La Cruz de Cristo constituye el mayor triunfo de toda la historia, pues en ella fueron vencidos el pecado, la muerte, el infierno, y todos los poderes de las tinieblas. Representa también la mayor prueba de amor que ha habido y puede haber, expresión máxima de la Divina Misericordia: el buen Dios dando la vida por sus ingratas criaturas. Y representa también el acto supremo del Cordero de Dios: su entrega, su sacrificio en obediencia al Padre, dando cumplimiento a las Sagradas Escrituras y consumando el misterio de la Redención del género humano: “Tetelestai”, “Consummatum est”. Corta frase, una palabra en griego, dos en latín, pero rebosante de significado, abarcando a un mismo tiempo toda la historia humana, su infeliz inicio, su afortunado desenlace gracias a la Alianza Nueva y Eterna, y la eternidad, con vida en plenitud en Cristo.
El Antiguo Testamento lo prefiguraba con la palabra “está consumado”, pronunciada por el Sumo Sacerdote una vez al año, el día de la Expiación o Yom Kippur, luego de la aspersión de sangre sobre el Arca de la Alianza, único día al año en que entraba al Santo de los Santos. En el Nuevo Testamento llega a su desenlace final, en el Apocalipsis, al momento de la séptima trompeta: “Entonces el ángel que yo había visto de pie sobre el mar y sobre la tierra, alzó su mano derecha hacia el cielo, y juró por Aquel que vive por lo siglos de los siglos -que creó el cielo y cuanto hay en él, y la tierra y cuanto hay en ella, y el mar y cuanto hay en él- que ya no habrá más tiempo, sino que en los días de la voz del séptimo ángel, cuando él vaya a tocar la trompeta, el misterio de Dios quedará consumado según la buena nueva que Él anunció a sus siervos los profetas” (Ap 10,5-7).
El misterio de la consumación también se puede ver con las 4 copas o cálices del Séder de Pésaj (rito de la Pascua Judía). Aunque Jesús se basa en ese rito para instituir la Sagrada Eucaristía, también introduce algunos cambios que son muy relevantes. Luego de dar las gracias (Birkat Hamazón) toma el tercer cáliz y establece una Nueva Alianza, declarándose Dios, pues fue Dios quien estableció la primera con Abraham, renovada en Isaac y Ja
Ese acto de amor estaba previsto por el Padre, como única alternativa para la salvación de los hombres y mujeres de todos los tiempos. Dios no permite que Abraham sacrifique a su primogénito, pero no libró a su Unigénito de la muerte. La respuesta de Abraham a Isaac, inspirada por el Espíritu Santo, constituiría la bendita profecía de la que dependía nuestra vida eterna: “Contestó Abraham: «Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío»” (Gn 22,8), refiriéndose a Jesucristo sin saberlo.
El lugar para el Holocausto Supremo también estaba previsto. Por eso Dios le dijo a Abraham: “Toma a tu hijo único, a quien amas, a Isaac, y ve a la tierra de Moriah, y ofrécele allí en holocausto sobre uno de los montes que Yo te mostraré” (Gn 22,2). En la tierra de Moriah, en el mismo monte donde está la calavera de Adán[i] y de lo que posiblemente deriva su nombre (Calvario/Gólgota), se consumaría el misterio del plan salvífico de Dios, establecido por el Padre desde el mismo instante en que se cometió el pecado original.
Este Supremo Holocausto, profetizado y prefigurado en la ley, en los profetas y en los salmos, se consuma en el tiempo exacto previsto por Dios, al término de las primeras 69 semanas (de años) de la profecía de Dn 9,24-26. Esto es, 483 (7×69) años bíblicos o proféticos (que son de 360 días) desde el decreto de Artajerjes, acontecido el 14 de marzo del año 445 a.C. y narrado en Ne 2,1-8. Corresponde al tercer decreto, en el cual se da la orden de reconstruir Jerusalén y la asignación de madera y fondos para tal empresa (no debe confundirse con el decreto de Ciro II el Grande ni con el de Darío).
Analicemos con más detalle lo acaecido en el Gólgota. Los hombres contrajimos con nuestro pecado una deuda impagable, representada en los Evangelios con 10.000 talentos: “El reino de los cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Y cuando comenzó a ajustarlas, le trajeron a uno que le era deudor de diez mil talentos” (Mt 18,23-24). Un talento eran 6.000 denarios. Un denario era el jornal común de un trabajador en tiempos de Jesús, moneda de plata que dos siglos antes correspondía al dracma griego. Sacando cuentas llegamos a cifras sorprendentes. 10.000 talentos son 60.000.000 de denarios. Una persona tendría que trabajar los siete días de la semana por 164.384 años para pagar esa deuda, pero resulta que el hombre vive en promedio solo 70 años. Siendo aun más realista, asumiendo un trabajo de seis días por semana y un pago del 50% de lo devengado (para vivir del resto), el obrero debería trabajar 384.615 años. Es decir, imposible, deuda absolutamente impagable. Tal es la deuda que cada uno de nosotros contrajo con Dios. La única solución es que Dios la pagara por nosotros, pero manteniendo el perfecto equilibrio y concordancia entre justicia y misericordia.
Esto puede ser mejor comprendido con un ejemplo de una infracción de tránsito. Una persona comete una infracción y es detenido por un policía vial, quien procede a llenar el formulario de la multa. El conductor, roto de dolor y en sincero arrepentimiento, le dice llorando al funcionario que está desempleado, su mujer enferma, su único hijo autista y para completar los están echando de la casa en el que están alquilados por impago. Le ruega le perdone, pues humanamente no tendría cómo pagar esta nueva deuda encontrándose en tan horrorosa situación. Supongamos que se trata de un policía con un gran corazón, quien se compadece profundamente con el infractor. Si el policía le deja ir sería un acto de misericordia, pero representaría una injusticia. Si le obliga a pagar la multa haría justicia, pero sin misericordia con el desdichado. De modo que con gran amor y justicia le perdona en los siguientes términos: “le dejo ir, pero como la infracción fue cometida, yo mismo iré hoy y haré por usted el pago de la misma”.
Eso fue exactamente lo que ocurrió en el tiempo previsto en la tierra de Moriah: Dios Padre proveyó el Cordero del Sacrificio, el cual perdonó a cada hombre su deuda impagable, saldando a su vez la deuda de todos y cada uno. No había otra solución, Dios lo sabía.
A la luz de esta comprensión podemos analizar la siguiente declaración de Jorge Mario Bergoglio[ii]: «Dio è ingiusto? Sì, è stato ingiusto con suo figlio, l’ha mandato in croce» (“¿Es Dios injusto? Sí, fue injusto con su Hijo, lo mandó a la cruz”). ¿Podría algún católico fiel afirmar que Dios es injusto o que hizo algo injusto? Esto es herejía y grave ofensa a Dios hecha de manera pública. Es también enorme insensatez, explicada por el Espíritu Santo a través del Apóstol San Pablo: “La doctrina de la Cruz es, en efecto, locura para los que perecen; pero para nosotros los que somos salvados, es fuerza de Dios” (1 Co 1,18). Para los que van rumbo a la condenación, la Cruz es una locura, y la crucifixión de Cristo una injusticia atribuida a Dios Padre. Pero para nosotros la Cruz es fuerza de Dios, y la crucifixión del Hijo Único de Dios es el acto magno, máximo y superlativo de amor y justicia.
Ese amor y justicia llevado a su plenitud nos da la vida. “Así pues, como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida” (Rm 5,18). Dios no fue injusto como dijo el falso profeta. Todo lo contrario, tenemos vida gracias a su “obra de justicia” que nos libra de la condenación eterna, y solamente la fe en Cristo nos alcanza tal justificación (Ga 2,16).
Esa insensatez se ha visto en otras ocasiones. En el encuentro con los jóvenes de Kenia[iii] se refirió al Viacrucis como “la historia del fracaso de Dios”. En la Catedral San Patricio en Nueva York[iv] hizo una declaración sorprendente: “Si alguna vez nos pareciera que nuestros esfuerzos y trabajos se desmoronan y no dan fruto, tenemos que recordar que nosotros seguimos a Jesucristo, cuya vida, humanamente hablando, acabó en un fracaso: en el fracaso de la cruz”. La Cruz de Cristo escándalo para los gentiles o paganos, pero para nosotros es poder y sabiduría de Dios: “Así, pues, los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría; en tanto que nosotros predicamos un Cristo crucificado: para los judíos, escándalo; para los gentiles, insensatez; mas para los que son llamados, sean judíos o griegos, un Cristo que es poder de Dios y sabiduría de Dios” (1 Co 1,22-24).
En su obra “La Noche Oscura del Alma”, San Juan de la Cruz escribió que para entrar en “la riqueza de la sabiduría de Dios, es necesario entrar por la puerta: esta puerta es la Cruz, y es estrecha”. Santa Teresa Benedicta de la Cruz, la “mártir de amor”, en su obra “Vida Escondida y Epifanía de Edith Stein”, nos habla de la Cruz de Cristo como nuestra “única esperanza” y como “el camino que conduce de la Tierra al Cielo”. No hay salvación en el rechazo a la Cruz.
En el Calvario se consuma el plan de Dios para salvarnos. El Padre le da a su Hijo un encargo, ejecutado en plenitud, en perfecta obediencia, y terminado con la sexta palabra de Cristo en la Cruz. Hermosa y sabiamente está explicado en la Biblia Straubinger, en la nota al pie asociada a este versículo, Jn 19,30:
“Está cumplido el plan de Dios para redimir al hombre. Si nos tomamos el trabajo de reflexionar que Dios no obra inútilmente, nos preguntaremos qué es lo que pudo moverlo a entregar su Hijo, que lo es todo para Él, siendo que le habría bastado decir una palabra para el perdón de los hombres, según Él mismo lo dijo cuando declaró la libertad de compadecerse de quien quisiera, y de hacer misericordia a aquel de quien se hubiera compadecido (Ex 33,19; Rm 9,15), puesto que para Él «todo es posible» (Mc 10,27). Y si, de esa contribución infinita del Padre para nuestra redención, pasamos a la del Hijo, vemos también que, pudiendo salvar, como dice Sto. Tomás, uno y mil mundos, con una sola gota de su Sangre, Jesús prefirió darnos su vida entera de santidad, su Pasión y muerte, de insuperable amargura, y quiso con la lanzada ser dador hasta de las gotas de Sangre que le quedaban después de muerto. Ante semejantes actitudes del Padre y del Hijo, no podemos dejar de preguntarnos el porqué de un dispendio tan excesivo. Entonces vemos que el móvil fue el amor; vemos también que lo que quieren con ese empeño por ostentar la superabundancia del don, es que sepamos, creamos y comprendamos, ante pruebas tan absolutas, la inmensidad sin límites de ese amor que nos tienen. Ahora sabemos, en cuanto al Padre, que «Dios amó tanto al mundo, que dio su Hijo Unigénito» (Jn 3,16); y en cuanto al Hijo, que «nadie puede tener amor más grande que el dar la vida» (Jn 15,13). En definitiva, el empeño de Dios es el de todo amante: que se conozca la magnitud de su amor, y, al ver las pruebas indudables, se crea que ese amor es verdad, aunque parezca imposible. De ahí que, si Dios entregó a su Hijo como prueba de su amor, el fruto sólo será para los que así lo crean (Jn 3,16 in fine). El que así descubre el más íntimo secreto del Corazón de un Dios amante, ha tocado el fondo mismo de la sabiduría, y su espíritu queda para siempre fijado en el amor (cf. Ef 1,17).”
Esto nos demuestra la Cruz de Cristo: el amor insondable de un Dios que se entrega enteramente, sin reservas y más allá de nuestra comprensión. En respuesta a insultos, blasfemias y tortura extrema, Cristo devuelve perdón y entrega el todo: su Cuerpo como Pan de vida eterna, su Sangre como Cáliz de eterna salvación, y su Madre Santísima para ser nuestra Madre, Abogada, Corredentora y Mediadora de todas las gracias. Nosotros estamos llamados a responder con agradecimiento y a devolver amor con amor. Cristo pagó por nosotros un precio infinito: su Preciosísima Sangre derramada en expiación. Defendamos con valor el triunfo de la Cruz de Cristo, su mayor victoria y la mayor prueba de amor de toda la historia. “Ardo en celo por Yahveh, Dios Sebaot” (1 R 19,10; 1 R 19,14). Pidamos a Dios el celo de Elías para defender a Nuestro Señor, para honrar su Santo Nombre, para predicar el triunfo de la Cruz, y para rechazar las herejías y las blasfemias contra su Sacratísimo Corazón y contra su Preciosísima Sangre, pues hablar del fracaso de Dios o de la Cruz, no solo es ambas cosas (herejía y blasfemia), sino que muy posiblemente sea pecado contra el Espíritu Santo, único que no se perdona.
Cuando un hombre, una mujer o incluso un ángel nos hable del fracaso de la Cruz, rechacemos tal ataque y desprecio al sacrificio que pagó nuestra deuda y nos dio la vida eterna, y respondamos con valentía con la Oración por el Triunfo de la Cruz, que rezamos todos los jueves en Getsemaní, y que termina así: “Victoria, victoria, victoria, Oh Santa Cruz, la señal de nuestro triunfo”.
Mauricio Ozaeta
[i] Visiones completas de Ana Catalina Emmerick, Tomo 1 – El Antiguo Testamento, Sección 2, Punto IX – La familia de Adán
[ii] Esto lo dijo el 15 de diciembre de 2016, en respuesta a una pregunta que le hizo una enfermera del Hospital Pediátrico Bambino Jesús, de Roma, en relación a porqué sufren los niños.
[iii] Esto fue el 5 de diciembre de 2015, en el Estadio Kasarani, en Nairobi.
[iv] Fue el 24 de septiembre de 2015, durante la homilía.
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