Solo Cristo, el Buen Pastor,
es nuestro alimento y sanación.
(Homilía del padre Christian Viña, en el cuarto Domingo de Pascua.
Sagrado Corazón de Jesús, de Cambaceres, 3 de mayo de 2020).
Hch 2, 14a. 36-41.
Sal 22, 1-3a. 3b-4. 5. 6 (R.:1).
1 Pe 2, 20b-25.
Jn 10, 1-10.
Cristo, nuestro Buen Pastor Resucitado, es la puerta de las ovejas (Jn 10, 7. 9). Él es el único Camino, Verdad y Vida por el que vamos al Padre (Jn 14, 6). Él cuida de cada uno de nosotros, frente al permanente acecho de ladrones y asaltantes (Jn 10, 1. 8. 10). Él nos llama a cada uno por nuestro nombre (Jn 10, 3), para hacernos salir a su encuentro; y nosotros lo seguimos, porque conocemos su voz (Jn 10, 4).
Con el gozo enorme de este tiempo, la Santa Madre Iglesia, en su sabiduría bimilenaria, nos propone en este cuarto Domingo de Pascua, contemplar el Divino Rostro de Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote. Que nos ve hoy, especialmente, con la mirada del Buen Pastor; que velará siempre, por nosotros, hasta el fin del mundo (Mt 28, 20).
Las buenas ovejas, las ovejas fieles, nunca seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen su voz (Jn 10, 5). Se trata, entonces, de saber escucharlo a Él, y de no confundir su llamado con el de tantos lobos y falsos pastores; que, ayer, hoy y siempre buscan apoderarse del único rebaño del Señor.
Escucharlo a Él es disfrutar de su vocación perpetua, de su vigilancia personal; para que podamos dar gloria a Dios, con la santidad de nuestra vida. ¿Nos puede privar de la esperanza, acaso, su promesa definitiva: El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento (Jn 10, 9)? Él es el único alimento que nos da la Vida, y la vida en abundancia (Jn 10, 10). Él es el Buen Pastor que da su vida por las ovejas (Jn 10, 11).
Lleno del Espíritu Santo, como escuchamos en la primera lectura, el día de Pentecostés, San Pedro, logró con su predicación sobre el Señor y Mesías (Hch 2, 36) que tres mil judíos se hicieran bautizar, y se unieran al único rebaño del Buen Pastor (Hch 2, 41). Aquel que nada nos hace faltar, y nos lleva a descansar en verdes praderas (Sal 22, 1-2). Él no abandona a sus ovejas en el momento del peligro, y prepara ante nosotros una mesa, frente a nuestros enemigos; unge con óleo nuestra cabeza, y nuestra copa rebosa (Sal 22, 5).
Nuestro Buen Pastor, que tan bellamente fuera descrito por David, en el salmo 22, es quien llevó sobre la cruz nuestros pecados, cargándolos en su cuerpo, a fin de que, muertos al pecado, vivamos para la justicia (1 Pe 2, 24). En sus llagas, hemos sido curados (1 Pe 2, 24). Y, cada vez que, con las debidas disposiciones, y verdaderamente arrepentidos, pedimos perdón por nuestros pecados, en la Confesión, volvemos felices a Él, nuestro Pastor y Guardián (1 Pe 2, 25).
Celebra la Iglesia hoy el Domingo del Buen Pastor, para contemplar siempre con nuevo asombro, la gloria de Cristo. Y para implorarle que envíe muchos y santos sacerdotes a su Iglesia; porque como Él mismo lo dice: La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rogad al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha (Mt 9, 37-38).
Dice San Agustín que: El Señor, cuando prepara a los hombres para el Evangelio, no quiere que interpongan ninguna excusa de piedad temporal o terrena, y por eso dice: Sígueme y deja a los muertos que entierren a sus muertos (Catena Áurea vol. I, p. 493). Y el gran Obispo de Hipona advierte, igualmente, que si existen buenas ovejas habrá también buenos pastores, pues de entre las buenas ovejas salen los buenos pastores (Sermón 46, sobre los pastores).
El Sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús, repetía, con vehemencia, San Juan María Vianney, el santo Cura de Ars. Y porque brota del Corazón del Señor, que fundó la Iglesia, con sus sacramentos, es esencial e insustituible. La Iglesia vive de la Eucaristía; se funda en la Eucaristía, y halla su cumbre en la Eucaristía. Ella es el alimento irremplazable para fortalecernos en la fidelidad a Dios, ser santos, y darle gloria al Señor. Ella es quien nos sostiene en el camino al Cielo; y es el santo viático en la hora de la muerte. Y la Eucaristía –bien lo sabemos- solo es posible con los sacerdotes; que somos irremplazables. Cualquier bautizado, sea cual fuese su estado, puede y debe hacer casi todo lo que el Señor, a todos, nos exige. Pero solo el sacerdote puede hacer la Eucaristía, y los otros sacramentos.
Debemos, más que nunca, de rodillas ante el Santísimo Sacramento, pedir por el aumento, perseverancia y santificación de las vocaciones al Sacerdocio; tanto para el clero secular (también llamado diocesano), como para el regular (también llamado religioso). Y lo debemos hacer como niños hambrientos, que claman a su Padre por la verdadera comida (Jn 6, 55). Porque si llegasen a faltar sacerdotes –como señaló en un hermoso poema, el genial Hugo Wast- se conmoverán los cielos y estallará la tierra, como si la mano de Dios hubiera dejado de sostenerla; y las gentes aullarán de hambre y angustia, y pedirán ese pan, y no habrá quién se lo dé; y pedirán la absolución de sus culpas, y no habrá quién las absuelva, y morirán con los ojos abiertos por el mayor de los espantos (Navega hacia altar mar. Vórtice – Didascalia. Buenos Aires, 1996).
Este coronabicho globalizado, que azota el mundo, encontró a miles y miles de sacerdotes, en la primera línea de combate. De modo especial a los capellanes de hospitales; muchos de los cuales se gastaron y desgastaron (2 Cor 12, 15), hasta el fin, por Cristo, presente en los enfermos. Solo en Italia y en España, hasta el momento, más de 200 sacerdotes han fallecido, luego de haber contraído esta enfermedad.
Por otra parte, las medidas restrictivas para el libre ejercicio del sacerdocio –muchas veces sobreactuadas, y con claro sesgo ideológico, de no pocos gobiernos- hizo que se cumpliera aquella profecía de Hugo Wast: miles de hermanos nuestros mueren con los ojos abiertos por el mayor de los espantos; por no tener, junto a su lecho, a un sacerdote que les dé los Últimos Sacramentos, y los prepare para el Cielo. Dios les pedirá debida cuenta a quienes, arbitrariamente, impiden que su gracia se derrame, con abundancia, a sus hijos más pequeños (Mt 25, 31 – 46).
A grandes males, grandes remedios, repetían nuestras abuelas. Podríamos decir, también, a grandes necesidades, grandes respuestas ¡Que María Santísima, Madre de la Iglesia, interceda por las vocaciones sacerdotales; para que ningún hijo de Dios deje de recibir el alimento insustituible de los sacramentos, en particular, claro está, el Pan vivo bajado del Cielo (Jn 6, 51)…!
Padre Christian Viña +
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