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JESUCRISTO Y SU BURRITO. Un cuento de Navidad para vuestros hijos

Durante toda nuestra vida hemos oído hablar de que hasta los animales amaban a Nuestro Señor y, como máximo ejemplo, la Tradición hace un hermoso homenaje a las golondrinas al respecto, atribuyéndoles el insigne rol de aliviar el terrible sufrimiento de Jesús al sacarle las espinas que clavamos en su sagrada cabeza.

Hoy, yo quiero rendir tributo y homenaje a la figura del burrito, que tan presente estuvo en su vida, casi anexado a su propia persona.

Desde antes de nacer el Salvador ya estuvo presente en la existencia de la Sagrada Familia, pues San José condujo a su santa y casta esposa en un burrito hacia Belén, donde habría de venir al mundo.

Pues bien, yo quiero poner nombre a ese burrito que, a buen seguro, Cristo amó y con el que pasaría muchos momentos de su sagrada vida. Así pues, lo llamaremos «Fídelis»…

Después el penoso viaje que padecieron San José y la Virgen María, transportada a lomos de Fídelis, recalaron en Belén, donde no les concedieron posada, sino un humilde establo.

En el establo, nuestro querido burrito halló descanso junto a sus dueños y trabó amistad con otro humilde animal, un buey que allí habitaba.

Entre ambos, abstraídos por el ambiente de santidad que había llegado a aquella pobre estancia, se encargaron de proporcionar calor a sus insignes visitantes, mientras mantenían silencio postrados junto al Misterio de Salvación que ante ellos tenían.

Fídelis siempre estaba dispuesto, en postura recogida y en silencio, junto a María, en espera de José, que se afanaba en acopiar leña y sustento, después de haber acomodado la estancia con esteras, lienzos y algún pequeño mueble, en su afán de ofrecer algo de comodidad a su amada esposa y preparar el cercano alumbramiento de su Sagrado Hijo.

Tras el feliz Nacimiento de Jesús, Fídelis se ocupaba de transportar a José al poblado durante el día, cargar sobre sus lomos los aprestos necesarios para mantener a la Familia y caldear la estancia en las frías noches, siempre en silencio y recogimiento. Era un burrito excepcionalmente amable, obediente, trabajador y pacífico.

Pero las circunstancias de la época volvieron a ponerlo en un duro camino para proteger a Nuestro Salvador, porque sucedió que Herodes quiso matarlo, después de haber sabido que nacería un Nuevo Rey para todos los hombres. En su obnubilado entendimiento, lo entendió como un rival a su trono, por lo que dispuso el magnicidio de todos los niños nacidos en su época, decidiendo segar la vida de tantísimos inocentes.

De nuevo, Fídelis esperaba las órdenes de San José para encargarse de poner su afán y fuerzas al servicio de la Misión que tenían: salvaguardar al Hijo de Dios y proteger a su Santa Madre.

Así que, de nuevo, habría de acarrear pertrechos y ponerse en el largo camino del exilio a Egipto, llevando su preciosa carga en sus benditos lomos. María y el Niño descansaban sobre ellos y eso le daba fuerzas y enorgullecía, haciéndole resplandecer entre todos los animales de la Creación.

Fídelis continuó junto a ellos durante aquel penoso exilio, sirviéndoles silente y solícitamente, encontrando paz y cariño entre tan amable y grandiosa Familia. Diríase que meditaba sobre ello y que transcendía su carácter irracional en una suerte de conciencia sobrenatural que le guiaba.

Cuando llegó la feliz hora del regreso a casa, parecía resplandecer, retozando, correteando y saltando ante el Niño que gozaba de sus cabriolas, riendo feliz frente a su burrito amado, bajo la mirada de sus padres, arrebatados ante el espectáculo cómico circense de Fídelis y el infantil regocijo de Jesús Niño.

Así que volvieron a casa, donde siguió asumiendo las tareas de apoyo a sus queridos amitos. En cada uno de sus viajes les servía con solicitud y entrega, logrando un trato especial por su parte e incorporándose al quehacer diario de la Familia desde el alba hasta el ocaso, convirtiéndose, por derecho propio, en pieza importante de su desarrollo y solazamiento.

Incluso Jesús solía montarlo cuando recolectaba frutillas de temporada, maderas para la carpintería, cuando acarreaba cántaros de agua para su Madre, cuando entregaba los muebles que hacía junto a José y cuando deseaba retirarse para orar a su Padre.

Fídelis también retenía sus experiencias en su dócil mente mientras envejecía en el más privilegiado Hogar que jamás existió.

Pasaron, pues, los años, y llegó el día de su muerte. Tal vez el Creador dispuso que así fuera para, en su infinita Misericordia, evitarle el dolor y la tristeza del tormento que se acercaba para el Ser que más amaba, su inseparable Jesús.

Pero aún quedaba una sorpresa que Fídelis dejaría a su dulcísima y querida Familia, puesto que un hermano suyo había procreado un nuevo pollino que se sumaría a los servicios que él había prestado a toda la Humanidad en la Casa de María y José.

Aquel otro burrito de su casta sería el encargado de una nueva y magna misión dentro del Divino Plan del Creador: llevar en su grupa al Salvador de los hombres en su gloriosa entrada en Jerusalén, previo a su Pasión, Muerte y Resurrección.

Sí, el Cielo había sido generoso con su raza, la había elevado a tan alto honor y había bendecido su existencia y servicios, hasta el punto de concederle, postreramente, la gracia de transportar el exangüe Cuerpo de Dios Hijo hasta la Sepultura donde abandonaría su corruptible condición humana para transformarla en Eterna y Divina, consumando la Redención y acogiendo a sus hijos, de nuevo, bajo su manto protector.

Si, señor, aquel burrito, nuestro querido Fídelis, tuvo la gracia de participar en la más grande Historia jamás contada.

PAZ y BIEN.

Ricardo Manuel Muñoz.

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