Presentamos el relato de una conversión espectacular. Todo lo aquí narrado es la apertura del alma de un joven, contado por si mismo y que para gloria de Dios, encontró el camino de regreso a casa tras años de vacío, pecado y caminos errados. Él se ha prestado a contar su historia a Como Vara de Almendro, con la esperanza de que pueda ser una ayuda para alguien, una historia que, como verán, es muy impresionante. Dicha narración nos la ha compartido en 5 entregas o capítulos, pues no es fácil explicar cosas tan importantes en poco espacio. Se lo hemos respetado y pensamos que puede ser una forma para profundizar más detenidamente en cómo Dios nos da tantas y tantas gracias en la vida, y como el demonio se encarga de quitárnoslas, a veces, como en el caso de la presente historia, desde niños y sin saber ni cómo.
Les dejamos, pues, con este relato de nuestro hermano en la fe y con la maravillosa historia de su conversión.
Hace más de diez años gritaba en medio de una borrachera: «El mundo se muere». Sobrepasando los efluvios del alcohol, un sentimiento de pérdida me agarró el alma. Después, o antes, ya no recuerdo; pero cerca de aquel momento que acabo de narrar, una conciencia de muerte se sentó en mis aposentos interiores. Iba a morir, años atrás la sensación de que iba a morir joven voceaba en las esquinas de mi alma. Y así fue. Morí con veinte y dos años. En una cama de hospital. Deprimido, desesperado, saeteado por mi pasado. Un pasado en el que había hecho lo que me habían enseñado a hacer. Lo que mis mayores me habían enseñado a hacer, esos mayores de la tele, de la calle, del mundo. Sin embargo aquello no fue provechoso, no. Aquellos consejos no llevaban a la felicidad, es pues que aquella felicidad que me mostraban era fingida. Como una carrera desesperada, como una huida hacia adelante. Sí, era la carrera del pecado, la cuadriga de Mesala quien desde el rechinar de dientes restallaba el látigo queriendo desatar los cuatro corceles del Apocalipsis queriendo desatar el fin antes que arrepentirse de sus pecados.
Todo aquello quedó sepultado poco a poco, desde los nueve años, donde ya quedé expuesto a la pornografía, desde los once años donde comencé a masturbarme, desde aquellos años donde la vida y el acerbo de la fe que mi abuelo soportó en medio de cruentos desencuentros de su propia familia. Dios escuchó su llamada y puso en mi, su nieto, el continuar de aquel linaje de los circuncisos de corazón. Pero la flor de la fe no fue regada más que por teologías sin vigor, amor al todo vale, ninguna vara que ayudara al árbol a crecer recto. Y así, duré veintidós años. Pecado tras pecado los fui poniendo sobre mi espalda aun siendo un simple niño. ¿Puede un niño que desconoce la fe pecar? ¿Hasta qué punto es responsabilidad de sus mayores (padres, familia y sociedad) la pérdida de fe del que crece? Me encontré en la adolescencia con culpas de hombre viejo. Se habla de los niños soldado, ciertamente terrible; pero nadie habla de los niños pecado. Decía la Escritura: «…se manifestará el hombre de pecado» , a veces pienso que somos nosotros, que no solo tenemos el pecado primero tatuado en el alma, sino que lo practicamos desde las primeras palabras, rodeados, asediados y avasallados por un mundo sin asideros ya donde aferrarse. Y digo ahora, si callamos a Dios hablarán las piedras. Espero que no lo hagan cayendo sobre nosotros.
Y ya por aquel tiempo de los quince años oía la cantinela de satanás. Oh sí, sé muy bien el olor del viento en un alma gobernada por él. Ese olor es dolor, un viento que cada mañana te despierta con dolor físico, una sensación real. Cuando ya en tu ser no caben más pecados. Sus caminos son torcidos pues no hay orden y las pasiones se dan empujones las unas a las otras en tu corazón, apenas dejándote ver ninguna vereda. No hay camino en la viña de satanás. Solo trazos, retazos y vueltas, horizontes de espejismos en que se contenta en vernos errar. Día tras día fui discípulo de Onán, para aliviar mis penas, mi alma atribulada encontraba un momento de consuelo, literalmente un yonki de un pecado mortal.
Encontré el amor. Ese amor de juventud, en el que pude respirar unos instantes. Aquello de Jesucristo diciendo: serán una sola carne. Lo sentí antes de habérselo oído conscientemente a nuestro Señor. Cayó en nuestras manos una bendición, sentimos el Cielo en nuestras vidas, mirábamos a los ojos y con el corazón podíamos ver la eternidad. Pero el mundo nos había criado para otros amores. Tratamos aquella dádiva del Señor como un brebaje barato que degustamos un momento para luego escupirlo al suelo. Nuestras almas sabían, nuestras mentes, sin embargo, habían sido educadas para ir en contra de estas cosas. El credo onanista se repetía. Encendidos por las pasiones nadie nos habló de la abstinencia, de la castidad. La Iglesia relegada a las catacumbas de la asignatura optativa, y allí acallada por sacerdotes inseguros e inconscientes del crucial papel que jugaban en aquellas escasas horas del plantel semanal, donde se nos adoctrinaba en todo menos en Dios. No recuerdo ninguno de esos profesores sacerdotes advertirnos. Lo que sí recuerdo son las charlas de educación sexual, y leo en las cartas de amor cómo mi amada y yo las nombrábamos entre nuestras confesiones de amor, planeando entregar nuestra Virginidad sin haber consagrado nuestro amor a aquel que nos lo dio. Sacrificamos a la pureza una noche cualquiera en un oscuro rincón, éramos esforzados cumplidores del credo pasional con el que nos habían adiestrado.
Allí empezó la agonía de nuestras vidas…
(Continuará)
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