En este domingo después de la Epifanía del Señor, celebramos en la Iglesia la fiesta del Bautismo de Nuestro Señor Jesucristo.
Epifanía es «Manifestación» y por eso podemos decir que el Bautismo de Jesús es también otra forma de Epifanía. Es hoy la misma voz del Padre que se siente desde el Cielo, diciendo: «Este es mi Hijo, el Amado…»
Ante de iniciar su Ministerio público, el Señor recibe el bautismo de Juan en el Jordán. Creo que al celebrar esta fiesta también nosotros debemos reflexionar sobre el sentido de nuestro bautismo. Precisamente, mañana lunes iniciaremos con la primera semana del Tiempo Ordinario de este nuevo año litúrgico que hemos comenzado la primera semana de Adviento. El tiempo ordinario abarca la mayor parte del Año Litúrgico y esto es muy significativo, porque es precisamente en el tiempo ordinario -que no quiere decir que es de poco valor en referencia a los tiempos fuertes de la Liturgia-, donde estamos llamados a dar testimonio con nuestra vida de cristianos bautizados. Hemos pasado un tiempo fuerte de celebraciones que comenzaron con el Adviento y que continuaron con la Natividad, la Epifanía y que hoy culmina con el Bautismo del Señor. Así como Jesús se bautizó antes de iniciar su Ministerio, así nosotros bautizados tenemos que ir a nuestros lugares de trabajo, a compartir en la vida cotidiana con la familia, con los amigos y allí se nos debe notar que somos bautizados.
Juan Bautista en un primer momento se resiste a bautizar a Jesús pues reconoce en Él la Santidad y se avergüenza. Reconoce que al contrario, es él el que necesita ser bautizado por Jesús. Juan es humilde y ya lo ha dicho en otra ocasión: «Detrás de mi, viene otro que al que no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias» (Jn 1,27). Y en otro versículo: «El que viene detrás de mi se ha puesto delante de mi, porque existía antes que yo» (Jn 1,15).
Jesús no necesitaba ser bautizado por Juan porque el bautismo que él administraba era como preparación para la venida del Mesías y cómo se iba a preparar para recibirse a si mismo? Era un bautismo para confesar los pecados. Y sabemos que el Salvador se hizo igual a nosotros en todo porque asumió nuestra naturaleza pero no cometió jamás ningún pecado, por lo tanto no necesitaba el bautismo.
El bautismo que nosotros hemos recibido es diferente. Los discípulos del Señor siempre entendieron que fue un mandado del Señor Resucitado a sus Apóstoles.
Jesús resucitado, antes de subir al cielo, mandó a sus apóstoles: «Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt. 28, 19-20).
Y en otra parte de la Biblia dijo Jesús: «El que crea y sea bautizado, se salvará» (Mc 16, 16).
El bautismo en Cristo tiene un sentido más profundo que el bautismo de Juan.
Para entender en qué consiste el bautismo cristiano, recordemos lo que Jesús dijo a Nicodemo cuando vino a buscarlo de noche: Si no renaces del agua y del Espíritu Santo, no puedes entrar en el Reino de los cielos» (Jn 3, 5). Ya lo había dicho Juan: «Yo bautizo con agua pero detrás de mi viene uno que los bautizará con Espíritu Santo y fuego»
Apenas Jesús fue bautizado y salió del agua, se abrieron los cielos, nos dice el Evangelio de Mateo, pero recordemos que el relato del bautismo lo encontramos también en los otros dos evangelios sinópticos. Me detendré en Marcos 1, 10: «En cuanto salió del agua, vio que los cielos se rasgaban…». Es interesante ver que no se dice solo que se abren sino que se rasgan. Algo que se rasga no se vuelve a cerrar. Lo podríamos hacer pero quedan un remiendo. Esto nos hace recordar la invocación de Isaías: «Si tú rasgaras los cielos y descendieras» (Is 63,19b). Con el bautismo de Jesús se abre un tiempo nuevo entre Dios y los hombres, un tiempo de comunión, después de la separación por el pecado. Más adelante con la muerte redentora de Cristo, «el velo del templo se rasgó» (Mc 15,38).
El Espíritu de Dios baja como una paloma sobre Él. Se ha acabado el tiempo de la espera del Espíritu; en Cristo se abre de nuevo el camino que une a Dios con los hombres. El Espíritu se posa sobre Jesús y nos viene a la memoria el relato del inicio de la creación: «El Espíritu del Señor aleteaba por encima de las aguas» (Gn 1,2). Con Jesús comienza una nueva creación.
La voz que salía de los cielos decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco». Sabemos que Dios tiene un Hijo y es Jesús. Por eso no es correcto como nos dicen muchos, que todos somos hijos de Dios. De nuestros padres hemos recibido la vida biológica pero la vida nueva en el Espíritu la recibido del Padre por medio de la persona de Jesús, en nuestro bautismo y cuando creemos en el nombre de la persona de Jesús, Dios nos da poder para convertirnos en sus hijos, en otras palabras, hijos en el Hijo.
Después de la Resurrección del Señor los que hemos sido bautizados participamos de esa nueva creación al convertirnos en hijos de Dios.
Dejemos que haga eco en nuestro corazón la voz del Padre del Cielo. Serán las mismas palabras que tres de los Apóstoles escucharán en la Transfiguración de Nuestro Señor en el Monte Tabor y que el Evangelio nos ha permitido conocer.
Coloquemos la mirada en Jesús Nuestro Amado, El Hijo Único del Padre.
Sigamos caminando con fe y con la esperanza un día no sólo escucharemos la voz del Padre sino que lo veremos cara a cara y nos sumergiremos en el Misterio de la Trinidad.
Ven Señor Jesús!!!
Padre Elias
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