Queridos amigos y lectores de Como Vara de Almendro:
Tenemos la grata noticia de poder presentarles una serie de artículos muy valiosos e instructivos, justo en el álgido momento en que está por concluir el llamado «Sínodo de la Amazonia, o de la Amazonía». La persona que va a ilustrarnos más profundamente sobre el tema es nuestro amigo y hermano en la fe, Álex Holgado Fernández (Sabadell, 1968), licenciado en Historia y en Ciencias de la Información, casado, padre de cuatro hijos y que entre 2014 y 2018 estuvo junto a los suyos como familia misionera en el Vicariato Apostólico de Puyo, en la Amazonía ecuatoriana. Actualmente, reside en Toledo.
Nos comenta nuestro hermano que lo que vivió en la Amazonia fue la antesala de lo que estamos presenciando estos días en Roma. Ha conocido en persona a bastantes de los personajes que estos días hemos visto aparecer en escena. Así mismo, ha conocido lo que ellos llaman «ritos amazónicos», la ecoteología y la «Iglesia con rostro amazónico». Nos comenta que todo ello es una burda farsa, un engaño con barniz indigenista. Según nos explica Álex, en su opinión, la clave de este asunto son los fondos, el dinero que se mueve en estas cuestiones, toda la financiación que llega de Alemania, de Canadá y de Estados Unidos para su propio beneficio.
Por todo esto, pensamos que es muy interesante que estemos informados sobre esta realidad, y tanto mejor si es de la mano de una persona como Álex, quien nos consta es un verdadero guardián de la fe y como nos dice, está para servir a la verdad, esa verdad que nos hace libres, en palabras del propio Jesucristo.
Desde estas líneas, nuestro más sincero agradecimiento a nuestro hermano por desear dar a conocer estas interesantes informaciones en nuestra página. Seguro que ayudarán en mucho a comprender el gran engaño y la burda mentira que nos sirven so capa de caridad y amor.
Que el Señor te bendiga abundantemente, estimado Álex.
El equipo de Como Vara de Almendro.
LOS “MÁRTIRES” MARXISTAS DE LA AMAZONÍA (I)
Por Álex Holgado Fernández
Una de las performances del Sínodo de la Amazonía está siendo la clásica convocatoria de muchedumbres con exhibición de cartelones de estilo revolucionario, entre los cuales no faltan los iconos de los supuestos «mártires» de la selva. No se sabe si para su veneración, para su elevación a los altares no canónicos (o sí) o si es para apuntalar la ideología del nuevo paradigma eclesial. O para todo eso, quizás.
No son pocos los nombres de estos «mártires». Unos son conocidos y otros no, la mayoría, sin embargo, constan en los manuales del buen neomarxista de la región amazónica, pues la mayoría de ellos, casualmente, se formaron en esa causa tan terrena y a ella se entregaron.
Modestamente, voy a tratar de ejercer de voz crítica que clame en el desierto. No es difícil desmontar la iconografía progre, pues la elaboran de manera muy ramplona, pero resulta una tarea desagradecida y riesgosa. Uno debe asumir que lo van a lapidar desde el oficialismo fariseo y catolicida.
Pero no importa. Trataré de aportar los datos incómodos que se silencian y de subrayar las circunstancias que pasan por razonables pero que en absoluto lo son para quien de verdad pretende vivir de y en Cristo. Y que cada uno extraiga sus conclusiones y vea si se trata de mártires católicos o de «mártires» de otra cosa.
De esa otra cosa que nos venden como «Sínodo».
I- ALEJANDRO LABAKA (O LAVACA): ¿MÁRTIR POR EL EVANGELIO O POR LA PAZ?
El capuchino vasco Alejandro Labaka Ugarte vivió en Aguarico, prefectura apostólica del oriente ecuatoriano, entre los años 1965 y 1987, hasta su muerte alanceado por los indígenas. El impacto de esta circunstancia trágica fue lo que le catapultó a la categoría de mito y de referente de la misionología progresista. Pero por amor a la verdad, conviene precisar algunos aspectos de la génesis de este mito.
El primer dato a cuestionar viene ya a propósito del nombre. El misticismo progre toma de Dios el procedimiento de cambiarle el nombre a quien elige para encomendarle una misión especial. Y a nuestro personaje, que había nacido y crecido como Alejandro Lavaca o Labaca, lo eligieron y convirtieron en Alejandro Labaka, así, con grafía euskera, para investirle quizás de la condición de miembro de un supuesto pueblo oprimido, lo que sin duda confiere un grado moral superior al resto de los mortales.
Y esto es tan fácil de demostrar con una sencilla consulta a las hemerotecas, donde puede uno encontrar, por ejemplo, la noticia de su muerte, el 23 de julio de 1987, difundida por Associated Press, una de las agencias internacionales de mayor prestigio y que transcribía literalmente los datos oficiales: “(Una fuente de la Iglesia Católica ecuatoriana) said he did not know why the Indians killed the missionaries, whom he identified as Bishop Alejandro Lavaca Ugarte of the Aguarico diocese, a Spaniard…” (1).
De hecho, así se rotula su nombre en las calles, avenidas, plazas, colegios, empresas… dedicadas a la memoria del capuchino vasco en numerosas ciudades ecuatorianas. Nunca Labaka. Pero aceptaremos la grafía que han consolidado los progresistas para evitar confusión.
El obispo desnudo
A Labaka la progresía eclesial lo considera un santo (de estilo posconciliar) por aquello de su infortunada muerte a manos de una tribu no contactada de la selva ecuatoriana, cuando, según el relato amazonista, trataba de mediar entre el gobierno ecuatoriano, las compañías petroleras y los indígenas. Esto, por supuesto, es un sagrado motivo para quienes elevan el diálogo intercultural y la paz a categoría teológica y rebajan el anuncio de Cristo a violencia etnocentrista.
Pero, ¿era Monseñor Labaka (o Lavaca) de ese pensamiento o se ha elaborado un personaje a la medida del nuevo paradigma? En una de sus frases más citadas nos da varias pistas inequívocas: “íVamos, hermanos, espiritualmente desnudos, para revestirnos de Cristo que vive ya en el pueblo Huaorani y que nos enseñará la nueva forma original e inédita de vivir el evangelio!” (2).
Lo primero que impacta es comprobar que, hace treinta o cuarenta años, cierto sector de la Iglesia ya consideraba que son los paganos los que nos enseñan a los bautizados a vivir el Evangelio, y no al revés, como nos mandó Nuestro Señor e indica el sentido común. Por desgracia, hoy, esta desviación se ha instalado como magisterio oficial.
Por otro lado, el obispo menciona aquí la necesidad de la desnudez espiritual, concepto francamente equívoco que en él, por su actuar, remite necesariamente a una desnudez material. “Alejandro convivía con los huaoranis silvestres – rememora el P.Juan Carlos Anduenza, capuchino que investigó su muerte- e, incluso, había sido adoptado por una familia. El padre de Alejandro se llamaba Iniuha y su madre Pahua. Para estar con ellos había aprendido a andar desnudo, con el pene sujeto con el gumi, lo que le costará un duro aprendizaje de años” (3).
Un tipo de vivencia ésta, una “praxis pastoral” adánica, no sabemos si original e inédita, pero representativa en su caso y en otros posteriores –se le conocía en muchos círculos eclesiales como “el obispo desnudo- que se enmarca perfectamente en la general progresista de evitar toda evangelización despojándose de todo, hasta de la propia fe, y en hacer de la inculturación el objetivo, la experiencia, el camino y el todo, pero nunca el medio para conseguir la conversión.
Forja marxista
Xabier Pikaza, representante insigne de la Teología de la Liberación, tiene trazada una semblanza de Labaka (4) que inicia, para que nadie se llame a engaño, subrayando la importancia capital que tuvieron en su formación los años que pasó como misionero en China (1947-1953). Sostiene que “aprendió a ser cristiano universal, en la China del futuro que empezaba a recorrer un camino impresionante de futuro, desde un fondo marxista” (5). “El impacto de China durará toda la vida”, corrobora José Antonio Recalde, vicepostulador de la causa de canonización (6).
Ya tenemos el mérito fundamental de Monseñor Labaka para ser elevado a los altares progres y ser modelo para los fieles católicos: aprendió a ser cristiano universal desde el comunismo maoísta.
Este reclutamiento para la causa marxista de las minorías y los oprimidos hizo que nuestro protagonista se ajustara muy pronto al canon del misionero antropólogo social. Su misión, por supuesto, entre los huaorani no era convertir indígenas y ganar almas para la Iglesia en interés de su salvación, sino ser él el convertido a la edénica pureza rousseauniana del buen salvaje.
“Iba -continúa Pikaza- como obispo para pasar grandes temporadas con los diversos grupos étnicos, desnudándose con ellos (es decir, vistiéndose con y como ellos), simplemente para estar, para aprender, para compartir. Dejó la mitra en el camino, con el báculo rico. Dejó las botas y los fuertes pantalones. Dejó el breviario y la misa… Dejó todo, para vivir como indígena con los indígenas…” (7).
Y Pikaza, como para encomiar y enfatizar esa indispensable renuncia a ser un misionero como Dios manda, transcribe una rotunda sentencia de un tío suyo fraile, al que le comentó el hecho: “Si estás con los indígenas, tienes que rezar con ellos, sus oraciones de la mañana y de la tarde, no las de tu breviario” (8). Absurdo, una locura. Ni breviario ni oraciones cristianas ni, por supuesto, Misa. Todo eso le sobra al auténtico pastor de almas bien inculturado…
Germán Castro Caycedo, periodista, novelista y antropólogo colombiano, en un relato sobre Labaka titulado La noche de las lanzas (Ed.Planeta), elaborado a partir de la información recopilada por el capuchino P.Miguel Ángel Cabodevilla, insiste en este aspecto nodal de la evangelización sin Evangelio: “En aquellos confines no ofició misas, ni bautizó a nadie, ni trató de imponer sus costumbres. Simplemente interactuó, sin imponerles nada”(9). En la presentación del libro en Madrid, en 1999, remachó Castro: “Labaka era un misionero heroico y sin pretensiones de evangelización”(10).
Fruto nulo
Un dato curioso que cuanto menos cuestiona la estrategia antropológica de obispo desnudo es que, cuando se incorporaron varias religiosas en su labor entre los indios, no fue preciso que éstas se desnudaran para ser aceptadas por la tribu. ¿Sería que ellas no precisaban desnudarse espiritualmente?
Otra circunstancia llamativa que también pone en cuestión el modo de proceder de Labaka –además del testimonio de los misioneros de los siglos anteriores- se encontraba sobre el propio terreno. Labaka no llegó a un lugar virgen, sino que los huaorani ya habían sido contactados y preparados para tratar con el hombre blanco por predicadores protestantes.
Raquel Saint, una evangelizadora protestante del Instituto Lingüístico de Verano Estadounidense, continuadora de otros audaces misioneros llegados al amparo de la compañía Shell –y sin necesidad tampoco de desnudarse- sí logró conversiones y establecer entre los huaorani una misión en la zona llamada Tihueno, donde concentró a más de quinientos indígenas llevando a cabo una profunda labor civilizadora que facilitó, sin duda, al obispo hacer su experiencia indigenista, pues hasta entonces había sido imposible contactar con este belicoso pueblo de la zona del río Curaray.
Esta acción evangelizadora, conocida como Operación Auca (11), de la cual incluso se ha realizado una película (“End of Spear”, traducida en español como “El final del Espíritu”), consiguió suavizar en gran medida la violencia tribal y resultó determinante para que esta nacionalidad indígena se recuperara de una más que probable autoaniquilación, pues las continuas guerras internas entre clanes habían fragmentado la población hasta el punto de la práctica desaparición.
El antropólogo James S. Boster señala que la «pacificación» de la tribu fue el resultado del “esfuerzo activo” de los propios huaorani y no solo producto de la imposición de los misioneros, pero argumenta que las enseñanzas cristianas sirvieron como una vía de escape del ciclo de violencia dentro de la comunidad, pues proporcionó una motivación válida para abstenerse de la violencia (12).
Pero, como resulta evidente, éste no fue el camino de Labaka (o Lavaca), cautivado por experimentar los aspectos culturales de una etnia que era calificada por las otras como “salvajes” (eso significa el término quichua “auca”) por su violencia. Y Xabier Pikaza, como todos los que se inscriben en la corriente de la misionología antropológica y apóstata, lo elogia por ello:
“No convirtió, no bautizó a ninguno, ni se lo propuso. Simplemente quiso vivir, aprender… Y de tal forma aprendió que ellos, los de un grupo tribal de Aguarico, le “bautizaron”: es decir, le aceptaron como hijo y hermano de la etnia, obispo “pagano”. Esta fue su mayor “conversión”…. Sólo después, más adelante, pasados los años, podría él también ofrecer su testimonio de persona, su evangelio….”(13).
Dice Pikaza que, pasados los años, daría testimonio de «su evangelio». No sabemos cuál sería «su evangelio», pero lo cierto es que, en la práctica, no convirtió a ninguno a Jesucristo, no dio ningún fruto, a pesar de que los protestantes, incluso con sus convicciones desviadas y su metodología copiada de los antiguos misioneros españoles, habían hecho posible que él pudiera acercarse a los huaorani. ¿Qué testimonio dio entonces? ¿Es éste un modelo de misionero?
¿Mártir por Jesucristo?
Su propia muerte, alanceado por los indios Tagaerí, una comunidad separada de los huaorani, siendo trágica, no tiene traza alguna de martirio, por mucho que se empeñen los ecoteólogos y la nueva iglesia bergogliana. Sencillamente, los indios le mataron, junto con la religiosa colombiana Inés Arango, porque lo identificaron con los hombres de las petroleras que andaban intentando establecer en esa zona una prospección. Nada más. Ni por Jesucristo, ni por la Iglesia. Y por causa, además, de una imprudencia, pues había sido advertido por las autoridades y los petroleros de que su plan era un suicidio.
Por otra parte, tampoco resultaría nada extraño que los Tagaerí quisieran, realmente, asesinarlo y que no fuera un malentendido. Primero, porque este grupo estaba constituido por huaoranis que se desgajaron del grupo general para adentrarse en lo más profundo de la selva y vivir voluntariamente aislados. Y, segunda razón, menos conocida y silenciada por la progresía, porque resulta que Labaka, efectivamente, además de misionero, estaba contratado por la industria petrolera.
El mencionado Cabodevilla es de los pocos que no tienen inconveniente en recordar (14) que el obispo ‘mártir’ tenía un contrato con la CEPE (Corporación Estatal Petrolera Ecuatoriana) para facilitar los contactos con los indígenas y, presumiblemente, permitir sin conflictos las prospecciones en sus territorios, como, sin ir más lejos, escribe el propio Labaka en su diario: “La labor conjunta de las compañías petroleras, instituciones de Gobierno y misiones religiosas puede obtener la integración de esta interesante minoría amazónica, sin menoscabo de sus derechos humanos” (Crónica Huaorani, p.24). De manera que, a ojos de este grupúsculo radicalizado, Labaka sí era un hombre de las petroleras.
A Alejandro Labaka se le puede considerar, en todo caso, un hombre sacrificado por la paz, por la paz humana, queremos decir. Por ese entendimiento o armonía universal que, según creen los humanistas, une los corazones por encima de las creencias, por encima de las religiones, y que desemboca en la “biblia” de los derechos humanos.
El asesinato
“El helicóptero que les llevaba -escribe Pikaza sobre las circunstancias de la muerte de Labaka- les dejo en un lugar de cruce de etnias y grupos enfrentados, y después se perdió (les perdió de vista) y no pudo volver para ver lo que pasaba. Lo cierto es que Labaka e Inés Arango, signo de pura humanidad, signos de un Cristo encarnado, quedaron solos en la selva (sin más tesoro que su humanidad), esperando encontrar a los indígenas, para sentarse con ellos y hablar, hablar de humanidad”(15).
Lo que allí pasó resultó impactante, aunque se desconoce cómo discurrieron los acontecimientos, pues el único testimonio que se pudo obtener fue el de una niña de la propia tribu. Unos petroleros pasaron por la zona y descubrieron los dos cadáveres. El de Monseñor estaba acostado sobre un tronco con unas veinte lanzas clavadas aún en su cuerpo, que había sido literalmente taladrado por 84 lanzazos. Inés se hallaba de cuclillas, ante la puerta de la choza, ensartada por tres lanzas y clavada en el suelo.
En su libro La utopía de los pumas, Milagros Aguirre describe así el hallazgo del cadáver de Labaka: “El cuerpo desnudo, o más bien vestido de huaorani, recostado sobre un tronco con unas veinte lanzas pintadas de rojo y adornadas con plumas de aves de todos los colores. Los pies hacia el naciente y la cabeza hacia el poniente y en el mismo sentido que corre el río. Un ritual de participación en el que todos picaron el cuerpo del obispo tal como hacen los huaos cuando matan un jabalí”(16).
Y Pikaza se hace una pregunta involuntariamente cruel en la que se puede comprobar el grado de veneración por lo etnológico del progre, que olvida lo central y que es la necesidad de elevar al indígena por encima del nivel de barbarie en el que vive: “¿Lo que hicieron los Tagaerí fue salvajismo y crueldad o defensa propia y rituales de su cultura frente a la muerte?”(17). Sin comentarios.
Ahora, asistimos a la apoteosis de este proceso de gestación que incluye peregrinaciones a la tumba de Monseñor Labaka en la ciudad de Coca, concentraciones anuales convocadas por los vicariatos amazónicos y difusión por todos los medios de un sinfín de asociaciones y plataformas indigenistas, ecoteológicas y vinculadas a lo que se conoce como iglesia de base, que no es otra cosa que el activismo marxista infiltrado en las sacristías.
Los participantes del Sínodo de la Amazonía enarbolan su retrato en las pintorescas comitivas que recorren las calles de Roma. Proclaman que murió por defender la causa de la Amazonía. Lástima que los católicos no creemos en la Amazonía, sino en Nuestro Señor Jesucristo y en su Iglesia verdadera. Y ni la vida ni la muerte de Labaka (o Lavaca) los testimoniaron. No nos engañen.
NOTAS
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