Muerte y resurrección en la cruz (I)
El resbaladizo camino de los besos y los ratos donde fundíamos el tiempo que se deshacía impotente en los ojos de mi amada comenzaron a aparecer como una buena nueva en medio de las tribulaciones sentidas pero no conocidas. Tribulación, tu nombre lo sé ahora, pero no entonces. No lo sabía cuando iba a las puertas del averno y llamaba con el ímpetu de un niño inconsciente que busca divertirse, y sin embargo, a través de las millas del azufre un viento más terrible que las potestades del mal soplaba y resoplaba profetizando un estribillo que a mi corta comprensión le parecía la funesta noticia cuyas consecuencias y dimensiones no era posible concebir: El mundo se muere. El Viento de la Verdad. Me doy cuenta que iba a llamar a las puertas de satanás, pues era lo que le es natural hacer a alguien que desde tan pequeño ha sido alimentado con la putrefacción de un mundo conquistado, ahora, con el contraste que me dan las certeras aguas del Jordán de mis bautismos puedo ver la oscuridad, y aunque las rutinas torcidas con las que fui crecido de tanto en tanto aun aprietan fuerte, ahora al menos puedo sentir el desprecio por esas tinieblas.
Con las primeras canas y el desierto recorrido uno mira con el catalejo de la memoria y ve aquellos tiempos fértiles y reverdecidos y comprende quién tenía la patente de las tribulaciones. Ahora, tras el camino en el páramo sombrío donde ningún mal habría de temer, donde he pasado noches de aciago cuando en cualquier hondonada el diablo me había acuchillado al pasar corriendo a mi lado, y como un leproso agonizante he buscado acogerme a sagrado limpiando mi pena en el Santo río de la Confesión. Donde me he dejado calentar por el sol eucarístico, dorado sagrario que me ha contemplado calentando mi alma, sé bien lo que significa tribulación. Pero para alguien tonto que no sabía ni ver la maldad en quien tenía enfrente, pues uno mismo no la concebía, se hacía del todo improbable dar con la pista de concilios vaticanos pasados, de logias que corroían el mundo como termitas del maligno azuzadas por la soberbia de creerse libertadores. Un ignorante, en fin, de las buenas gachas que servía el Bien desde el trono petrino; e ignorante también de los rancios venenos del maligno. Un zagalillo en el arcén, donde pensaba, ingenuo de mí, que nada de eso podría afectarme. Tiempo después lo veo más claro, me parece. Tribulación, ahora tu nombre sí lo conozco, y me encojo al ver el taladro que caía sobre aquella alma tierna y joven, aquello solo se rebelaba en angustia vital cada vez más aguda, un sentimiento de ahogo y una necesidad de huida (algo muy usado por el diablo para separar a las personas), y en cosas que se escapaban como un pececillo entre mis brazos. Pues un once de Septiembre el mundo quedó en vilo, y a mí me dio más o menos igual. La paz que en Nueva York era espantada de las cornisas de los rascacielos y huía volando lejos, en mi jardín seguía lozana, ingenua y tranquila, concentrada en los hervores de aquel amor que a penas gateaba pero que conmovía mi existencia.
Pero las langostas se lanzaron al azul más allá de los escombros de aquellas torres caídas y el humo tomaba la forma de esos diablos que extendieron los brazos por doquier llevando a todo el mundo una palabra blasfema en sus frentes: miedo. Mi jardín no fue exento de su rigor. Murió mi amor, consumado pero no consagrado, pasó de ser un fogonazo de luz para una comunidad anodina, a un capricho de esquina y a deshoras. Incapaz de andar erguido sin perderme en el horizonte de la lujuria que desde cada esquina de quiosco, desde la televisión, en el vestir de cada bendita mujer que Dios creó para el regocijo del hombre, vestida para la calle como novia para la noche de bodas; cualquier sentimiento de caridad que inspirado por Dios me llevaba a interesarme por mis hermanos y hermanas era sofocado y tornado en un deseo amoroso fantasmagórico. Un juego de trileros con el que satanás disfrutó sobremanera. Así, el deseo se nos fue quebrando, el tú a tú se enfriaba con el invierno que comenzó a soplar desde aquel nefasto Septiembre. Ni seis meses sanos duró aquel amor. Semilla bendecida en suelo de nefastos referentes. Sin la vara que lo hiciera crecer recto se levantaba , sin embargo, a la sombra de ídolos falsos que la sociedad nos proponía y nos sobornaba para que lucháramos por parecernos. Y la felicidad estaba cada vez más alto, ahora sé que detrás de ese periplo de los esfuerzos no pretendían dárnosla. ¡Qué largo fue el camino hasta hoy que lo escribo, y qué grueso el velo de mi ignorancia! , y ahora, mirando atrás lo veo pasar rápido y con soltura, aunque no sin dolor, como una película orquestada.
Te perdí mi amada, porque tú me lo dabas todo, abrasada de amor por mí como estabas, y yo, alma cara para el Creador, había sido cosido hasta el dobladillo por el diablo. A los lazos del amor que fueron puestos les dijimos no, e hicimos infiernos.
Infiernos que sublimaron aquella puerta a la eternidad, aquellos latidos verdaderos en la fragua de donde nacería un odio sempiterno. Lo que fuera un lago tranquilo don de Dios se miraba reflejado y sonreía de alegría se convirtió en un mar encabritado, donde las olas iban y venían, no más una balsa de aceite de ungido. Nos encontrábamos y nos separábamos al compás de aquellas olas, mientras el mundo, efectivamente, moría. Moría Juan Pablo II, murió mi abuela, de quién mi abuelo, padre en la fe, después de muerto me había hablado ya en sueños para que la cuidase años antes de su partida (pienso que él sabe que yo ya estaba llamado a la conversión y acudía a mí, única ventana abierta en una familia que se zambullía cada vez más en la deriva del mar del indeferentismo, un mar tibio como pocos). Amada mía, aun recuerdo en una de esas veces en las que la ola de nuestro amor volvía a la orilla, como te encontré en brazos de otro, desesperada por no encontrarme, nos hacíamos jirones el uno al otro. Lo que antaño fueron caricias que eran promesas y miradas que eran pedidas de mano, se tornaron en zarpazos de lujuria y odio, y en miradas de mal de ojo. Al verte poseída por otro sentí como si algo sucio y repugnante hubiera entrado en un lugar puro y lleno de luz que brillaba en mi alma. Aquella habitación de cariños que nos habíamos construido antes de desvirtuar nuestro amor y abrirles la puerta a los demonios para que lo poseyeran. Satanás celebraba orgías en nuestro nombre, pues allá en los sitios oscuros donde moraban sabían que éramos incapaces de alejarnos, unidos como estábamos por aquel sensacionalmente fuerte lazo que Dios nos había puesto. Ellos se subieron en aquellas cuerdas de afectos y desde allí se erguían mirando al cielo y blasfemando, orgullosos de su victoria. Todo comenzó a hincharse desaforadamente. Un padre alejado de Dios que comenzaba a devorar todo lo que se ponía a su alcance creciendo en dinero y en soberbia. Que me mandaba como a uno de sus lacayos a que me comiera el mundo, cuando yo, lebrel del rebaño de David, solamente quería un terreno tranquilo donde plantar mi viña para yacer bajo la higuera a buscar en el viento ese hablar que yo ya intuía. Pero mi padre, convencido capataz en el Babel, donde no se escala si no se envilece, quería algo distinto para mi, y tentándome a entablar diálogo con el mundo agarró mi corazón y poniéndolo en un negro yunque lo martilleó sin piedad tratando de hacerme un hombre. El que hubiera sido el favorito de mi abuelo, predecesor mío en la fe; el que llorara de dolor al tener que despedir a su primer subordinado; ahora descansaba impertérrito en la mesa donde no le temblaba el pulso para dejar caer su puño y pasar a cuchillo burocrático a cualquiera que se le pusiera por delante. Me empeñé en resistirle al tiempo que le amaba incapaz, amante de la Verdad como era, aunque no la conociera, de vender mi alma al mundo.
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Ésos fueron los peldaños que me llevaron a la cumbre del Calvario.