Cuando somos ofendidos, traicionados, abandonados, dejados a la vera del camino, es natural sentir un «algo» que nos hace sentir que si perdonamos, perdemos y fomentamos la injusticia. La mayoría de las veces oímos consejos en la línea de «no te dejes», «dile que ¿qué le pasa?», que tienes derecho a estar enojado, alejarte, cuidarte, etc. Bueno, en parte sí y en parte no. Veamos mejor.
La realidad es que es imposible humanamente hablando, perdonar si pensamos que el perdón se trata de algo que se merece la persona. Si nuestro sentido de justicia es dar según el mérito, el perdón al malvado o al que nos lastima no tiene sentido. Si perdonar se condiciona a entender la lógica de la acción, muchas veces no la encontraremos, ya que hay males que suceden porque ganan pasiones no iluminadas por la razón. Otras veces son accidentes y otras veces límites humanos tales, como impedimentos psicológicos, que no permiten haber actuado de otra forma, o que en algunos casos, la dureza de corazón y la ceguera espiritual, con culpa propia desde luego, pero que de alguna manera reforzada por la estructura de pecado en la cultura de la muerte en que vivimos, dificultan enormemente la docilidad a la gracia divina. Los atenuantes y grado de libertad sólo los puede juzgar Dios, pero Tomas de Aquino nos habla de las pasiones que nublan el juicio. Atenuantes no son eximentes, y hoy conviene aclararlo, porque tendemos a psicologizar y fomenta una sociedad más irresponsable. Podríamos también mencionar las veces que no hubo ofensa propiamente, sino una mala interpretación basada en una serie de supuestos nuestros conscientes e inconscientes.
En esta línea es compresible que Jesús nos diga: «amar a los que los aman eso hacen también los publicanos» (Mt 5; 46 ss). Sin embargo, nos invita a ir más allá, «amad a vuestros enemigos, pedid por ellos» (Mt 5; 44), «perdona a tu hermano setenta veces siete» (Mt 18;22). El sentido de la justicia divina no es contraria a la justicia humana pues Dios mismo la grabó en nuestros corazones, pero es mucho más pura, profunda, rigurosa, amplia y no se limita al tiempo presente. Jesús muchas veces dice que ninguna obra por pequeña que sea quedará sin paga (Mt 10;42), y que los malvados tendrán el pago de los hipócritas (Mt 24;51). En esta línea Él ostenta el poder de juzgar cuando venga, a nosotros nos pide no condenar, dejarle este asunto a Él y confiar que pondrá a su momento a los enemigos como escabeles a Sus pies (Lc 20;43). Muchas veces nos da elementos para discernir las obras de los fariseos y los hipócritas, de los adulterios, homicidios y de tantos pecados, pero aunque nos dice que miremos y juzguemos los frutos, no nos permite juzgar a las personas (Lc 6;37). Es una prerrogativa divina. Por el contrario, el demonio es quien acusa a los hombres día y noche ante el trono de Dios (Ap 12;10). En un discernimiento interior podemos ver que estar arrojando las faltas a la cara, o en nuestro fuero interno, es instigación del espíritu diabólico, que busca siempre dividir, obstruyendo el perdón.
Para poder ser capaces de ver la falta del otro con toda claridad, pero con misericordia, es importante bajarnos del pedestal de la superioridad para poder rehumanizar al agresor. Todos nosotros somos pecadores y hemos sido perdonados. Si hemos sentido la gratitud de encontrarnos restituidos ante la mirada divina que nos levanta, podremos ser capaces de hacer lo mismo aunque nos tome un poco de tiempo. La parábola del hombre que debía mucho dinero y fue perdonado por el rey (Lc 18; 23 ss) es justamente la clave para vivir el perdón. Ante la mirada divina nuestro pecado era una gran deuda. Nosotros podemos ser muy indulgentes para juzgarla, pero Cristo nos deja ver que las faltas a Él son mucho más grandes que las que nosotros recibimos, y que debemos tratar al otro como Él nos ha tratado. Sin embargo, muchas veces la dificultad para perdonar radica en que vivimos en ambientes hostiles en los que aceptación y perdón son experiencias inaccesibles. Es importante distanciarse de allí al menos interiormente, hacer una experiencia profunda y regresar a enseñarlo con todas las tribulaciones e incomprensiones que eso implicará hasta volverlo cultura.
Es comprensible que el dolor que nos produce la herida no nos deja juzgar la situación con paz y claridad para ser generosos. Es muy humano. El perdón es un acto divino, en Él es instantáneo, pero en nosotros puede ser un largo proceso. Sólo Dios puede perdonar los pecados. Sólo Dios nos puede dar la gracia de perdonar como Él. Incluso es un mandato a los cristianos, ciertamente no todos somos sacerdotes ministeriales y lo podemos hacer sacramentalmente, pero sí podemos por nuestro sacerdocio común pedir perdón por el pueblo a Dios y cancelar la deuda que tienen otros al menos con nosotros. Cada vez que sinceramente perdonamos y que pedimos perdón a Dios con un corazón contrito se derrama el don tan ansiado de la Paz y de la Unidad para nosotros, para la Iglesia y el mundo entero. Ser capaces de perdonar profundamente es una gracia y hay que pedirla, pero está condicionada a que yo sea consciente de que he sido perdonado, como nos enseña el Padre Nuestro, porque «resistes a los soberbios» , en cambio «¡a un corazón contrito Tú no lo desprecias!» (Ps 50,19).
En el cruce de caminos con una persona más o menos cercana que nos hiere, el libro de Jonás nos ofrece una reflexión. Jonás conoce a Dios muy bien, sabe que es misericordioso y que se las va a «ingeniar» para conseguir la vida del pecador y no su destrucción. Pero esto a Jonás le molesta porque implica que alguien se sacrifique en la predicación, como nos recuerda San Pablo, que dice que parece que a los apóstoles les toca ser los últimos y recibir todo tipo de maltratos y privaciones. Dios le hace ver a Jonás que él se cruzó un instante con un ricino y se alegró por él, comparándolo con la gran Nínive a quien Dios ha visto nacer, crecer y confundirse en el camino. Dios le deja ver cómo su juicio es parcial sobre Nínive, pero Dios tiene una mirada más de largo alcance. Tal vez hay muchas más cosas hermosas que nos enseña el diálogo entre Dios y Jonás, pero puede ayudarnos para este tema ver que nuestro enojo muchas veces reposa en una mirada miope. Sólo Dios sabe cuándo esa persona podrá cambiar, qué gracias necesita y si nosotros somos ese profeta-espejo en el que el otro mira su miseria. Dios nos invita en nuestras afrentas a unirnos íntimamente a Él. Nos confía sus dolores, nos confía su amor por los pecadores, nos asocia a Su Pasión. En este sentido, perdonar no nos quita nada como hablamos al inicio, porque estamos en el Corazón de Cristo. No nos «dejamos» porque vemos y enunciamos el mal, pero lo dejamos en las mejores manos, las divinas. Si les preguntamos qué le pasa por qué actuó así, muchas veces nos sorprenderemos con la respuesta. Las tinieblas en las que vive por su educación, sus heridas, su vida de pecado, su falta de trabajo interior, lo esclavizan profundamente y se resiste a la gracia que siempre es fiel, pero él no lo sabe claramente porque el demonio lo somete con engaños. No sabe salir de allí. Nuestro poder decir con Cristo: «Perdónalos Padre, porque no sabe lo que hace», le abre una nueva posibilidad de deshacer los nudos de la maldad y ser regenerado desde lo alto.
Otro aspecto sobre el tema del perdón es que hay heridas que son especialmente dolorosas en la medida que son hechas en condiciones de vulnerabilidad. Principalmente cuando se es niño y es herido por aquellos de quienes debes de recibir amor, aceptación, protección. Otras heridas muy dolorosas son hechas por quienes son muy cercanos: el esposo o esposa, los hijos, los amigos, todos aquellos con quienes «nos unía una dulce intimidad» (Ps 54;15). Una vez que se forma la herida, se formula una «promesa» a uno mismo de protección, por ejemplo: no muestres tus sentimientos porque te lastiman, no te muestres necesitado para que no te humillen, no des tus bienes para que no te usen, sino te van a amar que te respeten aunque para conseguirlo seas violento, si me aman me admiran, si me señalan un error es que me rechazan, por eso cuido una imagen d perfección intocable, si digo lo que pienso hay conflicto, mejor me callo o me retiro, etc… Todas estas frases son «creencias falsas», que nos atrincheran y nos ponen en un lugar inalcanzable. Terminamos siendo iguales que aquellos que nos hicieron sufrir y así se forma una cadena de violencia y resentimiento. Hay quienes dicen que el 50% de la criminalidad es fruto de una venganza, la mayoría de las veces es fruto de una respuesta inadecuada al dolor, de allí la importancia del perdón para la paz de los pueblos. Sin embargo, no podemos psicologizar la moral. Es muy importante, asumir que hay una decisión frente al dolor. Tal vez la respuesta está altamente condicionada por nuestro pasado, pero no determinada. Dentro de lo inadecuadas de nuestras respuestas, hay decisiones morales en las que hay un margen libre y responsable.
Para poder ver nuestra herida y entender nuestras respuestas. Para poder pasar del resentimiento a la paz, de la esclavitud del círculo del dolor a la libertad de los hijos de Dios, es necesario ver nuestra alma iluminada con la luz divina, que al mismo tiempo que te muestra tu herida en su origen, tan hace ver el profundo amor que Él te tiene y ser consolado y sanado del dolor. Luego se tiene que re aprender a relacionarse, a verse a sí mismo, a caminar bajo la mirada divina, pero ya se partió del encuentro sanador de Dios. Es un don de Dios, algunas terapias o talleres y grupos de oración de sanación pueden contribuir poderosamente, pero en la medida que hay humildad y rendición ante Dios se alcanza ese don con mayor fruto.
Muchas veces la dificultad para perdonar es que pensamos que es lo mismo que reconciliarse. El perdón que se ofrece es unilateral, no necesita el otro pedirlo, ni siquiera desearlo y así logra ser más generoso, porque lo haces porque es un bien en sí mismo que le permite al pecador regresar, tener un puente tendido desde ese lugar que en su maldad lo aisló. Sin embargo, la reconciliación implica necesariamente bilateralidad y más aún, implica un propósito de enmienda sincero, concreto y realista en el amor y en la verdad. Sin ello, podría reforzarse una dinámica destructiva y una laxitud moral por la «impunidad». Jesús también acepta que hay gente que rechaza el mensaje y a sus enviados, y en ese caso estamos autorizados a «sacudirnos el polvo de los pies en señal en testimonios contra ellos» (Mc 6,11). Queda pendiente tratar el perdón más difícil, perdonarse a sí mismo. Eso lo veremos en otro post.
Pía
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