Sucedió en tiempos de Santo Domingo que este se fue a predicar, por orden de la Santísima Virgen, a la población de Albigio, sin obtener allí ningún resultado. Por este motivo, Domingo estaba muy triste. Durante la oración, María misma se le aparece y le dice: “No te sorprendas, hijo mío, por no obtener ninguna conversión. ¿Cómo podrías arar una tierra dónde no se riega o donde nunca llueve? Has de saber que cuando llegó el tiempo de la Redención, Dios envió la lluvia de la gracia a través de la Salutación Angélica del Ave María. Hijo mío, predica la oración de mi Rosario que conduce a la sabiduría y obtendrás grandes conversiones.”
Santo Domingo se levantó lleno de alegría y se dedicó enseguida a predicar sobre el Santo Rosario y la devoción a la Santísima Virgen María, obteniendo los resultados que nuestra buena Madre le había prometido.
La predicación de nuestro santo llegó un día a oídos del obispo del lugar, hombre de gran preparación pero que, para su desgracia, se había unido a la herejía albigense, teniendo por una niñería la prédica de Domingo. A él le gustaba más escuchar cosas inauditas y novedosas, algo de lo que, según el obispo, carecían los sermones del santo.
El obispo, entones, empezó a hostigar al santo y a hablar terriblemente mal de él y de sus prédicas a los conciudadanos.
Poco tiempo después, mientras el obispo hereje estaba en oración, tuvo una visión: de debajo de la tierra brotaba tanta agua que anegaba muchas cosas y esta inundación estaba acercándose a él. De repente vio a un hombre que le pareció ser Santo Domingo, quien había tendido un puente de ciento cincuenta zócalos sobre aquellas aguas. Todos cuantos pasaban el puente quedaban a salvo y el santo los esperaba para darles acogida y llevarlos a un lugar bien seguro. Por el contrario, los del otro lado estaban sumergidos en las aguas.
El obispo se acercó humildemente al a Domingo para pedirle que lo ayudara. El santo lo ayudó a salir de aquellas aguas haciéndolo caminar por el puente y luego por un camino que terminaba en un bello jardín lleno de flores. El obispo no había visto jamás lugar tan maravilloso como aquel.
Llegados a un lugar determinado vio a María Santísima sentada en un bello trono y los que habían sido salvos se acercaban a Ella con gran devoción y reverencia, agradeciendo el don de haber sido liberados de las aguas que habían logrado vadear gracias al puente construido por Santo Domingo. Ella, sonriente, les obsequiaba, uno por uno, con una bella Guirnalda de flores.
Llegado el obispo ante la Señora, hizo como los otros, acercándose ante Ella, pero a él le habló seriamente haciéndole comprender que no merecía aquel don de haber sido salvo de las aguas por haber sido escéptico con la prédica del Rosario y con la persecución encarnizada contra nuestro santo. No obstante, enseguida lo consoló diciéndole que podría remediar aquello si solamente lo deseara. Acto seguido, la Amabilísima Señora también obsequió al obispo con una Corona de flores mientras este se postraba a sus pies con gran devoción y agradecimiento.
Terminada la visión, el obispo volvió en sí lleno de consuelo y comprendió que la visión le llamaba a creer en la devoción del Santo Rosario y en su predicador, Santo Domingo, a quien tan mal había tratado hasta entonces. Entonces se decidió a recitar el Santo Rosario cada día, aunque no con toda la fe que debiera, aunque así lo hizo una buena temporada.
Durante ese tiempo s sucedieron en su territorio diversas guerras. El obispo decidió entonces poner todo su empeño en predicar las gracias y bienaventuranzas de la Santísima Virgen.
Fue entonces cuando, por segunda vez, tuvo una visión: él y muchos otros se hallaban en un pantano rodeado por montañas. Trataban todos en vano de salir, pues estaban llenos de lodo hasta las rodillas, y cuanto más lo intentaban, más se hundían en el cieno. Ante esta angustiosa situación, el obispo levantó la vista y vio en una de las cimas que rodeaban el pantano a una Reina que estaba junto a un fraile que le pareció nuevamente reconocer como Santo Domingo. Enseguida, la excelsa Madre y el fraile lanzaron a los desdichados hombres una cadena de ciento cincuenta eslabones de oro y, alternando, quince glóbulos dorados. Aquellos pobres infelices que se agarraban a dicha cadena, lograban salir de la ciénaga y eran subidos a la cumbre donde se podían lavar y tomaban alimento. También el obispo pidió ser rescatado y en efecto, recibió la misma gracia que sus compañeros. Pero María le habló nuevamente: “Hijo, te salvé una vez de las aguas, y también ahora te liberé del barro del pantano. Pero debes confiar más en el poder del Santo Rosario. ¡Se firme e incansable en mi servicio, hijo mío! Desvanecida la visión, quedó muy feliz y consolado, por lo que continuó rezando cada día con fervor el Santo Rosario y pudo observar que las guerras cesaban y volvía la paz a todo el territorio.
Una tercera vez el obispo entró en un éxtasis y nuevamente recibió una manifestación celestial: vio a un ángel con apariencia de doncella que sostenía un cordón largo para confeccionar rosarios. El ángel tomaba las cuentas de rosario y al insertarlas, estas daban tanto resplandor que iluminaban la iglesia donde se encontraban.
Después de terminar el cordón, la doncella angelical se presentó ante la Santísima Virgen, quien, después de recibirla y elogiarla, le dio las gracias, invitándola a darle muchas más Coronas del Rosario, y a preparar otras para otros y así ser digna de Su Amistad.
Después de esta última visión, permaneció consolado, y abandonó por completo la herejía de los Albigenses, deshaciéndose de sus malas doctrinas y sirviendo devotamente a la Santísima Virgen María. Así fue como obtuvo la Gracia de una santa muerte y fue elevado a la alegría de la Gloria Eterna.
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