Muerte y resurrección en la cruz (2)
Recuerdo el día en que me clavaron el primer clavo. Fue el día en el que llevada por el odio, amada mía, y cegada por los estragos que la satánica educación me habían llevado a producir en ti, te dejaste llevar por los consejos de un mal conciábulo sanedrita y aceptaste las treinta monedas de tu libertad antes que ayudarme a salvar mi alma. Me abandonaste, aunque ya no nos viéramos, pues por precaución ya nos habíamos distanciado. Sin embargo, y lo sé, me seguías amando, y yo a ti. Tarde o temprano lo recordaría. Pero desde tu atalaya lanzaste la saeta, animada por las que te iban a hacer la cama donde reposar por fin, libre del lazo que Dios nos había concedido y que habiéndolo ultrajado y sin conocer el remedio, solamente parecía darnos dolor. Cortaste las amarras y te lanzaste pirata al mar de los pueblos, del mundo.
Es curioso cómo te había hecho daño. Satanás suele jugar así. Sabe que hay cosas imperturbables e inamovibles que hacen bien o mal al hombre. Tal es su arte, que hace que parezca que estás haciendo el bien, cuando estás haciendo el mal. Ahora que he conocido a Dios lo leo en la boca de su profeta: «Ay de los que hacen a lo bueno malo y a lo malo bueno». Pero con tal engaño desde la cuna ¡¿Cómo va uno a tener conciencia de lo malo?! Sé, por fin, porqué no comprendía tus lágrimas. Estábamos comportándonos como el mundo nos había enseñado, ¿a qué tanto sufrir? Tu corazón lo sabía, no hay medias tintas con los dones del Cielo, o se cuidan o caemos en desgracia.
Intenté volver a ti, pero mi mano ya estaba clavada al madero, y tú habías pagado con tus treinta monedas a los verdugos, para que me clavasen bien fuerte; no podía volver. Ya no. Siempre supe que podría hacerlo, pues sabía que nuestro amor siempre duraría. Pero no conocía la cruz. No conocía la vehemente tozudez de sus clavos.
El siguiente clavo fue la deshonra. La mentira a mis mayores. Mayores que entre noches de discusiones, y un divorcio que crecía en el horizonte como una tormenta dispuesta a despedazar, me ataban al madero para que moviera mis brazos como ellos esperaban. Sin confianza en Dios me dejaron cosido con metal a la madera, seguros de que si hacía lo que el mundo me pedía me iría bien, temiendo que fuera un don nadie, el menor de los hombres, sin importar que eso significara ser grande en el Cielo. Queriéndoles decir, pero no pudiendo, pues siempre que alzaba mi voz me convertía en heraldo de aquella tormenta que ya venía rauda sobre nosotros y sobre el mundo.
¿Qué sabía yo que la última batalla entre Dios y Satanás iba a ser por la familia? Sin embargo ahora lo veo claro. Cargado con el peso de la culpa por ser el azuzador de aquellos nubarrones, cuando en realidad ya habían sido convocados hacía tiempo y no por mi hechura, caminaba por las calles escondiéndome, literalmente era tal el peso de mi vergüenza que bajaba la cabeza sin poder mirar a la cara a nadie. Cachorro del mundo cuando yo quería ser hombre sencillo. Soldado despiadado que cazaba las viudas tras la batalla cuando yo quería ser hombre de familia, y tranquilo. Mi madre derrotada, acallada su fe, conformada y acobardada, vencida por el afán primermundista de mi padre. Dios no fue nombrado. Fue erguida la abominación del dinero, del miedo y del silencio sobre el alero de nuestro hogar y yo, incapaz de convertirme en ese asesino de mi propia alma, pero queriendo estar junto a ellos pues los amaba, esta vez extendí la mano a voluntad y recibí el empellón del verdugo.
El último clavo fuiste otra vez tú, amada mía, la que mandó clavar el primero. Tiempo después de aquel silencio mordido solamente por el sonido del cuchillo que sesgaba el lazo de nuestro amor, anduve intentando encender otros fuegos que simularan el nuestro. Vetado de aquel Edén, separado por aquella espada de fuego y de odio que pusiste a las puertas, traté de emular lo nuestro; sin embargo todo era inútil. Solo eran fuegos fatuos, historias de transeúntes que se encuentran llenas de llagas por aquella guerra de sexos que dejó tantos muertos y que se intentan devorar el corazón unos a otros intentando vanamente recomponer el suyo. No quedaba piedra sobre piedra de cualquier empresa que me alejara de esa verdad que no podía recuperar. Como el cascarón del Arca en las faldas del Ararat. Nuestro amor, quilla de salvación en medio del diluvio, ya no era más que un pesebre abandonado. Tú lo cerraste, a cal y canto, pagando a verdugos, llamando a los herodianos. Tiempo después te vi un día, frente a mi, de nuevo tus ojos claudicaron ante el odio y te dejaste llevar por la ira. Con la misma intensidad que me amabas me odiabas, sabiendo que las ascuas de ese odio eran de amor, pero como el condenado al lago de fuego. Le duele no haber correspondido un amor de Dios, un amor siempre ardiente, ante el cual, o se está con él en el Cielo siendo luz eterna, o contra él, siendo quemado por ese mismo calor que se decide odiar en vez de amar. Al amor de Dios hay que amarlo, odiarlo, es quemarse en la eternidad.
Esa mirada fue la traza de metal que mató a mis pies, imposible mantenerme en pie, me derrumbé tras todos estos años de agonía. El remordimiento era tal que el sueño huía de mi. Escuchaba el reverberar de las voces de la conciencia, como una tribulación de demonios que no callaban ni un instante. Terminé pocas semanas después en el hospital, consumido por una fiebre misteriosa, abrasado por los desatinos que nos habían metido en vena. Se cumplía la profecía que parecía llamar en mi corazón: moriré joven.
Fue entonces donde de un instante a otro, me hice creyente, y mi corazón se transformó.
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