SER MADRES. MONSEÑOR HÉCTOR AGUER. SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE LUJÁN

 

Homilía en la peregrinación de la Arquidiócesis de La Plata

al Santuario Nacional de Nuestra Señora de Luján.

12 de mayo de 2018

         La misa propia de la solemnidad de Nuestra Señora de Luján, que es la que celebramos en nuestras peregrinaciones a esta Basílica, incluye, en la liturgia de la Palabra, dos versículos del Evangelio según San Juan (Jn. 19, 25-27) que enfocan un momento central de la historia de la salvación. El episodio relatado ocurre junto a la cruz de Jesús, donde se encuentran su Madre y cerca de ella el discípulo a quien él amaba. La antepenúltima de las siete palabras pronunciadas por el Crucificado contiene la recíproca consigna de la Madre al discípulo y del discípulo a la Madre.

         El sentido inmediato de ese gesto es obvio y manifiesta la plena humanidad del Hijo de Dios encarnado, que asegura el cuidado futuro de su Madre, para que ella que lo pierde no quede abandonada. Jesús no tuvo hermanos de sangre, y por lo visto José ya había muerto. San Agustín señala que en medio de sufrimientos humanos, cuando se muestra su debilidad y no su divinidad, con afecto humano encomienda a aquella de la cual se hizo hombre (In Jo, trat, 119). Tomás de Aquino apunta que el discípulo debía servirla como un hijo a su madre, y ella debía amarlo como una madre a su hijo (Lect. In Jo. Cap. 15. Lección IV). Ambos doctores de la Iglesia observaron la correspondencia del pasaje comentado con el relato de lo sucedido en las bodas de Caná. En los dos textos joánicos Jesús la llama solemnemente Mujer, no Madre o mamá, como era usual. En aquel caso, en los inicios de su ministerio, el Señor, que iba a mostrar su divinidad cambiando el agua en vino, parece no reconocer a su Madre, y le dice Mujer, qué tenemos que ver tú y yo (Jn 2, 47). Pronunció esas palabras porque aún no había llegado su Hora, la de padecer por nosotros, que para eso vino al mundo. Cuando llega esa Hora, en cambio, se vuelve hacia ella y nos deja un humanísimo ejemplo de piedad filial, que es –como lo entendieron los primeros Padres de la Iglesia- una exhortación para los cristianos. Los orientales muestran, cerca de Éfeso, en la colina Panhaya Kapulu, la casa donde María habría vivido con el apóstol Juan, el discípulo al que el Señor amaba, hasta su dormición.

         Sin embargo, el texto evangélico que hoy contemplamos no agota su significado en la dimensión moral, sino que oculta un misterio. En las dos escenas evangélicas, en el Calvario y en Caná –como ya he dicho- María es llamada Mujer, Gýnai, en el original griego. Es éste un título formal, grave, majestuoso, imponente. El mismo sustantivo emplean los traductores griegos de la Biblia –los Setenta- para designar a la esposa de Adán, Eva, la madre de todos los vivientes (cf. Gén. 2, 22. ss.). La Mujer por excelencia, María, es Madre del discípulo; en ellos dos puede verse representada la Iglesia entera, ambos constituyen una nueva familia. Ocurre desde aquella hora, digamos: la Hora con mayúscula, cuando el Mesías de Israel realiza la redención de todos los hombres de todos los tiempos.  El discípulo la recibió en su casa (Jn. 19, 27). La expresión original, eis ta ídia se traduce: la recibió consigo, la llevó a su casa, la tomó en su compañía como algo propio, mejor todavía, la acogió en su fe, en su ámbito espiritual.

         La maternidad espiritual de María sobre los cristianos se fundamenta en un hecho sobrenatural: somos hijos adoptivos del Padre, hermanos adoptivos de Jesús de cuya filiación participamos por el don del Espíritu Santo, y por lo tanto somos también hijos espirituales de María. La maternidad de la Mujer, la nueva Eva, se ejerce también respecto de los no cristianos, porque todos los hombres, descendientes de la primera Eva, están llamados a participar de esa vida superior, la vida de la Trinidad, que nos ganó Cristo con su muerte y su resurrección.

         Señalo la dupla Mujer – Madre. El sustantivo mēter nombraba sencillamente, en el griego clásico, a la madre de uno; en sentido figurado se aplicaba a la Venerable o Gran Madre de todos los dioses, y también a la tierra como fuente de sus producciones, en particular de la viña. Es asombroso comprobar cómo las semillas del Verbo fueron sembradas en las cultura de la antigüedad precristiana. En el Nuevo Testamento, asimismo en sentido figurado, mēter se dice de la Nueva Jerusalén, la celestial, que es nuestra madre, libre de toda esclavitud (cf. Gál. 4, 26).

         María, Madre virginal del Señor y de la Iglesia, es el prototipo de la maternidad humana. En la cultura que hoy se impone tiránicamente, en la dictadura del relativismo, se altera la naturaleza del matrimonio y la familia y se destruye el sentido de la maternidad. Según la ideología de género, la maternidad sería una esclavitud impuesta a la mujer por una tradición patriarcal y machista, por eso puede ahora, en esta era de amores “líquidos”, reclamar el derecho de matar a su hijo, esa cosa que le ha salido dentro, hacerlo, por lo menos antes de la decimocuarta semana de gestación.

         Ustedes habrán advertido, queridos hermanos, cómo el concepto de género –que es una categoría gramatical- va sustituyendo el nombre y la realidad del sexo. Me detengo a clarificar este punto destacando lo que la frivolidad de la adhesión a la moda no permite percibir. La ideología de género es una nueva formulación del marxismo. La teoría marxista, cuya aplicación por el comunismo soviético y sus émulos causó innumerables millones de víctimas y tantos mártires, sostiene que la realidad social es dialéctica, vale decir: la oposición y perpetua lucha entre ricos y pobres; la síntesis superadora de la tesis y la antítesis sería la sociedad sin clases, a la cual se podría llegar arrebatando a los capitalistas los medios de producción para atribuirlos al Estado, manejado por el Partido. Esta utopía sangrienta fracasó estrepitosamente. Ahora los ideólogos de género retoman la dialéctica marxista cuando niegan el carácter natural de la distinción entre varón y mujer, que no sería más –según ellos- que una creación cultural. En un discurso de 2012, Benedicto XVI denunció que la ideología de género – que a veces pasa inadvertida bajo el nombre de perspectiva – implica un atentado, al que hoy estamos expuestos, contra la auténtica forma de la familia, compuesta por padre, madre e hijos y pone en juego la visión del ser mismo, de lo que significa realmente ser hombres … El hombre niega su propia naturaleza… elige autónomamente para sí mismo una u otra cosa como naturaleza suya… se niega a varones y mujeres su exigencia creacional de ser formas de la persona humana que se integran mutuamente.

La síntesis de la dialéctica varón-mujer sería, para los ideólogos de género, la plena libertad sexual sin referencia a los datos objetivos, a la realidad biológica y psicológica de la persona varón y la persona mujer. Todas las combinaciones son posibles en la lista de géneros, que hasta hace más o menos un año eran 54 según Google, y seguramente habrán sumado ya nuevas posibilidades. La mujer debería liberarse de la maldición de un destino materno. Sigmund Freud, que no era tan freudiano como parece, llamaba perversa e impúdica a la relación sexual que impide deliberadamente la transmisión de la vida. Los hijos, en la perspectiva de genero, son innecesarios, o bien un objeto al que se tiene derecho si uno quiere, y que se puede fabricar o comprar. Un varón vestido de mujer porque se siente tal, y que posee un documento por el cual el Estado lo reconoce como mujer, con cirugía o sin ella, puede comprar gametos y alquilar un vientre; cualquier pareja de varones o de mujeres, unida en “matrimonio igualitario”, puede hacer eso si tiene dinero para darse ese lujo extravagante.

La paternidad y la maternidad según la realidad de la naturaleza humana creada por Dios, que está bien hecha, desaparecen, y se niega a los niños el derecho natural a ser engendrados, criados y educados por un padre y una madre. Los medios de comunicación elogian estas aberraciones, que son protegidas por leyes ilegítimas, injustas, infames. Al afirmar esto, soy plenamente consciente de que incurro en la ilegalidad. En la Argentina de hoy, que se apresura a copiar lo peor que existe en el mundo, el sentido común, el orden natural y la doctrina de la Iglesia sobre la auténtica verdad del hombre son ilegales. Todo ello en nombre de la no-discriminación y de la “democracia recuperada”. Es el reino del egoísmo más desenfrenado, la destrucción del ser humano y de la sociedad, merced a los artilugios del Padre de la mentira (cf. Jn 8, 44) y de sus agentes.

         La Argentina necesita cristianos, varones que sean varones, mujeres que sean mujeres, matrimonios duraderos, no rejuntes provisorios, hijos, muchos hijos que pueblen su despoblado territorio. “Gobernar es poblar”, tal la consigna de Juan Bautista Alberdi, que enunciaba una elemental tarea de políticos auténticos, imposible de asumir por empresarios y financistas. Digo esto con el máximo respeto por todas las personas, y con afectuosa cercanía pastoral a quienes sufren cualquier dificultad. Esta comprensión y el amor correspondiente sólo pueden ser ejercidos sobre la afirmación de la verdad. La enseñanza de la Iglesia ha sido siempre idéntica desde el principio. El autor de la Carta a Diogneto escribía de los cristianos: son igual que todos, se casan y tienen hijos, pero no se deshacen de los fetos que conciben… son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo… tan importante es el puesto que Dios les ha asignado, del que no les es lícito desertar (Cap. 5-6).

         No me he extraviado por los cerros de Úbeda; el argumento de esta homilía es el elogio de la maternidad, la mayor bendición de la mujer, dote gloriosa de la personalidad femenina, un valor tradicional de nuestra Patria. No es necesario cambiarle el nombre y decir Matria. Nuestras chicas están llamadas, mayoritariamente, a ser madres, no prematuras, adolescentes arrebatadas por la manía pornográfica que desde tan temprano contamina la imaginación, así como nuestros muchachos están llamados a ser esposos y padres, no patrones prepotentes de sus mujeres; unos y otros han recibido en la Iglesia la vocación al amor, la castidad, el matrimonio y la familia. No se me oculta que si están dispuestos a cumplir esa vocación tendrán que luchar arduamente para no chapotear en el charco de esta cultura corrompida. Nosotros, los mayores, debemos comprometernos a ayudarlos. No está de más que recordemos este deber quienes de una manera u otra somos educadores. Da mucha pena comprobar que alumnos y alumnas de colegios católicos, que cursan en ellos desde “Salita de tres”, al llegar al último año del secundario se declaran ateos, o indiferentes ante la Verdad que supuestamente se les ha transmitido. En estos días, sobre todo estudiantes de la orientación Ciencias Sociales –en especial ellas- lucen pañuelos o vinchas verdes, signo inequívoco y a la vez desafiante para manifestar su adhesión a la legalización de lo que el Concilio Vaticano II llamó crimen abominable. ¿Sabrán lo que están haciendo? ¿Tendrán conciencia de las implicancias de ese gesto? En mi opinión no hay que tomarlo a la ligera, sino pensar seriamente lo que significan semejantes resultados y descartar las ilusiones que con frecuencia nos sirven de consuelo. Representantes legales, maestros y profesores deben enfilarse  detrás de la Verdad. ¿Para qué tenemos colegios, sino para formar cristianos?

         El reconocimiento de estas realidades no debe recluirnos en el pesimismo; al contrario, ha de infundirnos decisión, ardor, fervor de fe, esperanza y caridad. Hemos venido a Luján para confiarle a Nuestra Señora las preocupaciones que nos afligen y compartir también con ellas nuestras acaso menguadas alegrías. Le abrimos el corazón y le expresamos nuestro cariño. Que las súplicas vayan acompañadas de filiales requiebros, como los que le canta en términos bíblicos la tradición católica: porque ella es el sol que brilla sobre el templo del Altísimo, sol y fuego, templo ella  misma y cuna de Dios, surco donde Dios se siembra, luna en los días de primavera, arco iris que ilumina las nubes de gloria, flor de rosal, rosa sin espinas, lirio junto al manantial, puerta del cielo siempre abierta (cf. Sir. 50, 5-10). Madre, sobre todo eso, Madre. Digámosle,  pues,  Monstra te esse matrem, muestra que eres nuestra Madre.

      + Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

Como Vara de Almendro

info@comovaradealmendro.es .

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