Queridos hermanos,
hoy, Viernes Santo, cuando rememoramos la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo y el reposo de su cuerpo en el Sepulcro, quería compartir con vosotros una reflexión:
Satanás y sus demonios sabían perfectamente quién era Jesús. El príncipe de este mundo le tentó por tres veces con promesas dirigidas a tentar su Divinidad, más que su humanidad: convertir las piedras en panes, llamar a sus ángeles para que le socorrieran de una forma efectista, demostrando quién era, y sometiendo su poder a la adoración de su persona. Y los ángeles caídos, cuando eran expulsados del cuerpo de los poseídos le decían: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios. Mas él riñéndoles no les dejaba hablar” (Lc 4,41).
Sabemos que los demonios son ángeles, espíritus puros. Y que ven, conocen y comprenden todo con mayor claridad que los humanos, porque, además, ven el plano sobrenatural.
Por eso su estrategia inicial fue la de tentar a Cristo a que se revelara como Dios, a que no se dejara crucificar en la Cruz (hasta el último momento Satanás habló por boca de los judíos diciéndole, cuando estaba en la cruz: “A otros ha salvado y ahora no puede salvarse a sí mismo. Si eres el Hijo de Dios, baja de la Cruz”). El mismo Pedro, dándole cancha al demonio, quiso apartar por dos veces a Cristo de su destino, reprobando que quisiera morir en Jerusalén (lo que le granjeó una reprimenda enorme de Cristo, llamándole Satanás) y otra, ya en el huerto de los olivos, desenvainando su espada e hiriendo a Malco, lo que Cristo le reprochó, diciéndole que podría llamar a su Padre para que le enviara tres legiones de ángeles si quisiera, pero que tenía que beber el cáliz y que se cumplieran las Escrituras…
Sin embargo, a pesar de tener clara su línea de actuación, el demonio no podía evitar tampoco matar a Cristo. Quería tomarse “justa venganza” de su expulsión del Cielo, cuando el Padre le puso a sus ángeles la prueba de someterse a Cristo hecho hombre. Y vemos así cómo enardece a los judíos y, especialmente a su Sanedrín, para que se conjuraran a asesinarle, tras ver sus milagros, y, especialmente, la resurrección de Lázaro. Vemos al espíritu asesino avivar el fuego de sus corazones cuando le pedían a Pilatos que le crucificaran a pesar de verle machacado por el flagrum romano. Hizo descargar toda la furia romana y judía sobre él, clavándole las manos que tanto bien habían hecho y tantos milagros habían obrado, y los pies, que habían llevado el Evangelio por la montaña de Judea, Samaría y Galilea (¡qué bellos son los pies en la montaña del que anuncia la buena noticia, Isaías 52,7).
De esta contradicción de Satanás y sus secuaces que, por una parte, sabían que tenían que impedir la muerte sacrificial y redentora de Cristo y, a la vez, no podían evitar hacerle todo el daño posible, hasta torturarle y asesinarle de la forma más dolorosa posible, creo que podemos sacar una conclusión: la lógica del mal no entiende la lógica del amor. El maligno es homicida desde el principio, y disfruta matando y destruyendo.
Dios lo sabía. Y a esa lógica inexorable de destrucción Cristo opone la lógica de la entrega hasta el final, del que se sacrifica, como Sansón, para vencer al mal. Esa lógica del amor, esa “matemática” del bien, si se me permite la palabra, se topa con la ceguera de la soberbia y el desamor de Satanás y los suyos, que, aun intuyendo que matando a Cristo serían derrotados para siempre, no pueden evitar llegar hasta el final.
El Mal es inexorable en su carrera de aniquilación y no consiente razonamiento ni cálculos. El enemigo no puede evitar hacer lo que es, a pesar de que, de ello, se derivase su derrota. En esta lucha aparenta vencer el Mal, sacrificando a Cristo, pero en esa “victoria” encuentra su derrota, la “victoria del vencido”, que, muriendo por nuestros pecados, pasando por todo dolor humano, padece vicariamente en sus carnes nuestras culpas y paga la cuenta acumulada desde el pecado original hasta el fin del mundo.
Por tanto, hagamos el bien hasta el extremo, imitemos la humildad del Cordero de Dios que, pudiendo defenderse y vencer, con toda justicia, sabe que sólo en la cruz (vista como derrota para quien carece de fe, esperanza y caridad) está la victoria, porque ese plan nunca puede ser vencido por el demonio que, aunque lo vea, haciendo el mal que quiere, no puede evitar cumplir la voluntad de Dios.
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