Cuando tomamos en nuestras manos un objeto que ha pertenecido a alguna persona a la que queremos o que ella nos ha regalado, evocamos los momentos vividos a su lado. Seguramente todos hemos tenido esa experiencia a lo largo de la vida. Lejos de idolatrar aquel detalle, lo que hacemos cuando lo cogemos es, traer a la memoria a la persona amada, reviviendo las cosas hermosas o los momentos difíciles que hemos compartido junto a ella. ¡Qué alegría da ver que una persona a la que amamos guarda con cariño y respeto un objeto que le entregamos desde el corazón! Entendemos que ella lo conserva y lo cuida porque nos quiere. Por el contrario, nos damos cuenta de que no le importamos mucho a alguien cuando le entregamos algo de nuestra estima y con todo el corazón y ella lo lo trata con descuido o, incluso, lo pierde. Los detalles pequeños hablan mucho del amor.
Seguramente, en la vida de Cristo y de su Santísima Madre, hubo gestos y detalles maravillosos en este sentido, aunque no aparezcan en los Evangelios. Siendo madre como soy, puedo entender que María debió guardar algunos recuerdos de su amado Hijo, algo muy típico que solemos hacer todas las madres. Especialmente pienso en el amor con que guardaría algunas telas que durante la crucifixión debió empapar en la Sangre Preciosa de su querido Jesús que manaba desde el madero de la Cruz. Ciertamente, nada se nos dice de ello, pero es probable que hiciera algo en este sentido.
Si bien los Evangelios no cuentan nada de esto, hoy podemos saber que Jesús y María se amaban entrañablemente a través de algunos hechos acaecidos mucho después, y que hablan por sí solos y nos maravillan, pues nos permiten percibir, a través de gestos y detalles, cuánto amor hay entre estos dos Corazones, al punto de poder afirmar que ya no son dos, sino uno solo latiendo al unísono del otro, fundiéndose en amor. Hoy traigo dos pruebas de ese amor inmenso e infinito que se tienen Jesús y María recíprocamente. Hechos elocuentes que hablan por sí solos.
El primero muestra con claridad lo que el Señor ama a su Madre Santísima. La efemérides la hemos recordado el pasado 3 de agosto.
Así, ese día del año de gracia de 1936, en los primeros embates de la Guerra Civil, la basílica del Pilar sufrió un ataque aéreo por parte del bando rojo, en el cual dos de las tres bombas lanzadas impactaron contra el templo, tratando de dañar el más precioso don que nuestra tierra posee y que no es otro que el Pilar donde posó sus plantas la Santísima Virgen al venir a nuestra tierra en carne mortal, cuando acudió a consolar al apóstol Santiago mientras este lloraba por la testarudez de los habitantes de Hispania, pues estos no querían convertirse a Cristo. Fue realmente un milagro que ninguna de estas tres bombas explotara. Dos cayeron en el interior de la Basílica y aún se pueden observar colocadas en una columna, junto una de las entradas. La tercera cayó en el pavimento exterior de la plaza y tampoco logró estallar evitando así daños colaterales en la estructura del templo.
La tradición dice que el Pilar estará siempre firme e incólume hasta el fin del mundo y esta señal que nos dio el Cielo al no permitir que se dañara ni el templo, ni el propio Pilar, son un signo de que Cristo, que ama tanto a su Madre, no permitirá que jamás se destruya aquello que Ella tocó durante su vida en esta tierra. Gracias a este amor tan inmenso, hoy tenemos la seguridad de que el Pilar de Zaragoza es y será un lugar de refugio para los hijos de María Santísima.
Y si Jesús ama tanto a su Madre, Ella no se queda atrás en su amor hacia Él y esto quedó patente en el siguiente relato de las apariciones de San Sebastián de Garabandal.
Es de todos sabido que las personas que subían al pequeño pueblecito de Garabandal para conocer de cerca a las cuatro videntes y asistir a sus éxtasis, llevaban diversos objetos de piedad para entregárselos a las pequeñas y ellas, a su vez, se los dieran a besar a la Virgen.
Un día apareció una polvera entre los numerosos objetos que la gente llevaba para ser besados por nuestra Madre durante la aparición. Los asistentes, y aún las propias niñas, se extrañaron de que un objeto profano se encontrara entre las medallas, rosarios y otros objetos de culto que iban a ser presentados a nuestra Señora. Pero la sorpresa de todos fue mayúscula, cuando lo primero que pidió la Santísima Virgen fue aquella polvera. Este hecho hizo dudar a muchos de la veracidad de las apariciones, puesto que no era lógico, humanamente hablando, que escogiera besar primeramente ese objeto antes que un rosario o una medalla.
Terminado el éxtasis, los presentes interrogaron a Conchita, quien respondió que la Virgen, nada más llegar, pidió de inmediato la polvera para besarla, diciendo que era «algo de su Hijo», pero que la niña desconocía de qué se trataba. Sin embargo, quien lo había puesto allí sí lo sabía y muy bien, y reveló su secreto de inmediato. Se trataba de don Ramón Pifarré Segarra, farmacéutico del barrio de Sants, en Barcelona. Él pudo explicar lo que significaba esa polvera y el porqué de la prioridad del beso de la Santísima Virgen María: «Durante la Guerra Civil española (1936-1939), en una zona donde los sacerdotes que no se habían escondido fueron exterminados, esta polvera sirvió para llevar la Eucaristía a escondidas a personas encarceladas que iban a ser ejecutadas». ¡Estaba ya aclarada la incógnita y era una respuesta impresionante que reafirmaba la veracidad de las apariciones, y el amor entrañable de María hacia todo lo que su amado Hijo había tocado.
Es claro pues, que el amor que se profesan Jesús y María es mutuo, infinito e inextinguible, perdurable por la eternidad, y que se muestra en los detalles de ternura hacia aquellos objetos que han evidenciado su presencia.
Que aprendamos a amar cada vez más a estos Corazones que nos piden amor. Que al comulgar podamos experimentar con nuestro asentimiento, aunque no lo veamos, que Jesús está presente y que María, siendo inseparable de Él, nos acompaña para enseñarnos a amar y a adorar a su Hijo como Ella lo hace, y así un día podamos gozar de ese mismo amor por toda la eternidad.
Montse Sanmartí.
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