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A propósito del Cuerpo

Siendo un neófito con arrugas ya, el otro día tuve la ocasión de participar por primera vez en la procesión del Corpus. Sinceramente me emocioné al ver a algunas personas arrodillarse en plena calle ante el paso del Santísimo. Qué nivel de comprensión, instrucción o simple, llana, pero poderosa fe podía desprenderse de un solo gesto, sin palabras. Qué ejemplo ante los demás. Cuántas preguntas se harían los que no entendieran aquella reverencia. Ya no lo que a hombros de algunos y vestido de oro se desplazaba por medio de las calles, sino el comportamiento que propios y extraños, algunos de ellos apenas capaces de proferir la genuflexión, realizaban de improviso. Aquellos niños que observaban, esos de la generación z, que de pronto se encontraban en medio de algo que jamás habían visto o comprendido, pero que sin duda llama su atención: Mamá ¿por qué el abuelo se arrodilla hasta el suelo?

Ahora parece, está de moda el paradigma de que se evangeliza con los actos, no con las palabras. Digo yo, y probablemente otros: El Señor nos ha dado talentos, palabras, lenguaje y capacidades, ¿no nos convertiríamos en unos todoterrenos de la Evangelización si usáramos actos y palabras? ¿No es decir y proclamar la Verdad uno de los más radiantes actos de caridad? ¿No es reverenciar la verdad y arrodillarse ante ella uno de los indicativos más poderosos que existen para señalar dónde está el Resucitado? Si se puede pecar de palabra, obra y omisión, ¿no sería más lícito evangelizar de palabra, obra, pensamiento y acción de toda clase? Una cosa es ser humilde, reconocernos obreros inútiles, la otra, es estar acomplejados y ser pusilánimes. Yo digo NO  a una humildad que me ate de pies y manos y soterre antes de tiempo y en barbecho los talentos que Dios me dado. Como dicta el mandamiento: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con toda tu alma. No a una humildad que me ate las rodillas para expresar lo que siento.  

Podría seguir desprendiendo de aquí, que toda la liturgia, viene dada de ese dogma afilado, casi vértice de la espada que Jesús trajo al mundo: si no hay liturgia es que no hay reverencia, si no hay reverencia es porque probablemente no se crea que Dios esté ahí. Otros dirán: no, es que Dios es un igual, de tú a tú, porque se hizo carne. No oiga no, he tenido la ocasión, inmerecida en extremo,  de dilucidar la presencia del Señor y ver cómo mi cuerpo se postraba no obedeciéndome a mí, sino guiado por un instinto natural de reconocer a su Creador. No hay otra postura natural ante nuestro Señor salvo ésta. La liturgia viene del Poder, y es el signo natural y reflejo de cómo se estremece nuestro ser ante la presencia amantísima y poderosísima en grado sumo de su Hacedor y Dueño.

Ahora, ante la muestra de respeto y pundonor de la procesión del Santísimo muchos dirán, incluidos bastantes tibios católicos: es un vestigio de un folclore añejo cada vez más anquilosado. Y yo les digo: NO. Es un dogma de fe en la Iglesia: la transubstanciación. Si creemos en el dogma, se traduce en que el SEÑOR ESTÁ AHÍ. Ante lo cual las loas y agasajos se desprenden de manera natural. No os llevéis a engaño: los dogmas fueron las columnas que el Señor sabiamente reveló al pueblo de Dios para que se defendiera de estos tiempos de apostasía. Construyó sobre roca, sobre revelación del Cielo: tú eres el Cristo… y elevó la fe por encima de un mundo que se precipitaba al rechazarla. Lo que vemos el día del Corpus es la consecución natural de creer (mucho ojo) en un dogma de fe. Si creyésemos que el pan es pan, no tendría sentido hacer procesión ni rendir honores. Esto es así. Si creyésemos en el dogma y no le rindiéramos honores, diría muy poco de nosotros, o tal vez mucho; que probablemente expresemos una falta de fe por no decir nada peor, si es que hay algo peor. Es una de esas veces en las que el folclore ha de ser, sí o sí. El corazón de la fe está expresado en el Sacramento por excelencia que necesariamente liga Cielo y tierra. Por eso es el principal, porque no se le puede obviar, no se le puede eludir.

Hay que adorar en Espíritu y en Verdad. Y el Espíritu revela la Verdad de que en el caso del Sacramento el SEÑOR ESTÁ AHÍ. De lo cual viene: no echéis lo sagrado a los cerdos… ¡¿Cómo comulgar en pecado?! Se cercena la penitencia, sin entender el saludable pero abrupto y pausado acercamiento al sacramento del penitente, que no hace sino acrecentar su deseo hacia el Pan Sacramentado atrayéndolo irrevocablemente hacia sí, quemando con ese fuego de deseo las ascuas de su pecado, restaurando de paso lo arrasado por dicho pecado. Ahora no, ahora se rebaja el acceso, se abre la puerta ancha y se pavimenta un amplio camino. No hace falta restaurar la vida. Zaqueo ya no necesita dar su mitad a los pobres. Herodes ya no necesita dejar a Herodías porque puede hacer sufrir a Salomé. El Señor, quieren hacernos creer, ya no trae espada.

El Sacramento de nuestra fe es un Sacramento del Cielo, no pan que calma el hambre carnal, nos hace comunidad carnal, y nos alegra al estilo del mundo; sino el Espíritu, para la Vida Eterna; solamente se puede entender remotamente su dimensión si nos atenemos a lo que es del Espíritu, solamente así creará  la unidad por la que nuestro Señor rogó la noche antes de su pasión, y obtendremos la paz que nos fue dejada en herencia. No la paz del mundo, sino la del Paráclito.  

La Jerusalén Celestial morada de una Verdad absoluta cuyo final no es atender a todas las diversidades en un cristianismo antropocéntrico, sino que aspiramos a la perfección que es sencilla e inconmensurable, ser del Espíritu. Y el Espíritu sopla con muchas lenguas de fuego para llegar a todos los rincones del mundo y atraerlos a todos hacia el Eterno. Y no al revés.

Cómo se nota que no tenemos hambre.

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