(Homilía del padre Christian Viña, en la Ascensión del Señor.
Sagrado Corazón de Jesús, de Cambaceres, 24 de mayo de 2020).
Hch 1, 1-11.
Sal 46, 2-3. 6-7. 8-9 (R.: 6).
Ef. 1, 17-23.
Mt 28, 16-20.
Jesús glorificado, que ha recibido todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28, 18) envía a sus Apóstoles -y nos envía-, a ir y hacer que todos los pueblos sean sus discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a cumplir todo lo que Él nos manda (Mt 28, 19-20). Es una orden de nuestro Rey y Señor; y, como tal, hay que cumplirla sin chistar, con alegría, con el corazón ardiente. No es algo optativo o secundario: es lo central del cristianismo. Y aunque sabemos, todo el tiempo, que eso supera con mucho nuestras humanas posibilidades, nos reconforta saber que Él está siempre, con nosotros, en su Iglesia, hasta el fin del mundo (Mt 28, 20).
El final del Evangelio según San Mateo, que acabamos de proclamar, nos muestra que los Once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado (Mt 28, 16). Y, al verlo, se postraron delante de Él; sin embargo, algunos todavía dudaron (Mt 28, 17). Se postraron ante Él, o sea, lo adoraron como verdadero Dios y, aun así, todavía dudaron (Mt 28, 17). Los dubitativos, como lo escuchamos en la primera lectura, esperaban la restauración del reino de Israel (Hch 1, 6); o sea, un Mesías político, triunfante, definitivamente ganador, que expulsara a los invasores romanos. Para ellos –y para nosotros, también, en nuestros frecuentes momentos de duda-, el Señor da una respuesta contundente: no nos corresponde conocer el tiempo y el momento que el Padre ha establecido con su propia autoridad (Hch 1, 7). Siempre nuestra adoración debe ser en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre (Jn 4, 23-24). La duda se vence, con la gracia de Dios, con más oración, estudio, y sacrificio. Hace falta más Altar, y más Sagrario, y menos televisión y guasap; más culto al Pescador de hombres, y menos atrapamiento en las redes.
Jesús no nos abandona, nos deja al Espíritu Santo, para que seamos sus testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra (Hch 1, 8). Y, por supuesto, tras su Ascensión, también a nosotros nos amonesta, como a los Apóstoles, a través de los ángeles, para que no nos quedemos exclusivamente, mirando al Cielo. Jesús, que nos ha sido quitado y fue elevado al Cielo, vendrá de la misma manera que lo vimos partir (Hch 1, 11). ¡Vendrá triunfante, al final de los tiempos, a juzgar a los vivos, y a los muertos, y su Reino no tendrá fin! Queda en nosotros, entonces, tener siempre la mirada en el Cielo; y bien puestos los pies sobre la tierra, para ir de aquí para allá, a anunciar su Reino, y construir su Reino, en medio de su pueblo. Él es el soberano de toda la tierra (Sal 46, 3). Él reina sobre las naciones, y se sienta en su trono sagrado (Sal 46, 9).
Es nuestro deber, ante tanto despliegue de amor y majestad del Señor, conocerlo verdaderamente (Ef 1, 17), como nos urge San Pablo, en su Carta a los Efesios. Sentado a la derecha de Dios (Ef 1, 20), Jesús fue constituido, por encima de todo, Cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo y la Plenitud de aquel que llena completamente todas las cosas (Ef 1, 22-23). Es en esta única Iglesia de Cristo, en la que se encuentran todas las verdades divinamente reveladas, y todos los medios para nuestra salvación, adonde debemos conocer verdaderamente al Señor. No en una Iglesia inventada a nuestro antojo; mucho menos en sectas o en vacías espiritualidades mundanas, sin ningún vínculo con el verdadero Dios.
Nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica que sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del Hombre: ‘A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás (Dn 7, 14). A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del ‘Reino que no tendrá fin’ (CEC, 664).
Hoy nos toca a nosotros, católicos del siglo XXI, ser testigos de ese Reino que no tendrá fin, como expresa el Símbolo Niceno – Constantinopolitano. Y, para ello, obedientes a Cristo, debemos conocerlo verdaderamente (Ef 1, 17), para vivirlo y anunciarlo tal cual es.
En esta solemnidad de la Ascensión del Señor, la Santa Madre Iglesia celebra la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. Ayer, hoy y siempre (Hb 13, 8) se trata de anunciar al mismo Jesús, Buena Noticia del Padre, sin manipulación ni componendas con el mundo.
El recto uso de los medios de comunicación social; y hoy, más que nada, de las redes sociales, exige de nosotros, en primer lugar, tener un conocimiento pleno, y amoroso de Cristo; Camino, Verdad y Vida (Jn 14, 6), para poder anunciarlo sin distorsiones. Debemos situarnos ante los medios, que nunca son fines en sí mismo, con una actitud crítica. No se trata de consumir como meros receptores; sino de recibir y producir mensajes como perceptores.
Los grandes medios, también llamados hoy, multimedios, o medios hegemónicos, están en su abrumadora mayoría al servicio del Nuevo desOrden Mundial; de ese globalismo, de inspiración masónica, que busca destruir todo vestigio de cristianismo. Y que alienta la desaparición de los estados y las naciones, para formar una nueva gobernanza mundial, con una única falsa religión –no católica, claro está- sin Dios, y supuestamente fundada en fraternidades, sin paternidad…
Vemos, con crudeza, en estos días de pandemia cómo operan los propagandistas de los medios. Ya se afirma, abiertamente, que nunca más volverá la normalidad; vendrá –algún día, quizás poco antes del regreso definitivo de Nuestro Señor- la nueva normalidad. O sea, un mundo nuevo, con millones y millones de sometidos, que serán simples espectadores de cómo su libertad es manejada por el puñadito de hombres que domina el planeta. Y vendrán los multimillonarios de la informática, y otros de su camarilla, para inyectarnos un chip en la sangre, que nos dirigirá en todo; y hasta determinará cuándo y cómo enfermarnos, y cuándo y cómo morirnos. Con el pretexto de que estarán cuidando de nuestra salud, seremos tan solo un puñado de descartables, sin decisión propia; a merced de la avaricia descontrolada de unos pocos. Sabemos, perfectamente, que detrás de todo esto está el príncipe de este mundo, el padre de la mentira (Jn 8, 44). Urge, entonces, hacer de los medios y las redes -en lo que dependa de nosotros- valientes testigos de la Verdad; donde Dios no sea el gran ausente.
¡Que María Santísima, a quien hoy celebramos como Auxilio de los Cristianos, nos alcance del Señor sabiduría y coraje! Para que mostremos, con todos los medios, al Rey que está llegando; la Recompensa prometida.