Hace unos meses, publicamos en nuestra página un vídeo del padre Justo Lofeudo en que él mismo nos hablaba de los grandes beneficios de las Capillas de Adoración Perpétua que se van abriendo en el mundo y de la importancia de mantener los templos abiertos, pues muchas personas que no conocen a Cristo, que nunca han escuchado de Él, o si lo han hecho nunca se han interesado por saber algo más de quién fue o de qué hizo Nuestro Señor, acuden a veces a dichas iglesias y capillas abiertas y Dios, que sigue vivo y sigue obrando milagros como en sus años de vida pública, se vuelve a manifestar. Recuerdo el caso de Monsieur Paul Claudel. Diplomático y poeta francés, quien tuvo una conversión instantánea al escuchar el canto del Magníficat en la Cathedral de Notre-Dame de Paris, en las Vísperas de Navidad. Dios sigue tocando las almas, aunque estén alejadas de Él o se hagan llamar ateos o agnósticos.
Hoy quería aportar un hermosísimo testimonio que Dios me ha concedió experimentar en mi parroquia, la cual, gracias a Dios, permanece bastantes horas al día abierta para que quien quiera saludar al Señor en el Santísimo o venerar las hermosas imágenes que tiene la iglesia, pueda hacerlo con total libertad.
El caso es el de Francisco. Un hombre de 59 años, a quien conozco desde hace bastantes años por verlo transitar por las calles del pueblo, algunas veces en estado de embriaguez. Sin oficio ni beneficio, Francisco perdió, debido a su adicción al alcohol, a familiares, amigos y pertenencias. Malvivía pidiendo limosna por las calles, y de noche dormía en un cajero automático, como lo hacen hoy tantos y tantos indigentes. Cuando se vio sin nada, acudió a la parroquia, a rezar. Él me conocía, porque habíamos coincidido varias veces con su madre, una señora mayor, vecina del barrio, que era diabética y a quien a veces, a petición del propio Francisco, había tenido la oportunidad de obsequiar con algún dulce que no contuviera azúcar. Ese gesto de Francisco me conmovía, porque, a pesar de su vicio, yo me daba cuenta de lo mucho que quería a su madre y en lugar de pedirme dinero para él poder ir a satisfacer sus ansias de beber, procuraba darle un gusto a ella, una mujer sufrida y trabajada, por cierto. En paz descanse. Fue tras la muerte de su madre, que Francisco empezó a beber mucho más y a verse totalmente en la calle, sin nada. Supongo que solamente le quedaba una opción: acudir a la parroquia a rezar, frente al gran crucifijo que preside uno de los laterales.
Un día, unos amigos de la parroquia lograron internarlo en un centro para alcohólicos, y yo me alegré mucho por ello. Pero a las pocas semanas, volví a encontrármelo por el pueblo, y me llevé un disgusto. Me paró y me dijo que estaba a ras de suelo, que ya no creía en si mismo y que temía morir de frío y de su enfermedad de alcoholismo. Le dije que no, que orase, y ese día me emocionó lo que me contó. Me dijo: Montse, tú sabes que siempre voy a la iglesia y allí estoy muy bien, en silencio. Me pongo junto a la cruz y cuando veo allí a Jesús, le digo: ¿Quién te pudo hacer eso? ¡Con lo bueno que eres…..! ¡Si pudiera te sacaría «esos tornillos» que te pusieron al clavarte en la cruz!
Cuando escuché esas palabras, tan salidas del corazón, al tiempo que tan graciosas debido a su ignorancia al llamar tornillos a los clavos, no pude más que decirle: Francisco ¿tú sabes lo que le has dicho al Señor? ¿Tú sabes lo que le has consolado? Entre sonrisas y llanto de alegría sentí que Cristo se sentía muy reparado por aquellas palabras salidas de un corazón sincero. Francisco siempre me decía que no sabía rezar, pero aquel día yo le dije que su oración era la más hermosa que había escuchado en mucho tiempo.
Un día, hablando con él, le dije que tenía que dar un paso más. ¡Tenía que entrar a la capilla del Santísimo! Porque allí, en aquella «casita de oro y plata» estaba Jesús de verdad y que aunque a Jesús le gustaba muchísimo que estuviera frente a la cruz, frente a «su querida cruz», a Él le encantaba que fuéramos a saludarle donde se encuentra realmente presente y que lo mejor de verdad estaba en la capillita. Le expliqué la diferencia entre una imagen y la verdadera presencia de Jesús y….. Francisco cumplió. Me lo encontraba a veces y me decía muy contento: ¡Vengo de la Iglesia, y entré en la capilla a ver a Jesús, ¿eh?!
Gracias a este cambio de actitud, gracias al apoyo recibido de una asociación de alcohólicos y a la ayuda de algunas personas de la parroquia, logró estar un año sin beber. Tuvo una recaída, y decidió volver a tomar fuerzas para entrar en otro centro para rehabilitarse. Supe que tenía problemas en una encía y que le iban a hacer una biopsia para descartar un cáncer. Los últimos días antes de su ingreso venía a casa a buscar alimentos semilíquidos, porque no podía siquiera masticar debido a la inflamación y el dolor. Me dijo que tenía mucho miedo a morir. Me pidió una estampa para llevársela al centro en el que iba a entrar para lograr rehabilitarse. Sé que Jesús premiará su deseo de cambiar y sus oraciones sinceras ante la cruz de mi parroquia y ante «la casita de oro y plata», el sagrario que empezó a frecuentar diariamente. Pero lo que más me importa de toda esta historia, es que Jesús seguro que le concederá la gracia que le concedió a San Dimas, el buen ladrón. Él siempre cumple sus promesas, tal y como leemos en el salmo 51 del Profeta David:
«18.Pues no te agrada el sacrificio, si ofrezco un holocausto no lo aceptas. 19.El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias.»
En cuanto al Cristo de la parroqua, pronto procesionará por las calles de mi pueblo el día de Viernes Santo, en el Viacrucis de primera hora de la mañana. A Él le recordaré los días en que Francisco oraba ante su presencia, le pediré le ayude en su caminar y le dirigiré la misma oración que él le dirigía en sus ratos de silencio en la parroquia: ¿Señor, quién te hizo sufrir tanto, con lo bueno que Tú eres? ¡Gracias, Jesús, porque todos te crucificamos, pero por todos y cada uno diste tu vida sin dudarlo un instante!
Montserrat Sanmartí
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