Por Álex Holgado
II-¿P.VICENTE CAÑAS SJ O KIXWÍ?
El caso de Vicente Cañas, del Padre Vicente Cañas SJ, supone el ejemplo paradigmático de cómo fabricar un mártir a partir de los retorcidos criterios del bergoglianismo, que exhibe su retrato estos días en las puestas en escena reivindicativas del aquelarre amazónico.
Insisto en que, en esta serie de biografías, el objetivo no es juzgar a la persona concreta, que suele estar totalmente desdibujada por la imagen deformada que de ella ha hecho el entorno neomarxista eclesial y cuyo corazón sólo Dios conoce, sino denunciar, precisamente, esa construcción o recreación elaborada para alimentar una ideología que está diluyendo a la Iglesia desde dentro y que se opone frontalmente al catolicismo.
Mentores perniciosos
Vicente Cañas fue un sacerdote jesuita español formado y entregado al modelo inculturado del misionero progresista postconciliar y cuyo repudiable asesinato en el peligroso entorno de los latifundistas brasileños del Mato Grosso le concede, por lo visto, la canonización automática por parte de los propagandistas de la neoiglesia ecosocialista.
Su historia empieza para el amazonismo en 1966, cuando, recién ordenado en España, llegó a Brasil, tierra envuelta en la efervescencia neomarxista de las Comunidades Eclesiales de Base (CEB). Al poco tiempo trabó contacto con el revolucionario obispo español de Sâo Félix de Araguaia, Pedro Casaldáliga, quien le abrió las puertas del nuevo Evangelio predicado por la Teología de la Liberación. Se podría decir que Casaldáliga fue su segundo mentor en su proceso de asimilación de la aberración del marxismo travestido de religión que tanto daño ha ocasionado a los fieles de los países hispanoamericanos.
Y decimos segundo mentor pues Cañas ya venía del noviciado San Pedro Claver, en Raimat (Lérida), perfectamente contaminado por su rector, el P.Mariano Madurga, quien llegó a ser provincial en Aragón de los rupturistas jesuitas setenteros, de la línea del P.Arrupe, consagrados a la animación políticosocial.
Una vez “concienciado” y tras alguna que otra experiencia iniciática entre indígenas no contactados, el aventajado discípulo decidió (o le decidieron) trasladarse al noreste de Mato Grosso, a una de las zonas más conflictivas en la disputa de tierras entre autóctonos y colonos. Allí se despojó de su ropa occidental, asumió los collares y brazaletes de su nueva tribu, los Enawenê-nawê, y vivió casi desnudo el resto de su vida.
Uno de ellos
Desde 1975, Cañas -o Kixwí, como lo bautizaron los indígenas- ya dedicó toda su vida a los Enawenê-nawê y, como ya se ha dicho, acabó convirtiéndose, literalmente, en uno de ellos. Aprendió su lengua, iba con ellos a pescar, trabajaba con ellos en las plantaciones de yuca, colaboraba en la recolección de miel… Terminó por ser uno de ellos.
«Será difícil encontrar entre los antropólogos y misioneros de todos los tiempos alguien que haya pretendido vivir con más radicalidad la inculturación en un pueblo indígena…», dijo de él el citado obispo Casaldáliga(1). Nótese que éste destaca como mérito el grado de inculturación que alcanzó Vicente Cañas, no los frutos de su evangelización entre unos indios que, a día de hoy, continúan con sus ritos ancestrales y su idolatría animista, sin ninguna traza de cristianismo.
La comunidad de los jesuitas también se enfoca exclusivamente en el aspecto humanista a la hora de hacer balance de la labor de su misionero en aquellas hostiles selvas: «Es el misionero contemporáneo que llegó a mayor nivel de inculturación. Nació español, se nacionalizó brasileño y se inculturó Enawenê-nawê”(2).
En este mismo artículo, se resalta también, como un aspecto complementario, que el P.Cañas o Kixwí participaba en los rituales indígenas como uno más, incluyendo las ceremonias de Jankwá o Banquete de los Espíritus, que coincide con la época de pesca, y que consiste en un intercambio de alimentos entre humanos y espíritus ancestrales durante cuatro meses, acompañado de danzas y cantos al ritmo de las flautas al amanecer.
El universo de los Enawenê-nawê tiene dos niveles, y entre ambos viven ellos. El nivel superior es el hogar de los enore nawes, o espíritus celestiales, que son los dueños de la miel y de algunos insectos voladores. Acompañan a los Enawenê-nawê en sus viajes de pesca y en sus expediciones para recolectar productos de la selva, y les protegen de los peligros del mundo más allá de su comunidad. El nivel subterráneo es el mundo de los yakairitis, o espíritus del infierno.
La vida cotidiana de esta etnia está impregnada, de principio a fin, de trascendencia, hasta el punto de ser conocidos entre los antropólogos como los ‘benedictinos de la selva’. Hasta están ahora publicitándolos entre los círculos vegano-místicos, pues no comen carne roja.
Sin anuncio
Según se narra en la citada biografía que difunde la propia Compañía de Jesús, Vicente Cañas reconoció que este tipo de vida supuso pasar por un nuevo “noviciado”, pues, según él, necesitaba una profunda conversión a la cosmovisión y a la espiritualidad indígena. Volvió, dijo, a “nacer de nuevo” en estas tierras de misión y, del “viejo” Hermano Vicente, nació el “nuevo” Kiwxí, hermano de los indios.
“Lo más común –escribe, a su vez, el investigador y documentalista colombiano Carlos Urabá a propósito de la opción de Kixwí- es ver cómo los indígenas caen rendidos a los pies de los misioneros y se someten a la voluntad del Dios Blanco todopoderoso. Pero pocas veces se ha dado el caso contrario, que un misionero abandone su fe y se convierta en un salvaje en toda la extensión de la palabra”(3).
En el mismo artículo, Urabá recoge una declaración de Cañas a un periódico de Manaos francamente demoledora: “Usted no puede anunciar a Cristo donde jamás él ha nacido. Creo que la iglesia no debería hablar de eso, porque, en el momento que está hablando de evangelización, está queriendo imponer una creencia, que el indio ya tiene”(4).
No desvelo ningún secreto si afirmo que este triste proceso de apostasía es el que se propone como pauta a seguir en la mayoría de cursos de misionología actuales y en muchos de los enclaves misioneros en América, y en concreto en la Amazonia. Ésta, la de la renuncia a proponer explícitamente a Cristo, es una de las causas principales que explican los fenómenos religiosos actuales comunes en toda Hispanoamérica: el crecimiento de las sectas, el progresivo abandono de la Iglesia católica y la ausencia de vocaciones autóctonas, a pesar de que los números oficiales todavía presentan un enorme volumen de católicos en América.
Y es que no existe ningún testimonio –a pesar de que, esporádicamente, acudían algunas mujeres laicas a ayudarle y que son testigos de su labor- de que Kixwí enseñara el Evangelio o anunciara a Nuestro Señor a quienes consideraba sus hermanos. Y mucho menos que hubiera bautizado u oficiara Misa. Nada. Un desolador erial.
Compañero, no mesías
En cambio, sus admiradores de la neoiglesia no cesan de engrandecer su figura, especialmente la que ofrecen las fotografías en las que aparece totalmente mimetizado con los indios, pintado con huito y achiote, la cabeza medio rapada y los lóbulos de las orejas deformados. “Su memoria –dicen- ha inspirado muchas instituciones e iniciativas en diferentes lugares y su sangre derramada ha germinado como semilla de vida en muchas personas misioneras que se encargaron de la causa de los pueblos indígenas”(5).
Sin Cristo, que es la verdadera Vida, no entendemos cómo puede germinar una semilla de vida auténtica. Como expresa muy significativamente uno de los jesuitas involucrados en la forma de misionar moderna, Chrispen Matsilele SJ, los pueblos indígenas “nos llaman e invitan a una reflexión más profunda, sobre lo que significa estar en las periferias, y optar por los pobres, no como mesías, sino como compañeros de peregrinación, haciendo camino”(6).
La pregunta lógica que uno se hace es: ¿a qué camino se refieren? El de no testimoniar y ocultar a Jesucristo, el de despreciar al Mesías y Redentor, no puede ser nunca el camino del misionero. Como tampoco lo es, así, en genérico, “la causa de los pueblos indígenas”. La causa de los pueblos indígenas siempre fue, y es, llevarles el mensaje de salvación de Nuestro Señor que custodia la Iglesia. Otras causas, que puedan ser legítimas en otros órdenes de la vida, están sometidas a ésta, que es la principal.
Hacer camino con los pobres sin poner como horizonte concreto y preciso a Jesucristo es actuar como un impostor. Y deshonrar la memoria, ésta sí verdaderamente heroica, de los misioneros que evangelizaron durante los primeros siglos de la colonización en América.
Su herencia
¿Cómo acabó la aventura de Vicente Cañas, Kixwí? De forma trágica, asesinado supuestamente por los latifundistas, que veían en él un obstáculo para ampliar sus enormes haciendas a costa de las tierras ancestrales de los indígenas.
El misionero español fue el primero en conseguir que el Gobierno brasileño demarcase la tierra de estos indios y se comprometiese a protegerlos. «Las amenazas se sucedieron y Vicente pasó los últimos años de su vida sin salir de la aldea por miedo a que lo matasen. Incluso comentó a los otros jesuitas que algún día aparecería muerto», recuerda José Luis López Terol, coautor del libro ‘Kiwxí, tras las huellas de Vicente Cañas'(7).
Un triste día de noviembre de 1987 se cumplieron los peores vaticinios y lo encontraron, 40 días después del crimen, con el cráneo fracturado, una herida de arma blanca en el abdomen y los genitales seccionados. El juicio se prolongó durante décadas y sólo se encontró a un culpable, que fue condenado a 14 años de prisión.
Fue enterrado según los rituales ancestrales animistas por varios representantes indígenas Enawenê-Nawê, Rikbaktsa y Myky, ceremonial al que asistió un puñado de misioneros y laicos cercanos a Kixwí(8). Una simple piedra señala su tumba en la selva.
La herencia que dejó, tal y como recoge la Compañía de Jesús, es haber contribuido a que una etnia amazónica pasara del centenar de individuos cuando él llegó, al medio millar que suman hoy en día. Esa fue la labor que llevó a cabo y, realmente, estaba convencido de que éste era, y no otro, su cometido.
De hecho, se confunden en su biografía los planes de la Iglesia con los proyectos de entidades solidarias pero profanas, como cuando, en las experiencias anteriores a los Enawenê-Nawê, se desplazó a salvar a los Tapayuna, que estaban siendo diezmados por una epidemia de gripe, enviado, junto con los padres Antonio Iasi, Adalberto Holanda Pereira y Thomaz Lisboa, por la gubernamental Fundación Nacional del Indio (FUNAI) (9). Luego, hizo intervenciones del mismo carácter entre los indios Paresi y los Myky.
Su diario, compuesto por más de tres mil páginas con toda clase de datos, está considerado un manual de gran valor antropológico. Nada tiene de las crónicas misioneras que testimonian la epopeya de la memorable evangelización de América.
¿Odiado por su fe?
La REPAM (Red Eclesial Pan Amazónica), una organización constituida por la Conferencia Episcopal de América Latina (CELAM) y Cáritas, decisiva en la convocatoria del Sínodo y cuya credibilidad ha sido puesta recientemente en entredicho por recibir fondos de origen no del todo claros (10), no tiene rebozo alguno en calificar de “martirial” la muerte de Vicente Cañas. A decir verdad, tampoco sorprende el abaratamiento que hace del significado del término, pues es habitual que este tipo de organizaciones eclesiales de corte populista sacralicen cualquier cosa, desde un texto hasta un ecosistema, para luego secularizar lo que la Iglesia siempre ha considerado sagrado.
En un audiovisual, y según la descripción adjunta, se dice que el documental “recupera diversas narrativas en torno al hermano jesuita español Vicente Cañas o Kiwxí, como era conocido el hermano-indio, quien dio su vida por la defensa de los derechos territoriales del pueblo Enawenê-Nawê”(11).
La REPAM considera un martirio perder la vida defendiendo unos derechos territoriales. El Catecismo de la Iglesia Católica, en cambio, no dice nada de eso cuando define lo que es un mártir, sino que concreta que un mártir es aquella persona que “da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana” hasta la muerte, muere “por odio a la fe” y “soporta la muerte mediante un acto de fortaleza” (num. 2473).
Con todos los respetos que merece Vicente Cañas y la extrema generosidad que demostró con su tribu de adopción, hay que decir que su actuar no encaja con el de un mártir. Defendió unos derechos territoriales, mas no murió por la fe y la doctrina cristianas. Pudo ser un luchador, un antropólogo comprometido o un activista social heroico que perdió la vida por una causa secular. Pero no fue un mártir, ya que el simple criterio de ser asesinado por defender unos derechos humanos otorgaría entonces la condición de mártir, por ejemplo, a una larga lista de activistas no católicos, como Malcolm X, Martin Luther King, Gandhi y hasta Marat y muchos líderes de todas las sangrientas revoluciones que registra la Historia.
Y quienes le asesinaron –el juicio acabó condenando a un sicario ligado a los latifundistas- no lo hicieron por odio a la fe, pues no consta en las actas del proceso que el motivo fuera su condición de sacerdote, su predicación o su testimonio cristiano. Ni siquiera llevaba, cuando se perpetró el crimen, algún distintivo que pudiera identificarle como sacerdote, ni siquiera como creyente. El móvil de los asesinos fue debilitar a los indígenas en el conflicto por el control de las tierras.
Estrategia manipuladora
Por otra parte, y aunque pueda sonar cruel –que no lo es, pues la rigurosa búsqueda de la verdad es expresión de caridad-, no sabemos cómo afrontó Cañas la muerte, ya que no hay testigos, salvo los autores materiales del asesinato, entre los cuales, como se ha mencionado, sólo se sentó en el banquillo y se condenó a uno, Ronaldo Antonio Osmar, el cual, que se sepa, nada ha declarado al respecto.
La Iglesia siempre ha tenido un cuidado exquisito en recopilar y registrar información veraz y detallada de las palabras y las acciones del postulado en el momento supremo antes de declarar a alguien mártir. Usar este término tan a la ligera, como lo hace la REPAM y su entorno ideológico, implica una irresponsable manipulación orientada a reforzar su propaganda y sus propios intereses, que es, a fin de cuentas, de lo que se trata.
Y es tal la impunidad con que vienen procediendo, que ellos mismos no tienen ningún reparo en reconocer esta última afirmación que aquí hacemos. No esconden su intencionalidad. “En la REPAM, – explica al medio digital Vida Nueva Mauricio López, su secretario ejecutivo- nos hemos dado a la tarea de generar estrategias para favorecer la conversión socio-ambiental y la renovación pastoral frente a los desafíos de la Panamazonía”, y justifica sin problemas este falso concepto del martirio cristiano que han plasmado en varios audiovisuales: “Se presentan los itinerarios de aquellos mártires que han ofrendado su vida por la Amazonía, solidarizándose con las realidades de sus pueblos y de sus comunidades hasta las últimas consecuencias”(12).
“Generar estrategias”. Se trata, como se puede percibir, de ese cristianismo horizontal totalmente desconectado de la realidad trascendente que debe guiar la vida del católico e inyectado del tuétano de determinados movimientos políticos de izquierdas y que tiene una génesis y un desarrollo estratégico muy concretos en el área geográfica del Amazonas, que nunca tuvo una unidad histórica ni cultural ni eclesial, como denunció, el pasado mes de agosto, el obispo emérito de Marajó, Monseñor José Luis Azcona (13).
Monseñor Azcona ha sido uno de los prelados cuya denuncia del montaje que supone el Sínodo de la Amazonía ha tenido mayor impacto, pues habla desde la autoridad que le confiere el ejercicio durante décadas de su ministerio en esa zona geográfica. Y él acusa directamente a la REPAM de tratar de imponer un “pensamiento único” que es “amenazante” para el camino de la sinodalidad y la unidad eclesial de Brasil (14). Es decir, que la REPAM distorsiona el mensaje de la Iglesia.
En la entrevista citada en Vida Nueva, Mauricio López –por cierto, uno de los miembros principales del consejo presinodal preparatorio del Sínodo de la Amazonía y el único laico- habla de un “compromiso transformador” de unos misioneros y de una Iglesia que debe centrarse en “responder a la realidad” de este mundo.
Desde luego, este compromiso transformador, por lo visto, no tiene como objetivo convertir a los indígenas y la salvación de sus almas, sino, al contrario, consiste en apostatar de la fe para, en la renuncia a explicitar a Jesucristo, respaldar el paganismo de unas gentes que, por otro lado y eso nunca se menciona, tienen derecho a recibir íntegro el mensaje de redención y los bautizados la obligación por mandato expreso de Nuestro Señor de transmitírselo.
Por razón de esa estrategia distorsionadora, López destaca “la conversión interior de Vicente Cañas, que lo llevó a abrazar su proyecto de vida en comunión con los pueblos indígenas de la Amazonía brasileña, desde su identidad como religioso hermano –no sacerdote, por lo tanto–, con sencillez y fascinación en la medida que fue descubriendo la presencia de Dios en estas culturas”(15).
Queda por tanto en evidencia la oscuridad de esta neoiglesia de la ambigüedad y las transformaciones, pues resulta que Dios no está en el sacerdote, sino en las culturas paganas, que son las que lo revelan al misionero. El cristianismo al revés. Ya no es el “vayan y enseñen”, no es el “vayan y bauticen” que nos mandó Jesucristo, sino que ahora es un “vayan y aprendan”, un “vayan y descúbranme” en los paganos. Si esto no es herejía y hasta apostasía, se queda muy cerca.
Las semillas del Verbo que reinventó el Concilio Vaticano II se han convertido hoy en bosques enteros, en una selva que, cuanto más tupida, enmarañada y oscura, más evangélica nos la presentan. Pero que sepan que no nos engañan.
NOTAS
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