Vivía en Italia un hombre llamado Santiago, quien había cosechado muchos bienes a costa de la usura. Poseía castillos, campos, condados y villas adquiridos a base de ese triste negocio.
Un día escuchó predicar a Santo Domingo sobre la Santísima Virgen María y el Santo Rosario. Domingo le exhortó a recitarlo. El usurero se procuró una muy bella Corona del Rosario que llevaba al cuello, no tanto por devoción, sino por ostentación. Así la estuvo llevando continuamente por un periodo de tres años.
Sucedió una vez que, movido por un impulso, entró en una capilla donde, de manera maravillosa, escuchó que una imagen de María Santísima le hablaba de este modo: “Santiago, Santiago, da cuenta a mi y a mi Hijo de los intereses que esperas de tus deudores de forma precisa y en detalle”. Estas palabras se repitieron varias veces. Asustado, Santiago salió corriendo de la capilla y llegó a casa, hallándose aterrorizado. Su esposa y sus hijos le preguntaron el por qué de su malestar y él les refirió el suceso. Ellos, sin embargo, respondieron que seguro que todo fue fruto de su imaginación y le alentaron a olvidar el hecho, pues le decían que si devolvía el dinero extorsionado, qué sería de ellos. Por este motivo el usurero no encontró el coraje de enfrentar aquella advertencia de la Virgen para que le diera todas sus riquezas.
Dos años después de aquel hecho portentoso, Santiago y otros muchos amigos cabalgaban por las posesiones del usurero, cuando este fue atacado por lobos y osos que solo podían escuchar, más no ver. Aquellas bestias estrangularon al caballo y después se lanzaron sobre el miserable Santiago, a quien hirieron en su cabeza y sus piernas. Sus compañeros instaban al pobre desgraciado a invocar a María Santísima y así lo hizo, prometiéndole remediar el mal que había causado a tantas personas cobrándoles tan desproporcionadamente a sus deudores. Inmediatamente las bestias lo dejaron tranquilo y logró escapar con vida.
Sus amigos lo llevaron a una villa cercana, donde cuidaron de él hasta que se recuperó, momento en que regresó a su hogar. Al contar a su esposa lo ocurrido y deseando remediar el mal hecho, nuevamente encontró una fuerte oposición por parte de todos los suyos y para no contrariarlos, volvió a incumplir su promesa a la Señora.
Dos años más pasaron y otro hecho portentoso volvió a suceder. Nuevamente cabalgaba el pobre hombre junto a un grupo de amigos, cuando se desataron desde el cielo una serie de rayos y truenos aterradores. Nadie sufrió daño alguno, tan solo Santiago fue tragado por una especie de tornado en el cual los demonios lo levantaron junto a su caballo. Nuevamente, el desdichado, invocó a María prometiendo cambiar de vida. Al instante Ella llegó en su rescate con una Corona del Rosario semejante a un rayo, y delante de todos los presentes, ahuyentó a todos los demonios y tomándolo por la mano lo trajo de vuelta al suelo junto a su caballo. Acto seguido, María desapareció. El caballo, aun aterrorizado por aquella terrible visión de los demonios, estaba fuera de si mismo y corría por los prados en todas direcciones.
Nuevamente dejó de cumplir la promesa de devolver los bienes adquiridos con la usura, pues estaba falto del coraje para ello. Fue a confesar y le dijo al sacerdote no tener valor de cumplir la promesa hecha a la Santísima Virgen. El confesor, al verlo tan afligido, le instó a servir a María Santísima en el camino emprendido y le absolvió animándolo a que hiciera lo que debía.
Desde aquel día inició un cambio en su vida. Construyó monasterios en varios lugares y dio muchas limosnas a los necesitados.
Un día, María vuelve a aparecérsele, preguntándole el por qué de su negativa a devolver aquellos bienes que no le pertenecían. Él le dijo que carecía del valor para hacerlo, a lo que nuestra Madre le dijo que si devolvía todos aquellos bienes, Ella le daría a cambio todo lo que deseaba. Accedió el usurero a ello, y la Reina del Paraíso lo llenó de innumerables dones. Él, al ver su casa tan llena de riquezas, las miró encantado, pero fue nuevamente tentado de codicia. Pero María intervino de nuevo y le advirtió seriamente que si no cumplía el voto perdería todas sus posesiones y la propia vida.
Aterrorizado por esta visión, comenzó a escribir a sus bancos en cada región para que hicieran pública la noticia de la devolución del dinero. De este modo fueron devueltas todas las riquezas y los bienes mal adquiridos. Santiago solamente se quedó con lo suyo y con ello hizo muchas buenas obras.
Cuando llegó el final de sus días, recibió los sacramentos de la Iglesia y falleció santamente. Pero tan pronto hubo muerto, innumerables demonios se arrojaron sobre su alma para llevarla al infierno. Habiendo llegado a las puertas del averno, apareció una hermosa Reina junto a San Miguel Arcángel. Este último detuvo a los demonios y les preguntó por qué se llevaban a Santiago. Ellos, enunciando todos sus pecados de tantos años, afirmaron que les pertenecía. Entonces, la Virgen Reina les respondió: “Tomad una balanza y colocad en uno de los platillos todas sus malas obras y pecados, y en el otro colocad todas las buenas. Él ha hecho un buen trabajo.”
Fue entonces cuando el platillo de las malas obras demostró que estas eran mucho más pesadas que las buenas. Pero en ese momento, la Santísima Virgen intervino, añadiendo al platillo de las buenas obras una muy pequeña Corona del Rosario e inmediatamente la balanza se inclinó del lado de las mismas. Ella dijo que su Rosario tenía un valor mayor que todo el mal que el pobre hombre había cometido. En aquel momento, Santiago fue devuelto a María, en vista de lo cual, aquel gran número de demonios imprecaba a María Santísima, golpeándose los unos a los otros y lanzándose con inmensa atrocidad, con gritos y golpes sobre el demonio que había tomado custodia del usurero, recriminándole que después de tenerlo por tanto tiempo atado con tantas cadenas lo dejó escapar y le permitió recitar el Rosario. Todos estos demonios regresaron al infierno en medio de alaridos y blasfemias aterradoras. Por el contrario, Santiago, libre de estos infames, mereció la gloria del Paraíso.
Pidamos a María Santísima que también nosotros, a través del rezo diario del Santo Rosario, nos veamos libres de caer en el infierno y logremos las eternas alegrías del cielo.
Montse Sanmartí.
De los escritos del Beato Alano de la Roche.