giulio Meiattini, de la Orden de san Benito, sostiene que otra imagen, la de la puerta, sería más apropiada, para expresar mejor qué es lo que hay que hacer con los migrantes.
Publicó sus reflexiones en el último número de la revista «La Scala«, una publicación trimestral de espiritualidad de la Abadía de la Virgen de la Escalera, en Noci, a la que pertenece.
Dom Meiattini es también docente en la Facultad de Teología de Puglia y en el Pontificio Ateneo San Anselmo, de Roma. De él los lectores de Settimo Cielo recuerdan el análisis crítico del primero de los cuatro postulados en los que el papa Francisco dice inspirarse, aquél según el cual «el tiempo es superior al espacio»:
> También Bergoglio tiene sus principios no negociables
Aquí a continuación presentamos un extracto de su artículo en «La Scala», que es tres veces más amplio.
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¡NOS SIRVEN LAS PUERTAS! A PROPÓSITO DEL RECIBIMIENTO
por Giulio Meiattini, OSB
1. Una alternativa falsa
Ahora es un estribillo: “¡No muros, sino puentes!”. Como eslogan suena bien y expresa con eficacia una sana reacción a instintos excesivos de defensa que corren el riesgo de enmascarar egoísmos e indiferencia. Pero mi impresión es que pasar de los “muros” a los “puentes” es querer evitar un exceso cayendo en otro.
Para habitar el mundo, el hombre ha sentido la necesidad primaria de tener una “casa”. Ahora bien, la casa está hecha de muros, pero al mismo tiempo de puertas. Se puede salir y entrar por la puerta. Es por la puerta que el extraño o el huésped pueden transitar, cuando lo piden y se les concede el permiso, o se los invita acogiéndolos. En una casa, la puerta es el símbolo de la discreción, en consecuencia, del discernimiento, en el estilo de la acogida. Hay un tiempo para abrir y un tiempo para cerrar, podríamos decir parafraseando el libro bíblico del Qohelet.
2. La puerta y las paredes
Por su naturaleza, la puerta remite a una separación de espacios diferentes. El primer delimitador y creador de límites, es bueno recordarlo, ha sido Dios mismo, en la obra de la creación. Dios separa la luz de las tinieblas, el cielo de la tierra, la tierra de las aguas (Gn 1, 4-8). Este gesto signa el pasaje del caos al cosmos, del desorden a la proporción y a la belleza: “Y Dios vio que era bueno/bello” (Gn 1, 10 y ss.).
Pero al mismo tiempo Dios garantiza la unidad y la comunicación entre estos grandes ámbitos, sin que por eso se ponga en discusión la distinción. Entre el cielo y la tierra Dios construye pasajes (la escalera de Jacob: Gn 28, 12; o bien la puerta que se abre en el cielo para dejar pasar al vidente del Apocalipsis: Ap 4, 1), hasta hacer de su Hijo el reconciliador de los seres que están en el cielo y de los que están en la tierra (Col 1, 20).
En consecuencia, no hay puerta sin muro, no hay acceso sin obstáculo. La acción divina muestra que se vive sólo en el alternarse de unidad y distinción, de diferencias que no se pueden suprimir y comunicación virtuosa. Si el muro representa la necesidad de articulación y distinción, la puerta recuerda y realiza el vínculo entre el adentro y el afuera, entre lo mío y lo tuyo, entre esto y aquello. El muro sin puerta es la escisión, la apertura sin muro que limite es el caos. Cada recibimiento necesita de este arte del “distinguir para unir”, que corresponde al principio fundamental de la cristología del Concilio de Calcedonia. El acogimiento recíproco entre la humanidad y la divinidad de Jesús es un indicador importante de método para toda otra forma de acogimiento.
3. El más acá y el más allá
Olvidar que existen puertas custodiadas y para custodiar, y que a su vez custodian, es anular las identidades. Toda persona que se acerca a la “casa” de los demás debe ser avisado por las puertas que está entrando en un mundo que no es suyo sino de otros, en un lugar ya habitado, no en una tierra de nadie. Por eso, cruzar un umbral exige una transformación, y también la produce. No nos comportamos de la misma manera en cualquier lugar. La puerta exige cambiar el comportamiento, invita a una conversión para respetar a los habitantes de esa casa. Si esto falta, falta una de las condiciones esenciales del acogimiento: el respeto. Todo aquél que desde afuera entra en una casa atravesando la puerta debe adecuarse a las costumbres de esa casa. La gentileza de quien abre la puerta exige, de la otra parte, el respeto por parte del que llama.
4. Puerta abierta, puerta cerrada
Hay también un cerrar la puerta que indica el recibimiento pleno: acontece cuando, después de haber hecho ingresar al recién llegado, se cierra la puerta a sus espaldas, haciéndolo entrar en nuestro mundo, en vez de tenerlo en pie frente a la puerta de casa.
La alternancia de apertura y cierre nos remite una vez más a la puerta por autonomasia, que es Jesucristo. También él es apertura al Padre e ingreso al Reino, posibilidad del infinito ofrecida al hombre. Pero es también puerta que al final, para algunos, se cierra inexorablemente: “Y mientras que ellas iban a comprar, vino el esposo; y las que estaban apercibidas, entraron con él a las bodas; y se cerró la puerta. Y después vinieron también las otras vírgenes, diciendo: ‘Señor, Señor, abrenos’. Pero él respondió diciendo: ‘En verdad os digo que no os conozco’” (Mt 25, 10-12).
El recibimiento sano no puede prescindir de este ritmo, de este discernimiento entre el cerrar y el abrir. Absolutizar uno de los dos gestos significa no tener una visión adecuada y correcta de recibimiento, tanto en las relaciones personales como en las relaciones entre pueblos y culturas.
5. La posibilidad y la necesidad
Entre estos dos extremos, posibilidad y necesidad, se plantea la libertad humana. Podríamos decir que posibilidad y necesidad son las jambas y la libertad es el dintel que se apoya sobre ellas.
La primera jamba, la de la posibilidad, dice: “puedes pasar por aquí”. Pero la otra jamba habla de otra manera. La puerta diseñada dentro del muro obliga a pasar por allí y no por otras partes, y exige obediencia. La puerta es ley, es «nomos». Ella dice: “debes entrar por aquí”.
Precisamente en cuanto posibilidad y conjuntamente obediencia, la puerta refljea la paradoja de la amplitud y del límite de la libertad humana. Sobre todo expresa el aspecto comunitario de la libertad. Una puerta es un pasaje compartido, a través del cual cada uno acepta pasar junto a los otros. Es ley común, un pacto implícito. Una vez construida una casa y fijada la puerta, cada pasaje legítimo se producirá por allí. Hay un acuerdo de hecho, un sometimiento a la norma común. “El que sube por otra parte es un ladrón o un salteador” (Jn 10, 1).
También para todo aquél que traspasa nuestras fronteras debe valer este principio: “Recuerda que aquí hay leyes, hay una historia y una tradición que las ha forjado; tú debes pasar por ellas, si quieres disfrutar también de las posibilidades que nuestra casa común te concede; ¡tú debes dar gracias por esto!”. No se pasa por cualquier parte ni como se quiere. Esto vale para los habitantes de la casa, vale también entonces para los huéspedes que aspiran a tornarse más familiares. En esencia, éste es el gran problema de la integración. Demasiado descuido de parte nuestra no nos beneficiará, ni a nosotros ni a quien llega.
6. Ni puentes ni muros…
Ahora dejemos los eslogans, tan fáciles cuanto pobres y gastados. No podemos tranquilizarnos o engañarnos diciendo que son suficientes los puentes. Sin quitar nada a esta bella imagen, se puede pensar que los seres humanos, después de haber transitado, tienen necesidad de moradas y de casas en las que habitar.
Y la vida de una casa se mantiene sobre equilibrios y alianzas, normas y lenguajes comunes. Nuestros países europeos, sometidos a desafíos demográficos e inmigratorios excepcionales, no pueden banalizar con fórmulas simplificatorias – de derecha o de izquierda – el sentido del recogimiento y su política. Es cómodo y simplista el muro, y banal y demagógico el puente. Es discreta y compleja, matizada e inteligente la espiritualidad de la puerta.