Subido al madero, diez años de penitencia por los pecados pasados
Lo que vino después de esa conversión fue un corazón nuevo que latía con tus latidos, que miraba con tus ojos, ya no más un corazón de criatura, sino un corazón en Dios. Lo que antes no había comprendido, lo que mi educación mundana, aquella escuela de satanás me había inculcado y no me había permitido ver, se me abría ahora en el umbral de mis latidos. La empatía, conocer al dedillo las calles de la ciudad del dolor; todas las rutas y atajos del hombre sin Dios, saber cual es el camino más rápido para que se pierda un alma. Todo esto me diste. Me diste conocimiento de que los mismos tridentes azuzadores que me habían llevado por el pecado a mi, habían llevado a muchos, y que tan solo se necesitaba un instante de sentir tu amor en el corazón para salvar a millones que no te conocían. Dios me convirtió, y yo acepté. Una conciencia de cómo las piedras que yo había tirado a aquel lago manso, habían perturbado la paz, provocando olas, y de cómo éstas habían llegado arrasando las costas de lo amado por mí, destruyéndolo todo. Volví a nacer.
En aquella cruz, en aquel lecho de hospital escribí cartas, pues a través de las heridas de los clavos podía sentir todas y cada una de las gotas de dolor que había causado. Aquella paz derramada sobre mi cabeza, tan fuerte era que, amarraba con fuertes bridas los segundos que ante mi pasaban, el silencio cantó su canción y todo pareció nuevo. Mi corazón comenzó a sentir cosas no conocidas hasta entonces, como cuando aun en el hospital te me apareciste en el corazón, amada mía, y al cabo te vi aparecer allí, aunque evitaste mi mirada. Un hambre voraz de reparar, de sanar todas aquellas heridas. No un perdón anterior que me llenara en la tramoya de mi vida sin que nadie notase nada, era un perdón, un cambio y una conversión que demandaban desde los tejados ser proclamados, ser derramados, hacerse notar en acciones concretas con aquellos con quienes tenía disputas y dolor.
Una lámpara sobre la mesa, así eres tú, amado mío. Cada vez que leía tu Palabra me ardía el corazón, una imagen se repetía en mi mente, tus pies caminando por la Galilea, era algo real, algo en acción. Como una espada afiladísima en cuyo vértice está tu nombre. En sueños te vi, mi corazón estallaba de alegría y una mezcla de temor y amor infinitos me llenaban ante tu presencia.
Cuando me convertí, Dios puso mi corazón en el tuyo amada mía, y supe amarte porque latía contigo. Fui a ti con una carta de tinta de lágrimas sinceras. Te hablé de Dios, llamé a tu puerta cerrada. Es aquí donde el Altísimo vio nuestra mayor culpa: que cuando vino a uno de nosotros, plantando sobre el corazón reconquistado la bandera de su amor, dándose a conocer, proclamando su amor desde el alero de mi alma, lo rechazaste. Tu amor se había enfriado, olvidaste el tú y yo somos uno, sofocaste el recuerdo de mi pedida de mano aun cuando no hacíamos la mayoría de edad, olvidaste mi dolor, mi miedo, pero sobretodo rechazaste mis palabras cuando te hablé de Dios, del Amor que me había limpiado para traer bendición a nuestras vidas.
Desde aquel instante, a cada paso que daba hacia ti, tú te marchabas en la noche, y caías bajo las alas fúnebres del siniestro, siendo alma que busca tiniebla cuando la luz se le acerca. No quisiste convertirte conmigo. Desde aquel entonces rumié tu amor, la verdad que el Cristo había proclamado en la Palabra: que Dios los hizo para una sola carne, el Cristo que llamaba a un camino de exigencia superior a la de los fariseos. Un camino que venía a cumplir una Escritura que decía que aquel que se acostase con una mujer debía casarse con ella. Pero enrocada en las salidas ciegas que te ofrecía el mundo huiste de mi. Pusiste tierra de por medio, pero en medio de la debilidad encontré el bálsamo de la penitencia. Diez años estuve sin atarme a ninguna otra mujer. Diez años de una vida joven donde me sentí más viejo que mi padre. Un padre que prosperaba en pecados. Mientras su hijo languidecía.
Al convertirme, Dios no me trajo plenitud y prosperidad materiales, no me trajo alegría; me dijo: ven, sube a mi cruz. Y me hizo ver el mundo con su mirada. A sentir el dolor que Él siente. Pasé de tener el corazón en ciertas cosas vanas, a tenerlo como Dios lo tiene: en todas partes hasta la consumación del último día buscando a las ovejas perdidas.
Y tú amada, por esos callejones sin salida olvidaste algo: que el mundo ofrece callejones que huyen de la luz, pero son todos sin salida. Puede que sean largos y que duren toda una vida, pero al final todos acaban igual. Y la eternidad refleja el eco de nuestros pasos por la Tierra, mejor que sean pasos hacia Dios, que pasos de huida. Negaste ese amor que volvía avalado por el Altísimo, quien lo había puesto entre nosotros. Diez años estuv
Diez años de desierto en los que rechazaste a Dios, y al que fue a ti en su nombre. Levantando un Babel de vida con tal de huir de su Amor.
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