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MISTERIO DE INIQUIDAD EN FÁTIMA (Parte II) LOS CASTIGOS DE DIOS

En la primera parte hemos estudiado como pesa la posibilidad de ser castigados por Dios con las penas del infierno si morimos en estado de pecado, es decir, no arrepentidos de nuestras culpas. Sí, estimado lector, nada de “karmas” o de “chacras” -que vaya usted a saber qué diantres es eso-, ni reencarnaciones que supongan una segunda oportunidad, porque “está establecido que los hombres mueran una sola vez, y luego el juicio” (Carta a los hebreos, 9, 27). No se deje engañar por esas músicas no precisamente celestiales. Nuestra existencia en este mundo es épica y a la vez dramática. Épica porque nuestra vida transcurre en un perenne combate espiritual entre el bien y el mal, entre la virtud y el pecado: a diferencia de los ángeles y los demonios, mientras estamos vivos nuestra voluntad fluctúa de un extremo al otro, pudiendo caer víctimas de nuestra concupiscencia -inclinación al mal, consecuencia del pecado original- y de las tentaciones que nos presentan los muy reales, muy existentes y muy numerosos demonios, de los cuales tantos obispos y tantos sacerdotes no quieren hablar, ni oír hablar por mor de no parecer “oscurantistas” o “medievales”. Y dramática porque en el instante de nuestra muerte nuestra voluntad quedará como la de los ángeles -tanto celestiales, como los caídos-, es decir, petrificada e irrevocablemente unida a la última decisión tomada, sea el arrepentimiento -en cuyo caso el hombre se salva-, sea la obstinación en el pecado -en cuyo caso, el hombre se condena-. Lucía, Jacinta y Francisco vieron el infierno, la Virgen Santísima se lo mostró en la aparición del 13 de julio de 1917, cuya visión es el primer secreto de Fátima:

“Al decir estas palabras, abrió de nuevo las manos como en los dos meses anteriores. El reflejo (de luz que ellas irradiaban) parecía penetrar en la tierra y vimos un como mar de fuego y, sumergidos en ese fuego, a los demonios y las almas como si fueran brasas transparentes y negras o bronceadas, con forma humana, que fluctuaban – en el incendio llevadas por las llamas que salían de ellas mismas juntamente con nubes de humo, cayendo hacia todos los lados – semejante a la caída de pavesas en los grandes incendios – pero sin peso ni equilibrio, entre gritos y lamentos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de pavor. Los demonios se distinguían por formas horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes como negros tizones en brasa”

El infierno es el castigo de Dios para los ángeles caídos. La Escritura dice que el infierno está preparado para los demonios, para los ángeles caídos que se rebelaron contra Dios y pecaron (“Apartáos de mí, malditos, al fuego eterno, que fue destinado para el diablo y sus ángeles”. Mt 25, 41).; pero no es per se el infierno el destino del hombre, porque Dios, con voluntad antecedente, quiere la salvación del hombre (“Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres

se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”, 1 Tim., 2, 3 -4). Ahora bien, por desgracia, el hombre puede condenarse, al haber sido creado libre y haberse puesto Dios como límite a Sí mismo la propia libertad del hombre. Si por voluntad y decisión libre el hombre decide perseverar obstinadamente en sus pecados hasta el mismo instante de su muerte, compartirá el destino de los demonios a pesar de esa voluntad divina de salvación. Vimos en la primera parte como esto, que es verdad -nunca insistiremos lo bastante en que esto es verdad- no gusta nada en absoluto a los curas y obispos modernistas, mediante la mención a la entrevista al sacerdote portugués Anselmo Borges, arquetipo de cura modernista postconciliar. Ellos predican subliminal o expresamente una salvación universal automática, argumentando que si Dios es padre, no puede condenar a sus hijos, sin caer en la cuenta -o dándoles igual, lo que es aún peor- que Dios no puede cometer la injusticia de, por la fuerza, hacer compartir destino de salvación y gloria a los santos con los pecadores empedernidos y recalcitrantes que persisten en su voluntad pecadora hasta el último soplo de su vida.

Aparte del castigo eterno del infierno, existe también el purgatorio, para expiación por las almas salvadas de las penas debidas por los pecados que les han sido perdonados, si en el instante de su muerte, aun habiéndose salvado por haber fallecido arrepentidos, les queda algún o algunos restos de pena por satisfacer, ya que sin santidad ninguno veremos a Dios. Si del infierno no se habla en la predicación actual, aún menos se habla de la verdad del purgatorio.

Y si poco o nada se habla del infierno y del purgatorio, aún menos se predica del asunto de esta segunda parte: los castigos temporales de Dios, es decir, de los castigos que Dios aplica en esta vida terrena tanto a los individuos, como a las naciones y a la humanidad en su conjunto. Esta es otra verdad silenciada y que en la visita a Fátima el “obispo vestido de blanco” ha procurado silenciar aún más y pasar por alto.

Pero es verdad que Dios castiga a sus hijos en esta vida temporal, y es verdad también que Dios castiga en esta vida terrena, tanto a las naciones, como a la humanidad en su totalidad.

Lo primero aparece enseñado por San Pablo:

«5. Habéis echado en olvido la exhortación que como a hijos se os dirige: Hijo mío, no menosprecies la corrección del Señor; ni te desanimes al ser reprendido por él. 6. Pues a quien ama el Señor, le corrige; y azota a todos los hijos que acoge. 7. Sufrís para corrección vuestra. Como a hijos os trata Dios, y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrige? 8. Mas si quedáis sin corrección, cosa que todos reciben, señal de que sois bastardos y no hijos .» Hebreos, 12 –

Esto chirría a unos oídos modernistas, y su lectura produce alergia a unos ojos progresistas. Si usted, apreciado lector, es menor de 60 años y está acostumbrado a los sermones almibarados y melosos tan frecuentes desde que vino la primavera conciliar, le resultará muy chocante que sea verdad que Dios castigue por amor, y con amor paternal, a los que son Sus hijos, y deje sin corrección a los bastardos. En Fátima, el “obispo vestido de blanco” ha contradicho frontalmente esta verdad, como hemos visto en la primera parte, al presentar el temor de Dios -que es inspirado por el Espíritu Santo- como opuesto a “sentirse amado”. Pero no es él solo. Es la inmensa mayoría de los clérigos actuales la que piensa así y predica así, hurtando al pueblo de Dios la verdad católica, que viene espléndidamente en la vida espiritual, porque si lo sabemos, podemos ofrecer a Dios como penitencia las contrariedades corrientes y cotidianas que se nos van presentando, en forma de adversidades, enfermedades, estrecheces económicas, reveses de fortuna, etc.:

“Es tan grande la liberalidad de la divina beneficencia, que no sólo podemos satisfacer a Dios Padre, mediante la gracia de Jesucristo, con las penitencias que voluntariamente emprendemos para satisfacer por el pecado, o con las que nos impone a su arbitrio el sacerdote con proporción al delito; sino también, lo que es grandísima prueba de su amor, con los castigos temporales que Dios nos envía, y padecemos con resignación” (Concilio dogmático de Trento, Cap. IX. De las obras satisfactorias)

Lo segundo que ha sido subliminalmente hurtado en esta visita a Fátima es la predicación de la verdad referida a que tanto las naciones, como la humanidad en su conjunto, puede ser -y será- castigada por Dios por sus pecados. Nuestra Señora, de conformidad con la enseñanza bíblica, advirtió en su aparición del 13 de julio de 1917 que «La guerra terminará pronto. Sin embargo, si la humanidad no deja de ofender a Dios, otra guerra peor surgirá en el pontificado del papa Pío XI. Cuando veáis una noche iluminada por una luz desconocida, sepan que éste es el gran signo que Dios les da, porque El va a castigar el mundo por sus crímenes a través de las guerras, el hambre, la persecución de la Iglesia y del Santo Padre. Para impedir esto, Yo vendré a pedir la consagración de Rusia a mi Inmaculado Corazón y la comunión de reparación de los primeros sábados.

Si mi petición es acatada, Rusia se convertirá, y habrá paz. Si no, Rusia transmitirá sus errores a través del mundo, promoviendo guerras y la persecución de la Iglesia; los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá que sufrir mucho, varias naciones serán aniquiladas; pero, al final mi Inmaculado Corazón triunfará. El santo Padre consagrará Rusia a mi Inmaculado Corazón, la cual se convertirá, y algún tiempo de paz se le dará al mundo.»

No es propósito de este artículo analizar desde un punto de vista histórico las causas de la II Guerra Mundial. Al respecto, basta decir que en su génesis moral tuvieron mucho que ver pecados como el resentimiento, la venganza, y la ambición insana de poder. Por ello, en muchas ocasiones, los castigos de Dios no son sino un mero dejar desplegarse las consecuencias de los pecados queridos y cometidos por los hombres, y concretamente, esta segunda guerra así lo prueba, pues sobre todo en su comienzo, y mientras fue sólo europea -hasta diciembre de 1941- se puede afirmar sin temor a errar que los bandos contendientes no hicieron sino continuar la contienda cerrada en falso 20 años antes, por los mismos motivos, las mismas causas, y con renovado resentimiento. Por eso, la Virgen dijo con razón que si la humanidad no deja de ofender a Dios, otra guerra peor surgirá en el pontificado del papa Pío XI. Y si me apuran, no le faltaba razón a la Virgen ni siquiera desde un punto de vista político o geoestratégico -aunque parezca frívolo decir esto-, pues la guerra no hubiera sido posible sin las concesiones franco – británicas a Alemania durante todo el año 1938 (La claudicación de franceses y británicos en la conferencia de Munich en septiembre de 1938 fue el catalizador de la inminente guerra, escribe el historiador Steven J. Zaloga, en “La invasión de Polonia”, ed. Osprey, pág. 7). Y por supuesto, la guerra no hubiera sido posible sin el pacto entre comunistas y nazis para repartirse Europa oriental, que fue dado a conocer al mundo el 25 de agosto de 1939, pocos días antes de que Polonia, -nación católica, dicho sea de paso- fuera atacada por los nazis el 1 de septiembre y por sus aliados comunistas el día 17 del mismo mes. No es el fin de este artículo realizar un análisis político y militar de aquellos hechos históricos, basta a nuestro propósito señalar que el pecado de codicia, que llevó a los comunistas rusos a pactar con el régimen nazi alemán, e incluso a enviar tropas contra una nación prácticamente derrotada ya, uniéndose cobardemente con el fuerte contra un vencido, fue la causa moral de una guerra no arrojada por el Cielo como castigo a los hombres, sino provocada por los mismos pecados de éstos, labrando así su propio castigo.

Pero además, Dios castiga activamente también, no sólo permisivamente dejando actuar por si solas las consecuencias de los pecados, es decir, Dios castiga interviniendo en la Historia del mundo, de los hombres, de las naciones y pueblos cuando el corazón de éstos se endurece a tal extremo que no deja otra opción. Esta verdad molesta mucho a la neoiglesia modernista, que ha forjado y adoctrinado en una imagen falsa de Dios, como si fuera una suerte de abuelo bonachón que consiente todo a unos nietos díscolos.

Hace pocos días, fue noticia en ABC que “El papa desautoriza los catastrofismos apocalípticos ante la Virgen en Fátima”  http://www.abc.es/sociedad/abci-papa-desautoriza-catastrofismos-apocalipticos-ante-virgen-fatima-201705122243_noticia.html

Esta noticia nos recuerda aquellas palabras de Juan XXIII, en su discurso “Gaudet Mater Ecclesia” en 1962:

De cuando en cuando llegan a Nuestro oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Tales son quienes en los tiempos modernos no ven otra cosa que prevaricación y ruina. Dicen y repiten que nuestra hora, en comparación con las pasadas, ha empeorado, y así se comportan como quienes nada tienen que aprender de la historia, la cual sigue siendo maestra de la vida, y como si en los tiempos de los precedentes concilios ecuménicos todo procediese próspera y rectamente en torno a la doctrina y a la moral cristiana, así como en torno a la justa libertad de la Iglesia. Mas nos parece necesario decir que disentimos de esos profetas de calamidades, que siempre están anunciando infaustos sucesos como si fuese inminente el fin de los tiempos.

No se entienden bien esas palabras de Juan XXIII sin tener presente que conocía probablemente el tercer secreto de Fátima y, en lugar de revelarlo en 1960 a lo más tardar, como era voluntad del Cielo, optó por mantenerlo oculto y desautorizar a los que llamó “profetas de calamidades”.

Este optimismo es muy del gusto del mundo, y muy del gusto, particularmente, de la fatua ideología democrática, que ve en este régimen político, en el progresismo, en los derechos humanos, el sursum corda, la intemerata y la repanocha de los logros humanos, cuyo destino es un perpetuo progreso hasta alcanzar una suerte de nirvana político y social de autoredención. Nada más lejos de la verdad. La verdad es justamente la opuesta, y desde estas líneas nos atrevemos a desautorizar al que, según ABC, desautorizó en Fátima ante la Virgen los “catastrofismos apocalípticos”, no con nuestra autoridad -que no tenemos tanta- sino con la del apóstol San Pedro:

«1. Esta es ya, queridos, la segunda carta que os escribo; en ambas, con lo que os recuerdo, despierto en vosotros el recto criterio. 2. Acordaos de las predicciones de los santos profetas y del mandamiento de vuestros apóstoles que es el mismo del Señor y Salvador. 3. Sabed ante todo que en los últimos días vendrán hombres llenos de sarcasmo, guiados por sus propias pasiones, 4. que dirán en son de burla: «¿Dónde queda la promesa de su Venida? Pues desde que murieron los Padres, todo sigue como al principio de la creación». 5. Porque ignoran intencionadamente que hace tiempo existieron unos cielos y también una tierra surgida del agua y establecida entre las aguas por la Palabra de Dios, 6. y que, por esto, el mundo de entonces pereció inundado por las aguas del diluvio, 7. y que los cielos y la tierra presentes, por esa misma Palabra, están reservados para el fuego y guardados hasta el día del Juicio y de la destrucción de los impíos. 8. Mas una cosa no podéis ignorar, queridos: que ante el Señor un día escomo mil años y, mil años, como un día. 9. No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión. 10. El Día del Señor llegará como un ladrón; en aquel día, los cielos, con ruido ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se disolverán, y la tierra y cuanto ella encierra se consumirá. 11. Puesto que todas estas cosas han de disolverse así, ¿cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, 12. esperando y acelerando la venida del Día de Dios, en el que los cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados, se fundirán? 13. Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en lo que habite la justicia. 14. Por lo tanto, queridos, en espera de estos acontecimientos, esforzaos por ser hallados en paz ante él, sin mancilla y sin tacha. 15. La paciencia de nuestro Señor juzgadla como salvación, como os lo escribió también Pablo, nuestro querido hermano, según la sabiduría que le fue otorgada. 16. Lo escribe también en todas las cartas cuando habla en ellas de esto. Aunque hay en ellas cosas difíciles de entender, que los ignorantes y los débiles interpretan torcidamente – como también las demás Escrituras – para su propia perdición. 17. Vosotros, pues, queridos, estando ya advertidos, vivid alerta, no sea que, arrastrados por el error de esos disolutos, os veáis derribados de vuestra firme postura. 18. Creced, pues, en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo. A él la gloria ahora y hasta el día de la eternidad. II Pedro, 3

Esta es la verdad. Este es el futuro y venidero fin de la Historia. Este es el porvenir inmediato de la humanidad por sus pecados: el Juicio de vivos, o Juicio de las naciones, o Día del Señor, o Día de Yaveh, o Dies irae, grande y terrible, profetizado desde muy antiguo en Amós, cap. 5, Sofonías, cap. 1 – 3, Ezequiel, cap. 7, Zacarías, cap. 12 y 13, Isaías, cap. 13, Joel, cap. 2, recapitulado por el primer papa, el apóstol san Pedro en esta su segunda carta canónica, y por San Juan en el Apocalipsis, capítulo 16. Este castigo es al que se refiere seguramente el tercer secreto de Fátima, desvelado por los mensajes de la Virgen en Akita en 1973 -aprobadas por la Iglesia- que dijo el 13 de octubre de dicho año, aniversario del milagro del sol:

13 de octubre de 1973 «Mi querida hija, escucha bien lo que tengo que decirte. Tu informarás a tu superior.» Después de un corto silencio: «Como te dije, si los hombres no se arrepienten y se mejoran, el Padre infligirá un terrible castigo a toda la humanidad. Será un castigo mayor que el diluvio, tal como

nunca se ha visto antes. Fuego caerá del cielo y eliminará a gran parte de la humanidad, tanto a los buenos como a los malos, sin hacer excepción de sacerdotes ni fieles. Los sobrevivientes se encontrarán tan desolados que envidiarán a los muertos. Las únicas armas que les quedarán serán el rosario y la señal dejada por mi Hijo. Cada día recita las oraciones del rosario. Con el rosario, reza por el Papa, los obispos y los sacerdotes.» «La obra del demonio infiltrará hasta dentro de la Iglesia de tal manera que se verán cardenales contra cardenales, obispos contra obispos. Los sacerdotes que me veneran serán despreciados y encontrarán oposición de sus compañeros…iglesias y altares saqueados; la Iglesia estará llena de aquellos que aceptan componendas y el demonio presionará a muchos sacerdotes y almas consagradas a dejar el servicio del Señor.

Este mensaje de la Virgen, alejado del optimismo fatuo, bobalicón y cretino que señorea nuestra época y domina también en la estructura jerárquica de la Iglesia, está en perfecta consonancia con las Sagradas Escrituras, y personalmente considero que su aprobación -autorizada por el cardenal Ratzinger en su momento- es una suerte de revelación indirecta del tercer secreto de Fátima, en su parte oculta. Como hemos visto, el apóstol San Pedro refiere sin paños calientes, ni rodeos, que el instrumento del castigo será una lluvia de fuego: “en aquel día, los cielos, con ruido ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se disolverán, y la tierra y cuanto ella encierra se consumirá”, el profeta Zacarías, cap. 13, 8 anuncia que perecerán dos tercios de la humanidad -si alguno hay preocupado por la tan traída y llevada sobrepoblación del planeta, que vaya despreocupándose- y los supervivientes serán purificados como metal precioso sometido al crisol, y se convertirán a Dios.

La finalidad de este castigo es el exterminio de los impíos, cuya iniquidad habrá llegado a un extremo tal que hace la vida imposible a los pocos justos que habrá, y cuya obstinación en el pecado les hará acreedores a tamaño flagelo; y al mismo tiempo, la finalidad de este castigo es también misericordia con los justos y los pocos que se arrepientan, pues para ellos habrá “cielo nuevo y tierra nueva, en los que habite la justicia”, como dice el apóstol San Pedro.

Typo indudable de este futuro castigo es lo sucedido con Sodoma y Gomorra, que fueron destruídas por una lluvia de fuego, pereciendo todos sus habitantes, menos un escaso número de justos, sólo Lot y su familia. Igualmente, el apóstol San Pedro relaciona todos los grandes castigos de Dios en el Antiguo Testamento entre sí en su segunda carta, capítulo segundo; es más, señala que Sodoma y Gomorra son puestas como ejemplo para el futuro:

«4. Dios no perdonó a los ángeles pecadores, sino que los arrojó al infierno, y los encerró en las prisiones tenebrosas en espera del juicio; 5. no perdonó al mundo antiguo, sino que, reservándose sólo ocho personas, entre las cuales Noé, como heraldo de justicia, desencadenó el diluvio sobre el mundo de los que practicaban la injusticia; 6. condenó a la destrucción y redujo a cenizas las ciudades de Sodoma y Gomorra para que sirviesen de ejemplo a todos los que en el futuro practicaran la injusticia, 7. y libró al justo Lot, entristecido ante la conducta lujuriosa de aquellos hombres desenfrenados”

De manera que la imagen bobalicona de Dios que han forjado los progresistas eclesiásticos y en la que nos han instruído en las últimas décadas, esa de un dios neotestamentario, (las minúsculas son intencionadas) pretendidamente distinto del Yaveh Sabaoth, Dios de los ejércitos, del Antiguo Testamento, ese dios abuelo que no castiga, es falso, es una estafa, es una burla. Conviene leer una vez y otra el pasaje de Sodoma y Gomorra desde el comienzo hasta la destrucción de las dos ciudades por el fuego de la ira de Dios, porque este texto nos ilustra muy bien sobre cual es la verdadera manera de actuar de Dios. No es cruel, no es despiado, ni arbitrario, sino con inmensa paciencia concede una oportunidad tras otra de arrepentimiento. Reléase el “regateo” de Abraham con Yaveh, y apréciese como Nuestro Señor está dispuesto a perdonar a todos los habitantes de las dos ciudades si halla unos pocos justos, cuyo número Abraham va reduciendo en su “regateo”. Pero la obstinación de las dos ciudades en su abominable pecado de sodomía era tal que no dejaron a Dios otra opción que desatar Su castigo, que es también acto de misericordia para con los pocos justos que cumplen Sus mandamientos, a quienes reserva una tierra nueva y un cielo nuevo en los que habite la justicia (2 Pe., 3, 13), “por lo tanto, queridos, en espera de estos acontecimientos, esforzaos por ser hallados en paz ante él, sin mancilla y sin tacha. La paciencia de nuestro Señor juzgadla como salvación, como os lo escribió también Pablo, nuestro querido hermano, según la sabiduría que le fue otorgada.”

Rafael de Isaba y Goyeneche

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